Establecer
una nueva sociedad: ahí está la clave. No es reformar, maquillar, disimular
algo viejo dando la sensación de un superficial cambio cosmético. Estamos
hablando de una transformación profunda, enorme. Por supuesto, eso es algo
monumentalmente difícil. Es refundar la humanidad.
Marcelo Colussi / Para Con
Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Introducción
En el
transcurso del siglo XX ha habido varios intentos para llevar adelante esa
monumental empresa que representa cambiar el modelo capitalista por una
sociedad socialista. Rusia, China, Cuba, Vietnam, Norcorea, Nicaragua, cada uno
con sus características particulares, lo ha intentado. No se puede decir que
los mismos fracasaron estrepitosamente; de ningún modo. Allí no hubo fracasos.
Con dificultades, con muchos más problemas de los que hubiera sido deseable, se
consiguieron resultados encomiables. Si se miden con el rasero capitalista
basado en la acumulación del fetiche mercancía y la teoría del valor, por
supuesto que esas sociedades no se “desarrollaron”; pero está claro que los
socialismos realmente existentes se encaminaron a otra cosa y no a repetir el
modelo del capitalismo.
Una sociedad
no se puede medir por la cantidad de shopping
centers que posee, ni por la velocidad con que cada uno de sus integrantes
cambia el modelo de automóvil o de lavadora. Esa es una forma de medir los
“éxitos”, pero por cierto no la única, ni la más recomendable. Si de medirlas
se trata, definitivamente hay que apelar a otras categorías. Lo que se buscó en
esas experiencias tiene que ver básicamente con la dignificación del ser
humano, con desarrollar sus potencialidades, con la promoción de valores más
ricos que la acumulación de objetos apuntando, por el contrario, hacia la
solidaridad, al espíritu colectivo, al darle vuelo a la creatividad y la
inventiva.
Quizá esas
primeras experiencias, de las que sin dudas podemos y debemos formular una sana
crítica constructiva, son un primer paso: con las dificultades del caso quedó
demostrado que sí se puede ir más allá de una sociedad basada en la exclusiva
búsqueda de lucro personal/empresarial. Los logros en ese sentido están a la
vista: en esas sociedades, más allá de la artera publicidad capitalista, no se
pasa hambre, la población se educa, no existe la violencia demencial de los
modelos de libre mercado, existe una nueva idea de la dignidad. Si hoy muchas
de esas experiencias se revirtieron o se pervirtieron, eso debe llamar a una
serena reflexión sobre qué significa hacer una revolución. Pero no hay nada más
demostrativo de los logros obtenidos como el hecho que, por inmensa mayoría, en
los países donde existieron modelos socialistas, al día de hoy, con la llegada
del capitalismo salvaje y luego de pasado el furor de la novedad de las
“cuentas de colores” de los fascinantes shopping
centers, las poblaciones añoran los tiempos idos. Ahora, al igual que en
cualquier país capitalista, allí comer, educarse, tener salud y seguridad
social es un lujo; el socialismo, aún con sus errores, enseñó que la dignidad
no tiene precio.
La titánica
tarea de revolucionar el sistema conocido implica un cambio fenomenal: es la
construcción de un parteaguas en la historia, es el inicio de una sociedad que,
alcanzado un nivel de productividad mucho más alto que otros estados históricos
de desarrollo anteriores, puede empezar a pensar realmente en el bien común, en
el colectivo, en la especie humana como un todo. Eso es el socialismo.
Obviamente, un proyecto fenomenal. Haciendo nuestras las palabras de Marx: “No se trata de reformar la propiedad
privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase,
sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino
de establecer una nueva.”
Establecer
una nueva sociedad: ahí está la clave. No es reformar, maquillar, disimular
algo viejo dando la sensación de un superficial cambio cosmético. Estamos
hablando de una transformación profunda, enorme. Por supuesto, eso es algo
monumentalmente difícil. Es refundar la humanidad. Y eso, la experiencia lo
mostró, no es algo que se logra por decreto, en poco tiempo, sólo con buena
voluntad a partir de ideas renovadoras, con una vanguardia que intenta
dinamizar un proceso y empuja. Cambiar el curso de la historia implica
transformar de raíz el sujeto que somos. Para el caso: transformar a millones y
millones de seres humanos. Eso no es imposible, pero sí sumamente complejo. Unas
pocas generaciones, tal como efectivamente sucedió en esas primeras
experiencias, sólo pueden servir para comenzar a dimensionar la magnitud de la
empresa con la que nos enfrentamos. ¡Es un reto fenomenal!
Ahora bien:
estas breves reflexiones nos llevan hacia consideraciones más profundas; nos
obligan a repensar el sentido último de lo que significa la revolución
socialista. ¿Por qué no funcionaron como se esperaba las primeras revoluciones
socialistas del silgo XX? ¿Por qué, después de varias décadas, cayeron, o se
revirtieron? ¿Acaso no es posible entonces tomarse en serio lo de transformar
la historia, crear un “hombre nuevo”, dejar atrás la prehistoria apegada a las
luchas en torno a la propiedad privada? Reflexiones, por cierto, que son
imprescindibles para acometer la construcción del cambio en ciernes. La idea de
base es que sí es posible; si no, ni siquiera nos lo estaríamos planteando. La
pasión que nos alienta es que la utopía es posible. De lo que se trata ahora es
cómo darle forma, cómo sembrarla para que germine. En otros términos: cómo
colapsar el actual sistema, cómo impactar, cómo vencerle.
Dicho así,
pareciera que aquí se dan recetas, guías de acción, un “manual” para hacer la
revolución. ¡Ojalá se pudiera disponer de eso! Sin embargo, ello es
absolutamente imposible; es más: está reñido con la ética socialista misma, con
la idea de una verdadera transformación. Más allá de poder pensar dificultades
comunes e intentar sacar conclusiones de los errores cometidos y de las luchas
libradas, si algo define la experiencia humana es su complejidad, su alto grado
de imprevisibilidad, su dosis de irracionalidad incluso (pese a que exista una
ciencia social -conservadora y de derecha- que intenta anticiparse y
controlarla). Vista en sentido histórico, más allá de saber que las guerras son
disputas a muerte por el poder: ¿es racional la guerra en términos de especie
humana, o justamente atenta contra ella? Todos sabemos que fumar puede producir
cáncer, pero seguimos fumando. ¿Cómo entender la racionalidad entonces? Se abre
ahí una imperiosa necesidad de reformularnos cuestiones básicas, desde el
materialismo histórico y desde las ciencias sociales que fueron apareciendo en
el transcurso del siglo XX, luego que Marx formulara las líneas fundamentales de
este andamiaje conceptual.
Por ejemplo,
la cuestión del poder como eje que dinamiza buena parte de las relaciones
interhumanas (las conocidas al menos, las que se basan y presuponen la
propiedad privada), es un tema que desde la izquierda tradicionalmente no se ha
considerado en toda su complejidad, lo cual no deja de ser una agenda pendiente
de gran importancia. ¿Por qué vemos que se repiten muchas veces errores
similares a los del campo capitalista en la construcción de alternativas
anticapitalistas? ¿Está la izquierda inmunizada ante los juegos del poder, o
ello debería replantearse con mayor altura crítica? ¿Por qué un camarada
dirigente de ayer puede transformarse tan fácilmente en un magnate?
Así sea sólo
un ejemplo este tema del poder -no pequeño, por cierto- son muchas las tareas
de revisión crítica que esperan para potenciar las estrategias revolucionarias,
hoy por hoy bastante alicaídas. No hay “manuales” al respecto; hay, en todo
caso, preguntas críticas. No más. Pero tampoco: nada menos. ¿Cómo nos
planteamos el tema del poder? ¿Qué hay de las actuales mezquindades y flaquezas
que nos constituyen? (Dicho en otros términos: ¿por qué es posible revertir
revoluciones socialistas victoriosas?) ¿Cómo se construye el “hombre nuevo” del
socialismo? Sólo decir esto y ya vemos la necesidad de la autocrítica: ¿por qué
“hombre” y no “ser humano”?, ¿“hombre” como sinónimo de humanidad? ¿No se nos
filtra ahí un arrogante prejuicio machista-patriarcal? De eso se trata
entonces: “no de mejorar la sociedad existente, sino de
establecer una nueva.” La autocrítica permanente debe ser una clave vital.
Pero en lo humano no se puede establecer aquello de “borrón y cuenta nueva”:
construimos el socialismo con la materia prima que somos. Ahí estriba una
dificultad enorme, y por tanto, el reto es mayúsculo. De todos modos
“dificultad”, nunca, en ningún momento histórico y en ninguna lengua significa
“imposibilidad”.
Sin dudas es
mucho más fácil preguntar críticamente y desarmar lo establecido que proponer
cosas nuevas. Esa es una dialéctica humana: es más fácil destruir que
construir. En ese sentido, resulta más simple constituirnos en críticos
implacables del capitalismo (pues obviamente hay muchísimo por demoler ahí) que
proponerle alternativas válidas, posibles, efectivas, que realmente sirvan para
edificar algo nuevo. Si fuera tan fácil aportar soluciones, el mundo sería
distinto. Pero siendo auténticamente socráticos en nuestro proceder, podríamos
decir que en el hecho de preguntar/criticar lo conocido anida ya el germen de
la respuesta, o sea, la solución al problema planteado. Por tanto, vale (¡y
mucho!) preguntarnos acerca de los límites del capitalismo, del actual y de sus
raíces históricas, porque a partir de ese interrogante se podrán ir
construyendo las respuestas, los caminos alternativos.
En tal
sentido: hagamos teoría. Y sin tenerle miedo a la teoría, podemos repetir con
Einstein que “no hay nada más práctico
que una buena teoría en el momento oportuno”.
¿Cómo hacer
la revolución socialista entonces? Presentémoslo en forma de preguntas:
Interrogantes a resolver
·
¿Es posible construir el socialismo en un solo
país hoy día? Quizá podría ser factible tomar el poder a nivel
nacional, desplazar al gobierno de turno en forma revolucionaria y establecerse
como nuevo grupo gobernante con un planteo de izquierda, pero eso no significa
necesariamente una transformación en términos de relaciones de fuerza como
clase de los trabajadores y oprimidos. Además, dado el grado de complejidad en
el proceso de globalización y la interdependencia de todo el planeta, es
imposible construir una isla de socialismo con posibilidades reales de sostenimiento
a largo plazo. En ese sentido los planteos revolucionarios deben apuntar a
pensar en bloques, espacios regionales. La idea de Estado-nación entró en
crisis y hay que revisarla críticamente desde las propuestas de izquierda. El
ejemplo de los distintos socialismos que se intentaron construir en el
transcurso del siglo XX nos da alguna pista al respecto: se pueden comenzar
procesos muy interesantes, fecundos, imprescindibles incluso; pero eso es un
preámbulo del socialismo. De todos modos, todo ello no debe inmovilizarnos y
hacernos pensar en que hay que abandonar las luchas nacionales. De momento
nuestra unidad de acción son espacios nacionales, y ahí debemos trabajar,
planteándonos todos estos problemas como los nuevos retos.
·
¿Cómo dar luchas globales desde lo micro? No hay más
alternativa que esa: las luchas son siempre en el espacio local, pequeño: en la
comunidad, en el sindicato, en las reivindicaciones sectoriales. Pero toda
lucha debe tener como perspectiva final un nivel más amplio, entendiendo que lo
local es articula, en definitiva, con lo planetario. Hoy día hay que buscar
sumar descontentos, acumular fuerzas de los numerosísimos
golpeados/explotados/excluidos del sistema. Ese trabajo de hormiga de juntar
descontentos se hace en el nivel micro; aprovechando la globalización que
impera, el desafío es sumar esos descontentos puntuales y locales en esfuerzos
globales, macros. El Foro Social Mundial fue (es) un intento en ese sentido.
quizá no prosperó como herramienta real de lucha, pero a partir de ello hay que
estudiar el fenómeno y ver cómo impulsar alternativas realmente viables que
consideren el estado actual del mundo como aldea global.
· ¿Planificación
estatal o pequeños emprendimientos descentralizados? Las
experiencias económicas comunitarias y a pequeña escala pueden ser una
importante fuente de inspiración para el cambio. Nos referimos, por ejemplo, a
una cooperativa local, un taller alternativo, un grupo de mujeres tejedoras o
de pescadores artesanales. Es decir: pequeñas iniciativas puntuales que sirven
para satisfacer las necesidades humanas, pero no a la escala gigantesca,
global, monumental, del sistema capitalista mundializado, y que transmiten
nuevos valores de solidaridad y consumo responsable. En esos pequeños
emprendimientos resuena, en todo caso, aquella fórmula de Marx del comunismo
como “comunidad de productores libres
asociados”. Pero en la actualidad es para pensar si allí hay un cambio real
de paradigmas, una dinámica verdaderamente anticapitalista, o si estas
experiencias, en todo caso, constituyen islas que quizá pueden jalonar el
camino, pero que no pueden funcionar como elemento transformador. Son, sin
dudas, importantes experiencias que deben retomarse y pueden mostrar la ruta
por donde transitar. Es como el caso de las empresas cerradas y recuperadas
bajo control obrero, o el movimiento Okupa: eso no es la revolución socialista,
pero es la célula que indica por dónde puede/debe ir la cuestión. Las
transformaciones duraderas y efectivas deben ser de carácter nacional, con un
Estado fuerte que sea realmente el vehículo conductor efectivo de las
transformaciones, con una clase trabajadora organizada y combativa que se
plantea proyectos macros. El Estado, en definitiva, es la expresión de esa
clase revolucionaria. Lo comunitario puntual puede inspirarnos, así como la
asamblea local, la reunión de vecinos o comunitarios, la cooperativa. Pero esas
pequeñas experiencias que mencionábamos no pueden competir realmente contra el
gran capital global, hoy más financiero que productivo. Sin embargo, la
experiencia real y concreta de los socialismos reales indica que el Estado, que
es representación de las relaciones sociales de producción anteriores, es
decir: capitalistas, no se transforma en revolucionario por decreto, y puede pasar
a ser rápidamente un estamento burocrático que se erige en nueva clase
dirigente (capitalismo de Estado). De ahí la necesidad de explorar estos nuevos
caminos alternativos de las economías descentralizadas.
·
¿Es necesaria una vanguardia? Viejo
problema en la izquierda, no resuelto, y probablemente que no admite “una”
solución única. Vanguardia no debe ser partido único. Sin lugar a dudas que el
puro espontaneísmo tiene límites muy cercanos: es, en todo caso, pura reacción
visceral, más propia de los procesos colectivos de muchedumbres desarticuladas
(pensemos en un linchamiento por ejemplo) que de acciones planificadas, con
direccionalidad política, que buscan motorizar proyectos claros. Por supuesto
que la reacción espontánea existe, y puede jugar un papel muy importante en la
historia; pero la historia tiene líneas maestras que alguien traza, que no son
casuales. Es más: hoy día existe toda una colección de ciencias (¿éticamente
las podremos seguir llamando así, o son meras tecnologías?) que tienen como
objetivo manejar, controlar, trazas escenarios a futuro y lograr que grandes
masas de población actúen conforme a lo planificado. Por supuesto, están
siempre al servicio de los poderes de turno. Desde la izquierda no planteamos
“manejar” las masas, pero sí trazar líneas para que se den cambios en el
sistema. Eso, en definitiva, es la política revolucionaria: tener proyectos a
futuro en el que las grandes mayorías jueguen el papel protagónico para
transformar el actual estado de explotación e injusticia. Dejando librado todo
al puro voluntarismo, al espontaneísmo popular, no se irá muy lejos: es preciso
tener claro un proyecto. Esa claridad es la que debe aportar la vanguardia.
Ahora bien: es difícil establecer quién juega ese papel. Los partidos de izquierda
tradicionales con su estructura vertical, militar en algunos casos, son
cuestionables. El liderazgo de una sola persona, más allá de su carisma, puede
dar como resultado el nada deseable culto a la personalidad que ya hemos
conocido en más de una ocasión, quitándole real protagonismo a las clases
explotadas. En todo caso hay que pensar en vanguardias con dirección colegiada,
siempre en diálogo permanente con las masas. Los partidos de izquierda
electoral, sin dudas, no pueden erigirse en vanguardia, por cuanto no formulan
ninguna crítica real al sistema.
·
¿Quién es hoy el sujeto de la revolución? Las nuevas
modalidades del capitalismo globalizado presentan nuevos paisajes sociales; el
proletariado industrial urbano, considerado como el núcleo revolucionario por
excelencia para la revolución socialista, está hoy diezmado. O vendido por
sindicatos corruptos cooptados por la clase dominante, o desmovilizado por
contrataciones laborales en absoluta precariedad que lo dejan en situación de
indefensión. En tal sentido, la clase obrera como tal ha retrocedido en su
papel histórico, acorralándosela y anestesiándola (para eso, además, están las
nuevas tecnologías de control: medios de comunicación masivos, nuevas
religiones fundamentalistas, deporte profesional que inunda la vida cotidiana).
Por supuesto sigue siendo la principal creadora de plusvalor a partir de su
trabajo, pero hoy día la arquitectura del sistema, sin cambiar en su sustancia,
ha tenido modificaciones importantes. Numéricamente, incluso, no está en crecimiento;
la desocupación o subocupación -derivados naturales del capitalismo, más aún en
esta fase de hiper robotización y automatización de los procesos productivos,
de deslocalización y de primado del capital financiero-especulativo- han hecho
del proletariado industrial una minoría entre la masa de explotados. Los
explotados/excluidos del sistema, globalmente considerado, crecen: campesinos
sin tierra que en muchos casos marchan a las ciudades, subocupados y
desocupados, poblaciones originarias cada vez más marginadas o excluidas por un
modelo de desarrollo que no las incluye, migrantes del Sur hacia el Norte,
empobrecidos por la crisis estructural, jóvenes sin futuro, constituyen los
sectores más golpeados por el capitalismo. Los obreros industriales, tanto en
el capitalismo central como en el periférico, en ese mar de desesperación
pueden considerarse afortunados, pues tienen salario fijo (eso, hoy día, ya se
presenta como un lujo). Todo ello, por tanto, cambia el panorama social y
político: hoy día el fermento revolucionario se nutre en muy buena medida de
todo ese subproletariado de trabajadores precarizados e informales, de
población “sobrante” en la lógica del sistema. Y además entran en escena con
fuerza creciente otros actores (otros descontentos, diríamos) como las mujeres,
históricamente marginadas y que ahora levantan reivindicaciones específicas,
los pueblos originarios, las juventudes, que pasan a ser igualmente fermentos
de cambio. Por todo ello, el motor de la revolución socialista hoy ya no es
sólo el proletariado industrial: es la masa de trabajadores y golpeados por el
sistema. Los grupos más beligerantes de estas últimas décadas han sido,
justamente, grupos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados urbanos,
“marginales” del sistema, en sentido amplio. Es preciso redefinir con precisión
el actual sujeto revolucionario, pero sin dudas hay ahí otro desafío que debe
asumirse con ética revolucionaria.
·
¿Cuáles deben ser en la actualidad las formas de
lucha? Las que se pueda, simplemente. Insistamos mucho en
esto: ¡no hay manual para hacer la revolución! La Comuna de París, allá por el
lejano 1871, fue una fuente inspiradora, y de allí Marx y Engels tomaron
importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa experiencia que surge la idea de
“dictadura del proletariado”, en tanto gobierno revolucionario de los
trabajadores como constructores de un nuevo orden. Después de los socialismos
realmente existentes y de todas las luchas del pasado siglo se abren
interrogantes para plantearnos esa noble y titánica tarea de hacer parir una
nueva sociedad: ¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta válida no sólo para ver
cómo empezar a construir esa sociedad nueva a partir del día en que se toma la
casa de gobierno sino también para ver cómo llegar a esa toma, punto de
arranque primario. Ya hemos dicho que la tarea de construir la sociedad nueva
es complejísima y necesita de la autocrítica como una herramienta toral. Ahora
bien: la pregunta -quizá más pedestre, más limitada y puntual- es ¿qué hacer
para estar en condiciones de comenzar esa construcción? Dicho en otros
términos: ¿cómo se desaloja a la actual clase dominante y se toma su Estado (el
Estado nunca es de todos, es el mecanismo de dominación de la clase dominante)
para comenzar a construir algo nuevo? ¿Se puede repetir hoy -metafóricamente
hablando- la toma del Palacio de Invierno de la Rusia de 1917? ¿O hay que
pensar en una movilización popular con palos y machetes que, acompañando a su
vanguardia armada, pueda desalojar al gobernante de turno como sucedió en la
Nicaragua de 1979? ¿Constituyen los procesos democráticos -dentro de los
límites infranqueables de las democracias burguesas- de Chile con Allende, o la
actual Revolución Bolivariana en Venezuela, con la figura histórica de Chávez a
la cabeza, modelos de transiciones al socialismo? ¿Cuáles son sus límites? ¿Se
puede apostar hoy por movimientos armados, cuando vemos, por ejemplo, que todas
las guerrillas en Latinoamérica o ya han depuesto las armas, o están próximas a
hacerlo? ¿Se puede revolucionar la sociedad y construir el socialismo con el
“mandar desobedeciendo”, como pretende el movimiento zapatista? ¿Hay que
participar en los marcos de la democracia representativa para ganar espacios
desde allí? Dado que no hay manual para esto, la respuesta debería ser amplia y
ver como válidas todas esas alternativas. “Válidas” no significa ni infalibles
ni seguras; son, en todo caso, pasos a seguir. ¿Hoy es pertinente levantar la
lucha armada? De hecho, existe en algunos puntos del planeta (el movimiento
naxalita en la India, por ejemplo, o una fuerza no desmovilizada en Colombia,
el ELN), pero no está clara su real posibilidad de triunfo, dadas las
tecnologías militares sofisticadas con que el sistema cuenta para defenderse.
En definitiva, golpeado como está hoy el campo popular, desarticulado y sin
propuestas claras, muchos pueden ser los caminos para comenzar a construir
alternativas. Por ejemplo, todas las reivindicaciones de los pueblos
originarios de América, que no son simplemente “reclamos territoriales” sino
articuladas propuestas políticas alternativas al sistema-mundo imperante (con
mayor o menor grado de organización, entre las que puede contarse el zapatismo
en Chiapas o el movimiento mapuche en Chile, por mencionar algunas) pueden ser
puertas a abrir. Queda claro que no hay “una” vía; distintas formas pueden ser
pertinentes. Quizá los movimientos populares amplios, los frentes, la unión de
descontentos y la potenciación de rebeldías comunes pueden ser útiles en un
momento. La presunta pureza doctrinaria de las vanguardias quizá hoy no nos
sirva.
En realidad
estas no pretenden ser conclusiones sino preguntas a desarrollarse. Las mismas
constituyen una invitación a profundizar estos debates, a enriquecerlos y
darles vida. El mundo de ninguna manera puede ser una suma de “triunfadores” y
“desechables”, por lo que esa búsqueda está abierta, invitándonos a
zambullirnos en ella. Cerremos con una frase del poeta Antonio Machado
totalmente oportuna para el caso: “Caminante,
no hay camino. Se hace camino al andar”.
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