Es imprescindible librar una batalla para que los pueblos
de Europa tomen conciencia de que están tan sometidos a la dominación
imperialista como sus contrapartes allende el Atlántico. Si por los
latinoamericanos el imperio manifiesta sin tapujos su desprecio, en su
relacionamiento con Europa prevalece un simulado respeto en lo formal que no
alcanza para ocultar el vasallaje real que imponen sobre todos sus gobiernos
sin excepción.
La desorbitada beligerancia del imperio
Una
pregunta que no dejan de hacerse víctimas y testigos de la creciente
agresividad del imperialismo refiere a la inexistencia, o en todo caso
debilidad, de las fuerzas y actores internacionales que deberían impedir o por
lo menos tratar de limitar los alcances de la intensificación de la ofensiva
lanzada contra Venezuela, Cuba y Nicaragua por parte de la Administración
Trump.1
La
historia de los imperios demuestra sobradamente que en su fase de declinación
éstos se tornan más violentos y sanguinarios, y que sus líderes tienden a ser
más toscos y brutales. No sólo sus líderes, como lo demuestra con claridad
Donald Trump. También su entorno de asesores y consejeros refleja similar
involución, llegando a constituir algo semejante a lo que Harold Laski,
refiriéndose a los dirigentes del fascismo europeo, denominaba “elites de
forajidos”. 2No
hace falta remitirse al profeta Moisés y las Tablas de la Leypara concluir que
torvos personajes como John Bolton, Elliot Abrams, Mike Pompeo, Juan Cruz,
Marco Rubio y la directora de la CIA, Gina Haspel, son una pandilla de hampones
que sólo como producto de la acelerada descomposición moral y política del
imperio trasiegan por las oficinas de la Casa Blanca cuando el sitio apropiado
para sus afanes debería ser una cárcel de máxima seguridad en el desierto de
Nevada. No hay entre ellos un solo estadista o un intelectual capaz de ofrecer
una visión realista y sofisticada de la realidad contemporánea. Ninguno
resistiría diez minutos de debate con Vladimir Putin o Serguéi Lavrov,
eventualmente con Xi Jiping, porque serían intelectualmente destrozados de
manera fulminante.
¿Hampones?
Sí, pero también algo más. En una entrevista relativamente reciente Madelein
Albright sentenció que “un fascista es un matón con ejército”, definición que
calza como anillo al dedo para definir a la actual dirigencia estadounidense.3
Son fascistas que dirigen un ejército de alcance planetario. No sorprende que
el diagnóstico sobre la situación internacional de estos personajes sea de un
espeluznante simplismo, a la Hollywood. Están los buenos y los malos, los
primeros son ellos, los estadounidenses, y los demás, los malos que se
subdividen en dos tipos. Una tropa de cobardes poco dispuestos a pagar por su
defensa (como los europeos, según el círculo áulico de Trump) y un enorme
conglomerado de holgazanes, ladrones, narcotraficantes, asesinos y violadores
que seríamos todos los restantes habitantes del planeta. Este desaforado
maniqueísmo lo expresó de manera rotunda otra eminente mediocridad que ocupó la
Oficina Oval de la Casa Blanca: George W. Bush quien, al lanzar su campaña
“antiterrorista” después del 11-S advirtió a los pueblos del mundo que “quien
no esté con nosotros estará contra nosotros”. Con nosotros, los buenos, o los
malos redimidos; contra nosotros, y ateniéndose a las consecuencias, todos los
demás.
Por
consiguiente, la actual escalada belicista instrumentada mediante la aplicación
de todos los capítulos de la Ley Helms-Burton en contra de Cuba y un torrente
de sanciones económicas en contra de Venezuela, Nicaragua y, allende del
Atlántico, Rusia y Corea del Norte, es expresión de la tambaleante situación
que atraviesa el imperio americano, cuyos más lúcidos analistas y estrategas
coinciden en señalar que los días del apogeo imperial ya quedaron
definitivamente atrás. De ahí que Trump y sus secuaces hayan arrojado por la
borda las sutilezas y los delicados pasos de minué propios del juego
diplomático (ejemplificado al reducir el presupuesto y funciones del
Departamento de Estado y designar a un “hombre de acción” como Mike Pompeo como
su Secretario) y exaltado el papel de la coerción y la violencia como
instrumentos para reconstruir aquel orden mundial con que muchos se
ilusionaron: el “nuevo siglo americano”, infantil espejismo con que se
entretuvieron muchos académicos y analistas tras el derrumbe de la Unión
Soviética pensando que este siglo veintiuno sería el del predominio absoluto e
incontestable de Estados Unidos. Se equivocaron de medio a medio, y a la
inicial frustración derivada del incumplimiento de tan rosados designios siguió
una apuesta tan tenebrosa como temeraria por la violencia.
Una vieja obsesión y la guerra de quinta generación
Sería
injusto decir que todo esto sobreviene, como un rayo en un día sereno, de la
mano de Trump. Tiene orígenes lejanos. Como lo hemos demostrado en nuestro América Latina en la Geopolítica del Imperialismo
4 la
opción guerrerista estaba ya firmemente instalada en los planes de la
Administración Clinton y Madelein Albright fue una de sus más elocuentes
voceras cuando advertía a propios y ajenos que para Washington la opción por el
multilateralismo sería respetada “cuando fuera posible”; en caso contrario “el
unilateralismo seguiría siendo necesario”. Traducción: negociación
diplomática multilateral en el marco de la ONU en la medida que sea posible -y
conveniente- para los intereses de EEUU; si esto no funciona el músculo militar
deberá aplicarse cada vez que sea necesario. No podemos olvidar que fue el
presidente Barack Obama quien en el 2015 abrió las puertas a la violencia desatada
por Trump contra Venezuela cuando emitió una infame orden ejecutiva declarando
que la situación del país sudamericano obligaba a la Casa Blanca a declarar una
“emergencia nacional” por la “amenaza inusual y extraordinaria” que la patria
de Bolívar y Chávez representaba para la seguridad nacional y la política
exterior de Estados Unidos.5
El
razonamiento anterior permite comprender las razones por las que ante el
evidente fracaso diplomático de EEUU para lograr un consenso a favor de su
criminal bloqueo a Cuba –repudiado masivamente año tras año en la votación de
la Asamblea General de las Naciones Unidas- o de hacer que la “comunidad
internacional” se encuadre tras las directivas golpistas de Washington para
designar a un fantoche impresentable como “presidente encargado” de Venezuela
la respuesta del gobierno estadounidense haya sido recurrir a las nuevas armas
de la guerra, esas que constituyen lo que algunos analistas denominan como
“guerra de quinta generación.” Ya de poco o nada sirven los tratados de control
de armas de la época de la Guerra Fría porque hoy las guerras se libran cada
vez con mayor frecuencia con artefactos distintos de los convencionales:
ataques informáticos, pulsos electromagnéticos teledirigidos, propaganda,
terrorismo mediático, sanciones económicas, presiones diplomáticas,
nanotecnología y robótica aplicadas al campo militar. No es que las armas tradicionales
hayan caído en desuso sino que las tareas de “ablande” de la resistencia ante
el agresor imperialista, que antaño realizaban los bombardeos y los ataques
convencionales con helicópteros artillados o misiles lanzados desde navíos de
guerra, hoy esas tareas se llevan a cabo apelando a una propaganda que sataniza
al enemigo, promueve el caos y la desintegración social a la vez que lanza
formidables agresiones económicas (bloqueos comerciales, confiscaciones de
activos, amenazas a proveedores de insumos básicos o compradores de lo
producido por una economía, etcétera)y ataques informáticos a centros
neurálgicos de un país -una usina hidroeléctrica, por ejemplo- como lo
demuestra el caso de Venezuela en estos días. Nuevas armas para un nuevo tipo
de guerra que sin disparar un solo tiro pueden ocasionar inmensos daños a la
infraestructura de un país al privarlo de energía eléctrica -y, por ende, de
iluminación, agua, gasolina, transporte, internet, etcétera -y causar enormes
sufrimientos a su población. En el caso del país bolivariano la apuesta del
imperio es que ante tamañas penurias y sufrimientos se produzca un incontenible
levantamiento popular que ponga fin a la revolución bolivariana y al gobierno
de Nicolás Maduro. Fracasaron, y seguirán fracasando porque subestiman la
capacidad de resistencia de venezolanas y venezolanos; y porque los ataques de
Estados Unidos han consolidado aún más la vocación antiimperialista del pueblo
venezolano al paso que la oposición –por su cipayismo, su falta de patriotismo,
su desprecio por la historia nacional y por la autodeterminación popular- ha
quedado reducida a casi nada. Carente por completo de capacidad de liderazgo.
Guaidó se desdibuja como una figura fantasmal en acelerado proceso de
evaporación, sostenido a duras penas por la canalla mediática y los gobiernos
tributarios de la Casa Blanca que se desviven por satisfacer las órdenes del
nuevo Calígula, el más monstruoso de los emperadores romanos según el
historiador Suetonio.6
La
agresión económica, hoy perfeccionada como un puntal del nuevo tipo de guerra,
ya fue ensayada sin éxito con Cuba desde hace más de sesenta años. En un
memorando elocuentemente titulado (con una enorme dosis de wishful thinking) “La declinación y
caída de Castro”, fechado el 6 de Abril de 1960 y dirigido al Secretario de
Estado Adjunto para Asuntos Interamericanos, Roy R. Rubottom Jr.se reconocía
que la mayoría de los cubanos apoyaban al gobierno revolucionario y que, como
hoy en Venezuela, no existía oposición efectiva, ante lo cual lo se concluía
que el “único medio previsible para alienar el apoyo interno a Castro era el
desencanto y la desafección basados en la insatisfacción y las penurias
económicas.” Era responsabilidad de Washington, por lo tanto, desatar toda
clase de iniciativas tendientes a producir, precisamente, los sufrimientos y
privaciones que encenderían la chispa de la rebelión.7
La
incentivación de este tipo de conducta es lo que, con las renovadas presiones
económicas y financieras, está en los planes actuales de Washington en relación
no sólo a Venezuela sino también Cuba y Nicaragua. Al principio de esta nota
nos preguntábamos por la ausencia, o a la menos notoria debilidad, de fuerzas
compensatorias en el marco internacional que pudieran atenuar, cuando no
neutralizar, los letales efectos de la brutal contraofensiva norteamericana
encaminada a recuperar el control absoluto de Nuestra América. Es indiscutible
que en el emergente mundo policéntrico o multipolar estas fuerzas
compensatorias existen y, hasta ahora, han tenido una cierta eficacia en
impedir que Estados Unidos apelara, como lo hiciera rutinariamente a lo largo
de todo el siglo veinte, a la “opción militar”, que al decir de los personeros
de Washington “está siempre sobre la mesa.” Basta con recordar lo ocurrido en Santo
Domingo en 1965, Granada en 1983 y Panamá en 1989 para constatar lo mucho que
ha cambiado el mundo y la declinante capacidad de Estados Unidos para apelar
unilateralmente a la intervención militar para deshacerse de gobiernos
desobedientes. Hoy es muy poco probable que lo vuelva a intentar, y esto es de
por sí una gran noticia. Claro que si esa alternativa parece descartada se debe
menos a los escrúpulos morales de la dirigencia norteamericana que a los
límites que impone una correlación internacional de fuerzas en donde países
como Rusia y China se han manifestado, de modo rotundo, en contra de la misma
con declaraciones de una inusual dureza. Pero la neutralización de una guerra
económica, o de una pertinaz propaganda satanizadora de gobiernos revolucionarios,
o del terrorismo mediático para ni hablar de los ataques informáticos es algo
mucho más difícil de concretar.
Europa y el imperialismo norteamericano
Lo
anterior obedece, en buena medida, a la lamentable deserción de los gobiernos
europeos de sus responsabilidades en el mantenimiento del orden y la legalidad
internacionales. Un efectivo contrapeso a las sanciones económicas
arbitrariamente impuestas por Washington a los países que, en su parecer,
representan una amenaza a la paz mundial o a la seguridad nacional de Estados
Unidos sólo puede ser interpuesto por gobiernos que cuenten con una cierta
gravitación internacional. No es algo que esté al alcance de la enorme mayoría
de los países de la periferia mundial del capitalismo, carentes de los recursos
económicos, intelectuales y tecnológicos para neutralizar los dispositivos de
la guerra de quinta generación que ha lanzado Estados Unidos. Pero sí es algo
que las viejas potencias coloniales pueden hacer y desgraciadamente no hacen.
Países como Francia, Italia, Reino Unido, Alemania, España, Portugal, Holanda y
Bélgica, amén de algunos otros, podrían rechazar de plano la antidemocrática e
ilegal “extraterritorialidad” de las leyes dictadas por el Congreso de Estados
Unidos, y sin embargo no lo hacen. Al contrario, aceptan sin chistar este
humillante avasallamiento de la soberanía nacional. Las leyes de los países
europeos carecen de aplicación en Estados Unidos, pero las de éste se imponen,
como corresponde a un imperio, en casi todo el mundo. Un ejemplo extremo, pero
no por ello único, es lo ocurrido con el principal banco de Francia, el BNP
Paribas que en Junio de 2014 fue condenado a pagar una multa de 8.834 millones
de dólares (unos 6.450 millones de euros) por desobedecer las sanciones
económicas impuestas contra Sudán, Irán y Cuba. No sólo
eso: por órdenes del Departamento del Tesoro de EEUU el BNP Paribas tuvo
también que despedir a 13 funcionarios involucrados en esas operaciones y al
jefe de operaciones internacionales del banco. Y ante tamaño atropello las
autoridades francesas no tuvieron las agallas para rechazar de plano la
insolente injerencia estadounidense en su propio país limitándose a refunfuñar
que aquella decisión “no era razonable” (el canciller Laurent Fabius dixit); o que le parecía
“desproporcionada” (el presidente François Hollande) mientras el General
Charles de Gaulle se revolvía asqueado en su tumba. 8
Lo
antes dicho confirma que la apuesta de la Casa Blanca para construir un imperio
mundial encuentra en la casi totalidad de los gobiernos europeos vasallos
dispuestos a convalidar dicha pretensión, convencidos, en su estúpida
ingenuidad, que en algún momento podrán recoger las migajas de esa aventura y
ser copartícipes en un ilusorio “condominio imperial”. La realidad es muy diferente
y lo que queda en evidencia es que esos países se encuentran sometidos a una
relación de subordinación tan asfixiante como la que caracteriza a las naciones
de América Latina y el Caribe.
Tres dimensiones de la autonomía nacional-estatal
Tres dimensiones de la autonomía nacional-estatal
¿Europa
sometida, al igual que Latinoamérica, a la dominación imperialista? Algunos
podrán fruncir el ceño ante semejante afirmación. Pero si examinamos
detalladamente el asunto veremos que no hay exageración alguna. Un examen
sobrio de la relación entre el imperialismo norteamericano y los países
europeos revela que éstos se encuentran sometidos a aquél con lazos tan
asfixiantes como los que encontramos en Latinoamérica. En las tres dimensiones
críticas de la actividad gubernamental: la gestión de la economía, la defensa y
la política exterior la sumisión de los países de la Unión Europea a las
directivas emanadas de la Casa Blanca es inocultable. En efecto, basta con
recordar que ningún presupuesto de los países que pertenecen a la UE puede ser
sometido al parlamento sin contar primero con el visto bueno del Banco Central
Europeo. La firma de su presidente -Mario Draghi, italiano, ex director
ejecutivo nada menos que de Goldman Sachs en Europa y del Banco Mundial- es la
que establece cuánto se puede gastar, cómo y de qué modos financiar el gasto
público. A los devaluados “representantes del pueblo”, democráticamente
electos, les resta la ingrata tarea de adecuar sus promesas electorales a las
duras realidades impuestas por el capital financiero global a través del BCE.
Va de suyo que éste funciona en línea con el FMI y desempeña, en el ámbito
europeo, las mismas funciones que la institución basada en Washington realiza
en Latinoamérica. A lo anterior hay que agregar otro dato muy significativo: la
mayoría de los países de la Unión Europea pertenecen también a la Zona Euro lo
cual, en la práctica significa que sus gobiernos no disponen de un instrumento
fundamental de gobernanza macroeconómica: la política monetaria, que permite a
un país establecer un tipo de cambio, administrar la tasa de interés y devaluar
o sobrevaluar su moneda en función de las cambiantes realidades de los mercados
mundiales y del comercio internacional. La dictadura del Euro responde en
realidad a las necesidades de la economía alemana (y en muchísimo menor medida
a las economías más débiles de Europa), estando aquella íntimamente articulada
con el capital financiero internacional que encuentra su expresión
institucional en el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional y
el Banco Mundial y su expresión informal, pero de enorme gravitación, en Wall
Street y en menor medida en la City londinense. Por consiguiente, la autonomía
nacional en una materia tan sensitiva como la política monetaria es igual a
cero en los países integrados a la Zona Euro, lo que refuerza su subordinación
y su dependencia de los Estados Unidos. 9
Tomando en cuenta todas estas consideraciones la soberanía popular definitoria
de la democracia en temas como el presupuesto -la “ley de leyes”, como suele
decirse- queda al igual que en los países del Sur global reducida a un mero
simulacro. La infortunada experiencia de Grecia en donde la voluntad popular
expresada en las urnas fue desestimada por la troika que maneja la economía de
la UE -el BCE, la Comisión Europea y Alemania a través de la Canciller Ángela
Merkel- es un triste recordatorio de la subordinación de la democracia a los
imperativos del capital financiero y los mercados.
¿Qué
decir de las políticas de defensa? Si en materia económica la dictadura del BCE
es humillante no lo es menos a la hora de hablar de la defensa “nacional”. Esta
sólo existe en los papeles y en las encendidas declaraciones oficiales porque
esta política -la que establece una hipótesis de conflicto, define quién es el
enemigo y como defenderse de él o la forma de atacarlo- la decide la OTAN y no
los gobiernos europeos. Sus ministerios de defensa son museos en donde se exhiben
uniformes militares y armas del pasado pero sin que allí se tome decisión
alguna acerca de cómo defender la soberanía nacional y la integridad
territorial. No sorprende, porque hace ya bastante tiempo que los gobernantes
europeos han arrojado por la borda cualquier pretensión de sostener la una y la
otra, consideradas como molestas antiguallas en la era de la globalización en
donde, según se dice, los estados nacionales son reliquias reducidas a una vida
apenas espectral.
Y
el nervio y el corazón de la OTAN, tal como lo reafirman continuamente los
expertos, no es otro que el Pentágono. 10
De ahí se deduce que los enemigos de los europeos no pueden ser otros que los
rivales de Estados Unidos. Esto no es una novedad de los últimos años sino una
realidad con una historia de casi tres cuartos de siglo que se desprende de la
Segunda Guerra Mundial, el orden bipolar instaurado a partir de su finalización
y el desarrollo de la alianza atlántica anti-soviética cristalizada en el Plan
Marshall y la creación de la OTAN. Y las guerras que se libren tendrán lugar,
apropiadamente, en territorio europeo (recordar la ex Yugoslavia) o en sus cercanías
(Cercano Oriente), y serán los europeos quienes tendrán que recibir a los
millones de refugiados, como ha venido ocurriendo luego de los ataques a Siria,
a Afganistán, a Libia, a Irak, mientras que ninguno de ellos se arriesgaría a
atravesar en una patera o un bote de goma el Atlántico Norte para llegar a la
Ellis Island y ser recibidos por la Estatua de la Libertad. Influjo
descontrolado de refugiados que, sabemos, suele alimentar las reacciones más
racistas y xenofóbicas en amplios sectores de la población y proyectar a primer
plano a fuerzas de la derecha radical antaño reducidas a expresiones marginales
en la vida política europea. En suma: en este terreno la subordinación de los
países europeos a las prioridades militares y de defensa de Washington no sólo
no es menor que la que tienen los países latinoamericanos (con algunas
conocidas excepciones) sino mucho mayor, dado que Europa y la cuenca del
Mediterráneo son el escenario principal de la confrontación geopolítica global.
Los enemigos de Estados Unidos se convierten, automáticamente y en contra del
interés nacional y de seguridad de los europeos, en los enemigos de Europa.
Tercero,
la política exterior. Un país independiente debe definirla en función de sus
intereses nacionales. El imperio es muy claro en este tema: John Quincy Adams,
el sexto presidente de Estados Unidos sentenció que “Estados Unidos no tiene
amistades permanentes sino intereses permanentes.” Y éstos no pueden ser otros
que consolidar y expandir hasta donde sea posible los confines del imperio,
batallar en contra de sus adversarios y enemigos y unificar la tropa de sus
amigos y aliados. Pero como los gobiernos europeos han abdicado de toda
pretensión de afianzar su autodeterminación y dado que desde la época de la
Guerra Fría y el Plan Marshall optaron por asumir como propios los dictados de
la política exterior de Estados Unidos en su competencia con la Unión Soviética
y como, luego de desintegrada ésta, se entregaron a la estrategia de Washington
que definió a Rusia como el rival a vencer (¡y posteriormente a China!) las
capitales europeas se plegaron a las posturas más reaccionarias de la Casa
Blanca en América Latina y el Caribe. Acompañaron durante más de medio siglo el
criminal bloqueo contra Cuba. Más recientemente, fueron cómplices de la
bufonesca maniobra de Juan Guaidó en Venezuela, estruendosamente fracasada.
Esto demuestra como gobiernos de países que en su época de esplendor (que
ciertamente no es la actual) dieron origen a algunas de las doctrinas y teorías
que ensalzaban el estado de derecho, la legalidad internacional y el respeto a
la autodeterminación de las naciones cayeron en la más abyecta sumisión al
reconocer al autoproclamado “presidente encargado” de Venezuela ungido como tal
por el mandamás de la Casa Blanca. Pocas veces la historia vio un espectáculo
tan bochornoso como ese, cuyas consecuencias no serán fácilmente olvidadas. Por
consiguiente, los gobiernos europeos renunciaron a elaborar una política
exterior propia para una región que es un imperio formidable de bienes comunes
y recursos naturales de todo tipo, desde agua a biodiversidad; desde petróleo a
gas y energía hidroeléctrica; desde alimentos a minerales estratégicos, y
asumen como propia la política exterior de saqueo y pillaje que los gobernantes
estadounidenses tienen reservada desde los tiempos de la Doctrina Monroe (1823)
para Nuestra América.
Resumiendo:
al abstenerse de elaborar una política exterior independiente de Washington –no
sólo en relación a América Latina y el Caribe sino en general, en referencia al
conjunto de países que conforman la comunidad internacional- los gobiernos
europeos actúan en desmedro de sus propios intereses. Si durante el apogeo del
poderío soviético y con una Europa absorbida por las tareas de su
reconstrucción de posguerra aquella era una opción inescapable, en la situación
actual signada por el debilitamiento de la hegemonía estadounidense y la
reconfiguración del tablero geopolítico mundial este curso de acción conduce a
los pueblos de Europa hacia un peligroso atolladero. Entre otras cosas, aparte
del riesgo de un enfrentamiento bélico en las puertas –cuando no al interior
mismo- de Europa porque la aplicación integral de la Ley Helms-Burton
perjudicará a Cuba y otro tanto a Venezuela y Nicaragua pero también afectará a
numerosas empresas europeas –sólo en Cuba más de 200- que verán menoscabados,
cuando no arruinados, sus negocios en estos países. Sordas protestas se dejan
oír en varias capitales europeas y mismo la alta representante de la UE para
Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini alertó -en un
comunicado conjunto también firmado por la comisaria de Comercio de la UE,
Cecilia Malmström- a la Casa Blanca que su organización acudiría a la
Organización Mundial del Comercio (OMC) para impugnar la decisión de aplicar
con todo rigor la ley Helms-Burton y en especial su título III. Para Trump y
sus hampones la intensificación de los padecimientos económicos de la población
cubana, recomendada en el memorándum de 1960 que citáramos más arriba, es un
arma de la guerra de quinta generación que no sólo afectará a la Isla rebelde
sino también a los países europeos, que Washington los prefiere debilitados
para que corran en busca de la protección que pudiera ofrecerle con sus armas
convencionales. Claro que una política de este tipo podría, bajo ciertas
condiciones, provocar un cambio en la conciencia de las dirigencias europeas y
convencerlas que tienen poco o nada que ganar siendo furgón de cola de un
imperio en decadencia y mucho que ganar estableciendo relaciones de respeto
mutuo y cooperación con los dos grandes rivales de Estados Unidos, que no son
sus rivales sino posibles socios de un proyecto que beneficie a todos por
igual. Difícil, porque significa nada menos que revertir los férreos lazos forjados
con Estados Unidos en la segunda posguerra. Pero no sería la primera vez en la
historia europea en donde alianzas aparentemente inconmovibles son puestas en
cuestión o viejos antagonismos dan nacimiento a nuevos acuerdos y coaliciones.
El antiimperialismo y las tareas del momento actual
De
lo anterior se desprenden tres tareas urgentes. Primero, lograr un
pronunciamiento a escala europea de los movimientos sociales, fuerzas políticos
y de ser posible de los gobiernos y organismos regionales europeos en contra de
la pretensión de Washington de profundizar la agresión económica en contra de
Cuba, Venezuela y Nicaragua. En este sentido la reciente creación del Frente
Antiimperialista Internacionalista en el Estado Español es un alentador paso
hacia adelante. Deberá también denunciarse el descarado intervencionismo de
Estados Unidos en los asuntos internos de terceros países, ninguno de los
cuales es una provincia de Estados Unidos, como lo manifestara en un duro
comunicado la cancillería rusa. Y subrayar, además, que la aplicación del
Título III de la Ley Helms-Burton no sólo afectaría a los países
latinoamericanos sino que haría lo propio con los europeos.
Segundo,
concientizar a las poblaciones europeas de que ellas también están sometidas a
los rigores de la dominación imperialista, que ésta no sólo se ejerce sobre los
países de la periferia, y que, por esa causa, si en su locura Washington
decidiera escalar su confrontación con Rusia y China y lanzar un ataque militar
contra esas potencias las réplicas que éstas dispongan afectarían gravemente a
los países europeos, sedes de innumerables bases militares estadounidenses que
se convertirían en blancos inmediatos de la represalia afectando no sólo las
instalaciones del Pentágono sino también a las poblaciones aledañas. No existe
conciencia de este peligro en Europa, y es urgente e impostergable que este
tema sea objeto de un muy informado debate.
Será
preciso, además, acometer una tercera tarea porque no basta con la
concientización: habrá que movilizar y organizar a las masas populares europeas
para poner fin de su sumisión al dominio imperialista. El antiimperialismo es
una lucha tan decisiva en Latinoamérica como lo es en Europa y la coordinación
internacional de estas luchas es un imperativo categórico de la hora actual.
Esto requiere exigir la disolución de OTAN –creada para “contener” a un
enemigo, la Unión Soviética, que desapareció hace casi treinta años- y, tras
cartón, clausurar las bases militares que Estados Unidos tiene en Europa que solo
servirán para atraer la represalia de los países agredidos por el imperio. No
es un dato menor para demostrar el sometimiento el imperialismo de los
gobiernos europeos recordar el elevado número de bases militares
estadounidenses asentadas en Europa, superior en cantidad y calidad a las
estacionadas en Latinoamérica y el Caribe. En todos los casos poniendo en
gravísimo riesgo a las poblaciones civiles que rodean a las bases, algo que, va
de suyo, no despierta la menor preocupación a los estrategas del Pentágono
curtidos en centenares de operaciones en donde los “daños colaterales” son
cosas de todos los días.
A
modo de conclusión: es imprescindible librar una batalla para que los pueblos
de Europa tomen conciencia de que están tan sometidos a la dominación
imperialista como sus contrapartes allende el Atlántico. Si por los
latinoamericanos el imperio manifiesta sin tapujos su desprecio, en su
relacionamiento con Europa prevalece un simulado respeto en lo formal que no
alcanza para ocultar el vasallaje real que imponen sobre todos sus gobiernos
sin excepción. Será necesario crear las condiciones para que los pueblos de
Europa puedan romper el pesado velo de la ignorancia, producto de su errónea
creencia en la amistad y la admiración que supuestamente les prodiga la clase
dominante de Estados Unidos. Falsa conciencia cultivada con esmero por la
ideología dominante y sus vehículos de divulgación y que impide que caigan en
la cuenta que los principales problemas que hoy afectan a Europa: el
crecimiento de la derecha radical; la xenofobia; la ruptura de la integración
social; la hegemonía del capital financiero y sus efectos recesivos: el paro,
la precarización laboral y la concentración de la riqueza; el incontenible
flujo de refugiados por las guerras en Cercano Oriente o emigrados por la
crisis económica en África así como el vaciamiento de los procesos democráticos
tienen su origen en el imperialismo y las políticas que impone gracias al
colaboracionismo de las decadentes burguesías europeas y sus representantes
políticos. Concientizarlos también que los pueblos de Europa están en peligro
porque si llegara a producirse una escalada en la rivalidad entre Washington
con Moscú y Beijing Europa se convertiría ipso
facto en el principal teatro de operaciones bélicas y los europeos
en rehenes de ambas partes en conflicto, con las catastróficas consecuencias
que es fácil de imaginar. A lo anterior hay que añadir la reaparición del
terrorismo yihadista como respuesta a la abominable islamofobia del imperio y
sus criminales políticas en Cercano Oriente. Batalla de ideas, por supuesto,
pero combate organizacional también, porque la correlación de fuerzas existente
no se podrá cambiar apelando tan sólo a discursos y argumentos teóricos. Si los
pueblos no se organizan y ganan la calle el imperio seguirá perpetrando sus
tropelías. Como lo está haciendo ahora en Venezuela, Cuba y Nicaragua y más
pronto que tarde también, de nueva cuenta, volverá a hacerlo en Europa. Sólo
una eficaz resistencia popular antiimperialista, articulada internacionalmente,
podrá erigir límites infranqueables a su criminal accionar.
*Programa
Latinoamericano de Educación a Distancia, Centro Cultural de la Cooperación
Floreal Gorini. Director del Ciclo de Complementación Curricular de la Licenciatura
en Historia del Departamento de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional
de Avellaneda. Investigador del IEALC, Instituto de Estudios de América Latina
y el Caribe, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
Notas
1 Quiero agradecer los comentarios y sugerencias
formulados a una versión preliminar de este trabajo por Ángeles Diez Rodríguez
y Txema Sánchez. Quedan eximidos de toda responsabilidad por los yerros o
deficiencias que puedan subsistir en el presente escrito, producto exclusivo
del empecinamiento de su autor.
2 Harold Laski, Reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo
(Buenos Aires: Editorial Abril, 1945), pp. 117 y ss.
8 Sobre este tema: https://plazafinanciera.com/mercados/empresa/mayor-sancion-banco-historia-eeuu-bnp-paribas/
y también https://elpais.com/economia/2014/06/30/actualidad/1404118266_164607.html
9 Pertenecen a la zona Euro: Alemania,
Austria, Bélgica, Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, España,
Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Irlanda, Italia,
Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Países Bajos y
Portugal. Por fuera de dicha zona se encuentran Bulgaria, Croacia, Dinamarca,
Hungría, Polonia, Reino Unido, República Checa, Rumania y Suecia.
10 Sobre esto ver Mahdi Darius Nazemroaya, OTAN. La globalización del terror
(Prefacio de Miguel d’Escoto y Prólogo de Atilio A. Boron) Managua: PAVSA,
2015.
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