Por
fin, después de tanta espera, Venezuela puede celebrar que se va de la OEA.
Digo tanta porque, en las circunstancias actuales de asedio y confrontación
diaria a la que la tienen sometida, cada día en la OEA se torna una tortura
para el país.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
La
OEA ha cumplido, siempre, un papel del que, en algún momento de nuestra
historia, deberemos avergonzarnos. No ha llegado el momento, todo lo contrario:
lo que priva en nuestro continente hoy es una cohorte que emula los exabruptos
de su modelo supremo, un tal Donald Trump, que parece competir por el premio a
la mayor salida de tono.
Ya en
los años sesenta, Cuba supo definir temprana y certeramente al organismo cuando
fue expulsado de su seno: ministerio de colonias; y cuando en el continente
privaron las posiciones dignas y latinoamericanistas, que obligaron al
organismo a abrir las puertas de su retorno, se dio el gusto de dar un portazo
y volverle la espalda. Como corresponde.
Todo
proceso latinoamericano que abogue por afirmar la soberanía de los pueblos
tendrá a la OEA siguiéndole los pasos, como fiel acompañante de la política
norteamericana. En este momento, son Cuba, Nicaragua y Venezuela las que se
encuentran en su mira, pero, óigase bien, no pasará mucho tiempo antes que
México empiece a ser cuestionado, y ya le caerán encima a Bolivia con cualquier
excusa.
No se
trata, por lo tanto, de una situación coyuntural vinculada con Venezuela, pero
pocas veces como ahora la OEA ha sido tan desembozada y descaradamente
instrumento de la política norteamericana. En esto, un papel central lo juega
su actual secretario general, Luis Almagro, el mismo que, como el presidente
del Ecuador, Lenín Moreno, supo camuflarse bajo posiciones progresistas cuando
los vientos soplaban en esa dirección.
Almagro
se comporta, sin rubor alguno, como un verdadero agente de los intereses
norteamericanos. Compite, incluso, con Mike Pompeo, Mike Pence, John Bolton y
Marco Rubio en la retahíla continúa y sin descanso de insultos, mentiras y
amenazas que, acorde con la ahora desembozadamente rediviva Doctrina Monroe,
lanzan cotidianamente.
La
OEA es, por lo tanto, un lugar inhóspito que hay que evitar, y del que, si se está, hay que irse. Huele mal,
hay demasiados carcamanes y, para colmos, hay que ir a los Estados Unidos para
participar de sus reuniones.
Por
eso, para Venezuela, la espera para que, al fin, pudiera irse, se ha tornado
infinita. Ya tiene la OEA, sin embargo, el reemplazo de Venezuela que se
merece: el representante espurio de un autoproclamado presidente venezolano
cada vez más marginal, que no tardará mucho en ser dejado de lado, como dejada
de lado ha sido la larga lista de temporales líderes opositores que, así como
son encumbrados, desaparecen.
Venezuela
está en otra sintonía, en ella se está jugando mucho del destino mundial del
futuro. En ella se expresa, concentradamente, la contradicción entre el imperio
en retirada belicosa, y las nuevas fuerzas emergentes en el mundo. Si los
Estados Unidos no estuvieran permanentemente gobernados por políticos tan
prepotentes y miopes, seguramente habría podido manejar de forma distinta su
relación con Venezuela. La forma como lo ha hecho, que lo ha llevado al
callejón del todo o nada, anuncia que su imperio seguramente será el más corto
de las historias imperiales modernas.
Y en
el medio, la OEA. Qué bueno que te vas de ahí, Venezuela. No vuelvas nunca.
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