Este martes 22 de junio nos dejó Horacio González, víctima de un virus intrahospitalario luego de superar el coronavirus. Su muerte deja un inmenso vacío en el pensamiento nacional.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Apasionado como toda la generación de jóvenes que vivimos la larga espera del General exiliado en la España franquista, como si ese deseado regreso fuera a solucionar las infinitas expectativas coaguladas esos dieciocho largos años. El magma de tantos años de persecuciones y proscripción exaltaron los ánimos como nunca, la reacción del viejo líder ante la muerte del metalúrgico José Ignacio Rucci partió las aguas definitivamente en la convulsionada sociedad de entonces.
El flamante sociólogo Horacio González se alejó de la izquierda, criticando la militarización que comenzaban a tener las organizaciones, pero no pudo escapar a la suerte de miles que tuvieron que buscar refugio en el exterior. La ciudad de San Pablo lo acogió y le permitió continuar con sus estudios, doctorarse y ser profesor universitario.
No lo conocí personalmente. Tal vez nos habremos cruzado en la enorme urbe paulista cuando cursaba un posgrado y él llevaba años peleando la nostalgia. Es posible que hayamos estado en la cola del Consulado argentino de allí cuando nos convocaron las urnas, luego que los militares abandonaron desesperados el barco en los agitados meses de 1983. Es posible también que hayamos estado sentados a la mesa del mismo café en Buenos Aires, cuando viajaba por trabajo cada mes la Capital.
Nos separan pocos años y nos unen las mismas discusiones ideológicas generacionales. Hecho que abona la desolación en que nos sume su muerte, aunque debo confesar que me costaba entender sus brillantes análisis que pude leer, situación compartida por muchos lectores.
Su ilusionado regreso al país finalizada la dictadura y su encuentro con Liliana Herrero, la cantante folclórica que lo acompañó desde entonces, lo metieron de lleno nuevamente en sus múltiples actividades anteriores. Hombre comprometido hasta los huesos, siempre rodeado por compañeros de lucha, volvió a la Universidad y a exponer sus críticas en la revista Unidos que dirigía Carlos Chacho Álvarez, un espacio de discusión del pensamiento nacional que no adhería al peronismo renovador ni al alfonsinismo triunfante. Conscientes de lo sucedido en la década del setenta, con la experiencia de la posterior diáspora y con la nostalgia reverdecida por pisar las calles argentinas nuevamente, intentaron discurrir en el disenso propio de una sociedad ilusionada que no quería repetir los errores del pasado.
La abrumadora hiperinflación de fines de los ochenta, el desgaste del liderazgo de Alfonsín que anticipó la llegada de Menem al gobierno y la caída del muro de Berlín que mostraban un escenario de un capitalismo hegemónico, no dejó de alimentar suspicacias en todos aquellos militantes desconcertados por el triunfo del riojano. Tal vez fueron los primeros en advertir la traición histórica al pueblo peronista. Hecho que puso en movimiento a Chacho Álvarez a convocar un frente opositor para las elecciones de 1995, cuando se ya había producido el Pacto de Olivos entre Menem y Alfonsín y reformado la Constitución el año anterior.
El agotamiento de la convertibilidad, el fracaso de la Alianza, la crisis terminal de 2001, seguramente lo llevaron a ilusionarse con el santacruceño Néstor Kirchner, quien reconoció que debía estar en la biblioteca creada por Mariano Moreno dos siglos antes, reconocida después como nacional. Allí tendría una actuación destacada por más de una década.
Fue uno de los intelectuales que firmaron el espacio Carta Abierta en 2008 en apoyo al gobierno democrático de Cristina Fernández, cuando estalló el conflicto del campo que involucraba la reacción a las retenciones a las exportaciones por los tradicionales sectores agropecuarios. No estaban equivocados, el fortalecimiento de aquellos grupos tras el voto “no positivo” del vicepresidente Cobos, conformó la alianza política que gobernaría a partir de 2015.
En 2011, discrepó con las autoridades por haber elegido a Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura 2010, para que realizara la apertura de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. González mandó una carta al presidente de la Cámara Argentina del Libro rebelando su desacuerdo. Por pedido de la presidenta Cristina Fernández tuvo que retractarse. Sin embargo siguieron polemizando a través de artículos de los diarios en que escribían sus columnas: Página 12 de Argentina y El país de España donde reside el escritor peruano.
Seguramente estalló cabreado con las extremas ideas políticas liberales del autor de Julia y el escribidor, cuestión compartida que me hizo increparlo años antes cuando visitó El auditorio del diario Los Andes de Mendoza. Me indignó que usara su fama literaria para declamar sus loas al capitalismo en cada entrevista que le hacían.
Autor de La lengua del ultraje. De la generación del 37 a David Viñas e infinidad de artículos y libros que manifestaban su pasión por la historia, la política y la cultura nacional, su paso por la biblioteca le dio la oportunidad de desarrollar diversos proyectos en varias ramas del arte.
Descontamos el tonto consuelo de decir que nos quedan sus obras, falta su tremenda humanidad, esa que condensaba sabiduría e inmensa humildad y lo confundía con cualquier persona de barrio. Esa cualidad entrañable que lo hacía querible, alguien de consulta permanente.
El moderno edificio de estilo arquitectura brutalista de la biblioteca en la que estuvo tantos años, construido por el célebre arquitecto Clorindo Testa, sirvió para convocar a autoridades, familiares y amigos a darle la despedida.
¡Hasta siempre querido Horacio!
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