La privatización de recursos creados por el Estado es la forma más fácil e ineficiente para que los “privatizadores” tengan la oportunidad de empezar a contar con enormes rentas, sin haber corrido ningún riesgo previo ni propio.
Juan J. Paz-y-Miño Cepeda / www.historiaypresente.com
Sin embargo, el pensamiento ampliado de Mazzucato está en su libro El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado (2019). Allí destaca que el sector privado, los empresarios, han creído siempre que son ellos los innovadores y quienes asumen riesgos, en tanto han despreciado al Estado, donde solo encuentran burocracia, deficiente administración y rutina. El mito de la empresa privada eficiente e inversionista ha perdurado largamente, exigiendo que el Estado solo cumpla actividades de complemento y apoyo a quienes verdaderamente generan la riqueza, que son los empresarios.
Pero, sobre la base de una amplia y profunda investigación que se apoya en la historia contemporánea, Mazzucato demuestra, contrariando el criterio dominante, que los Estados han sido inversionistas, innovadores, emprendedor, promotores de empresas, agentes del desarrollo. Lo comprueba utilizando la referencia a tres sectores: tecnología de la información, industria farmacéutica y energías renovables. Empresas como Google o Apple (y su iPhone) emplearon tecnología desarrollada por el Estado norteamericano. También fueron Estados los que desarrollaron la farmacéutica de principios activos e innovadores, que la industria privada recogió para desarrollar variantes. Igual ha ocurrido en los campos de la energía verde, eólica y solar, con enorme éxito estatal en Alemania y China. De manera que, sin negar los aportes de la empresa privada, es necesario cambiar el enfoque sobre el Estado para decidirse a convertirlo eficazmente en un emprendedor y generador de riqueza. Y, sobre esa base, hay que reconocer que la renta generada socialmente con la intervención del Estado y su rol innovador, está desequilibrada, pues solo favorece a las empresas.
En América Latina hay una larga historia de modernización y desarrollo a partir del Estado, de modo que el mito de la eficiencia empresarial privada en la región es aún más sostenido y fuerte. Las comunicaciones, puertos, muelles, carreteras, puentes, escuelas y colegios, centros de salud, caridad o asistencia pública, edificios administrativos o cuarteles del siglo XIX normalmente son obras de gobiernos emprendedores e inversores. Los ferrocarriles, cuando no tuvieron el aporte de inversionistas extranjeros, fueron instalados por el Estado. Hasta bien entrado el siglo XX, las haciendas y plantaciones, en manos de la clase terrateniente, eran rutinarias, tradicionales, “pre-capitalistas”. Este siglo avanzó y modernizó las economías gracias a la electrificación, las comunicaciones telefónicas, la diversidad de infraestructuras nacionales, centrales eléctricas e hidroeléctricas, aeropuertos, refinerías, silos, hospitales, centros de atención a todo tipo de personas, oficinas públicas, etc., que provinieron de las inversiones estatales, porque las burguesías incipientes carecían de recursos suficientes y, sobre todo, del espíritu emprendedor que desde el siglo XIX caracterizaba a las de los países capitalistas centrales.
El desarrollismo de las décadas de 1960 y 1970, cuando realmente se modernizan la mayoría de países latinoamericanos y se vuelven propiamente sociedades capitalistas, no se entiende sin la activa participación del Estado en la economía y sin que sus recursos y hasta protección legal e institucional hayan servido para promover y expandir las múltiples actividades empresariales privadas que, de otro modo, no habrían emergido en países que hasta entonces eran “tercermundistas” y típicamente “subdesarrollados”.
Incluso la nacionalización o estatización de empresas extranjeras como las petroleras y otras mineras, en México, Chile, Brasil o Argentina, en distintos tiempos, ejecutadas por gobernantes nacionalistas, no solo tuvieron razones de soberanía, imposibles en las empresas privadas latinoamericanas, sino la necesidad de liquidar el saqueo de recursos, la sobreexplotación a los trabajadores, la elusión tributaria o el influjo imperialista en el poder político.
Así es que, si se estudia con profundidad la historia económica de América Latina, se encontrará que el Estado ha sido, en distintos momentos, el mayor inversionista, innovador y agente del desarrollo y, sin duda, del bienestar colectivo, al acompañar a las sociedades con legislación protectora como la laboral, para beneficio de los trabajadores, o las regulaciones sobre el medio ambiente, el establecimiento de la seguridad social, la educación laica y pública, los servicios médicos generales y la provisión de bienes, recursos y servicios para amplios sectores, incluyendo a los empresarios. Sin embargo, los empresarios latinoamericanos están convencidos de lo contrario. Admiran y tratan de reproducir los mecanismos “de mercado” de los EEUU, pero, como afirma Mazzucato, se descuida un hecho central: el Estado estadounidense ha sido el elemento principal del crecimiento basado en la innovación: “el adalid de la doctrina del Estado mínimo y el libre mercado ha dirigido durante décadas grandes recursos a programas públicos de inversión en tecnología e innovación, que subyacen a su éxito económico presente y pasado… Si el resto del mundo quiere emular el modelo de Estados Unidos deberían practicar lo que este país realmente hizo, y no lo que dice que hizo: más Estado y no menos.”
Los “privatizadores” neoliberales del presente, que buscan hacerse de bienes, infraestructuras y servicios estatales una vez que estos ya han sido montados con inversiones provenientes del aporte de la población nacional a través de sus impuestos, pretenden aprovecharse de ese valor socialmente generado para ponerlo bajo el beneficio de personas naturales o jurídicas particulares. Las privatizaciones, como ha ocurrido en toda Latinoamérica, solo han beneficiado a grupos minoritarios de la sociedad a costa del Estado. La privatización de recursos creados por el Estado es la forma más fácil e ineficiente para que los “privatizadores” tengan la oportunidad de empezar a contar con enormes rentas, sin haber corrido ningún riesgo previo ni propio.
El panorama privatizador en América Latina sigue vigente y parece que durará todavía algún tiempo. Por eso, es necesario redefinir el reparto de las rentabilidades entre las empresas y el Estado, que ha generado las condiciones materiales para que ellas se establezcan. Y mucho más al tratarse de privatizaciones, mediante concesiones o asociaciones público-privadas, que, con gobiernos conservadores, como igualmente lo demuestra la historia latinoamericana contemporánea, solo benefician a las empresas, perjudicando a los recursos, capacidades e inversiones públicas acumuladas por décadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario