El nuevo emplazamiento de la gerente del FMI, Christine Legarde, a la
Argentina evoca las peores prácticas del neocolonialismo financiero, propias de
unos tiempos que América Latina ya no acepta más.
Andrés Mora Ramírez / AUNA
Christine Legarde, directora del FMI |
La directora gerente
del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Legarde, añora aquellos
tiempos, todavía no tan lejanos, en que su organismo dictaba cátedras de
política económica a los obedientes y sumisos alumnos latinoamericanos. La
época de los Salinas de Gortari, los Ménem, los Fujimori, los Cardoso, los
Pérez, los Sánchez de Losada y los
Bucaram, cuando un guiño o un chistido del FMI bastaban para poner de rodillas
un gobierno y comprometer la economía, las políticas sociales y la estabilidad
de un país.
Esta vocación por la
añoranza la acaba de demostrar la señora Legarde, en una conferencia de prensa
en Washington –para que no queden dudas-, cuando advirtió que el FMI sacará
“tarjeta roja” a Argentina “si no mejora sus estadísticas de inflación y
PIB antes del 17 de diciembre”. Es
decir, que si Argentina no ajusta sus indicadores de precios y de medición del
PIB a los requerimientos señalados por la tecnocracia financiera, podría ser
censurada y hasta expulsada del organismo internacional.
Más allá de las consideraciones metodológicas sobre la medición de
indicadores económicos, y las discrepancias que al respecto mantienen
funcionarios del gobierno argentino y del Fondo, lo cierto es que la alerta de
la señora Legarde, que llega seis meses después de que la
“misión técnica” del organismo cerrara sus oficinas en Buenos Aires, es
hipócrita y tendenciosa: nunca antes, ni siquiera en los peores momentos de
crisis en Argentina, como en los meses anteriores y posteriores al colapso de
diciembre del 2001, cuando el país era un consumado deudor, humillado y
sometido al tutelaje financiero, se insinuó la posibilidad de la expulsión,
pero en cambio ahora, cuando actúa como nación soberana, se blanden en su
contra toda clase de armas de presión política.
Por eso hizo bien la presidenta Cristina Fernández al defender las
decisiones de su gobierno y la soberanía política de Argentina, cuando declaró
en la Universidad de Georgetown que “el FMI es un árbitro a favor de los
países más desarrollados, que fueron los que impulsaron la crisis y que en
cierta medida la están trasladando a las economías emergentes". Y
plantando cara a la afrenta, agregó: “Yo veo todo lo que se está proponiendo
ahora en los países de la Eurozona y es muy parecido a lo que nos propusieron a
nosotros en la Argentina, previo a la debacle total”.
Es que este nuevo emplazamiento de la gerente del FMI a la Argentina
evoca las peores prácticas del neocolonialismo financiero, propias de unos
tiempos que América Latina ya no acepta más:
Cuando los tecnócratas y políticos al uso bendijeron las cacería de los
bienes públicos; y los grandes grupos empresariales, asociados al capital
transnacional, se apoderaron de los medios de comunicación y, con persistentes
letanías, predicaron sin contemplaciones la ortodoxia del credo neoliberal.
Cuando los iluminados de la religión del mercado nos dijeron: “vamos a
modernizar la economía y a liberar al Estado”, pero guardaron silencio sobre
los verdaderos dogmas de su catecismo: maximizar las ganancias, incluso a costa
de sacrificar el bienestar de las mayorías.
Cuando los consultores del FMI, del Banco Mundial y demás cofradías,
vinculados política y hasta carnalmente con las élites políticas y
empresariales dominantes, asesoraron el más corrupto proceso de privatización
de los activos públicos latinoamericanos, a cambio de jugosas comisiones y
otras prendas inconfesables.
Cuando los cómplices ideológicos y materiales del nuevo saqueo, el que
sufrimos 500 años después de la conquista y el genocidio europeo, entregaron
todo: las empresas e instituciones estatales, los servicios públicos de
vocación universal, la infraestructura de transporte y comunicaciones,
levantadas por los pueblos y los trabajadores a lo largo de varias décadas de
trabajo, inversiones y ahorro.
No, señora Legarde: a esos tiempos no queremos volver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario