Al
contrario de lo que pretende el neoliberalismo, el mundo sólo es lo que es
porque nosotros queremos. Puede ser de otra manera, si nos lo proponemos. La
situación actual es tan grave que es necesario tomar medidas urgentes, aunque
sea pequeños pasos. Esas medidas varían de país a país y de continente a
continente, pese a que es indispensable articularlas cuando sea posible.
Boaventura de Sousa Santos / Página12
¿Quién podría
haber imaginado hace unos años que partidos y gobiernos considerados
progresistas o de izquierda abandonarían la defensa de los derechos humanos más
básicos, por ejemplo el derecho a la vida, al trabajo y a la libertad de
expresión y de asociación, en nombre de los imperativos del “desarrollo”?
¿Acaso no fue a través de la defensa de esos derechos que consiguieron el apoyo
popular y llegaron al poder? ¿Qué ocurre para que el poder, una vez conquistado,
vire tan fácil y violentamente en contra de quienes lucharon por encumbrar ese
poder? ¿Por qué razón, siendo el poder de las mayorías más pobres, es ejercido
en favor de las minorías más ricas? ¿Por qué es que, en este aspecto, es cada
vez es más difícil distinguir entre los países del Norte y los países del Sur?
Los hechos
En los últimos
años, los partidos socialistas de varios países europeos (Grecia, Portugal y
España) mostraron que podían cuidar tan bien los intereses de los acreedores y
los especuladores internacionales como cualquier partido de derecha, haciendo
aparecer como algo normal que los derechos de los trabajadores fuesen expuestos
a la cotización de las Bolsas de Valores y, por lo tanto, devorados por ellos.
En Sudáfrica, la policía al servicio del gobierno del Congreso Nacional
Africano (ANC), que luchó contra el apartheid en nombre de las mayorías negras,
mata a 34 mineros en huelga para defender los intereses de una empresa minera
inglesa. Cerca de allí, en Mozambique, el gobierno del Frente de Liberación
(Frelimo), que condujo la lucha contra el colonialismo portugués, atrae la
inversión de empresas extractivistas con la exención de impuestos y la oferta
de docilidad (por las buenas o por las malas) de las poblaciones que están
siendo afectadas por la minería a cielo abierto. En la India, el gobierno del
Partido del Congreso, que luchó contra el colonialismo inglés, concede tierras
a empresas nacionales y extranjeras y ordena la expulsión de miles y miles de
campesinos pobres, destruyendo sus medios de subsistencia y provocando un
enfrentamiento armado. En Bolivia, el gobierno de Evo Morales, un indígena
llevado al poder por el movimiento indígena, impone sin consulta previa y con
una sucesión rocambolesca de medidas y contramedidas la construcción de una
ruta en territorio indígena (Parque Nacional Tipnis) para explotar recursos
naturales. En Ecuador, el gobierno de Rafael Correa, que con coraje concede
asilo político a Julian Assange, acaba de ser condenado por la Corte
Interamericana de Derechos Humanos por no garantizar los derechos del pueblo
indígena Sarayaku, en lucha contra la exploración petrolera en sus territorios.
Ya en mayo de 2003 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le
había solicitado a Ecuador medidas cautelares en favor del pueblo Sarayaku que
no fueron atendidas.
En 2011, la CIDH
le solicitó a Brasil, mediante una medida cautelar, que suspendiera
inmediatamente la construcción de la represa de Belo Monte (que, de
completarse, será la tercera más grande del mundo) hasta que fueran
adecuadamente consultados los pueblos indígenas afectados. Brasil protestó
contra la decisión, retiró a su embajador en la OEA y suspendió el pago de su
cuota anual en la organización, retiró a su candidato a la CIDH y tomó la iniciativa
de crear un grupo de trabajo para proponer una reforma de la Comisión, en el
sentido de disminuir sus poderes para cuestionar a los gobiernos respecto de
violaciones a los derechos humanos. Curiosamente, la suspensión de la
construcción de la represa acaba de ser resuelta por el Tribunal Regional
Federal de la 1ª Región (Brasilia), por la falta de estudios de impacto
ambiental.
Los riesgos
Para responder
las preguntas con que comencé esta crónica, veamos lo que comparten todos estos
casos. Todas estas violaciones a los derechos humanos están relacionadas con el
neoliberalismo, la versión más antisocial del capitalismo en los últimos 50
años. En el Norte, el neoliberalismo impone la austeridad a las grandes
mayorías y el rescate de los banqueros, sustituyendo la protección social de
los ciudadanos por la protección social del capital financiero. En el Sur, el
neoliberalismo impone su avidez por los recursos naturales, sean los minerales,
el petróleo, el gas natural, el agua o la agroindustria. Los territorios pasan
a ser sólo tierra y las poblaciones que los habitan, obstáculos al desarrollo
que es necesario remover cuanto más rápido mejor. Para el capitalismo
extractivista, la única regulación verdaderamente aceptable es la
autorregulación, la cual incluye, casi siempre, la autorregulación de la
corrupción de los gobiernos. Honduras ofrece en este momento uno de los
ejemplos más extremos de autorregulación de la actividad minera, donde todo
queda entre la Fundación Hondureña de Responsabilidad Social Empresarial y la
embajada de Canadá. Sí, Canadá, que hace 20 años parecía una fuerza benévola en
las relaciones internacionales y hoy es uno de los más agresivos promotores del
imperialismo minero.
Cuando la
democracia concluya que no es compatible con este tipo de capitalismo y decida
resistírsele, quizá sea demasiado tarde. Puede que, entre tanto, el capitalismo
haya concluido que la democracia no es compatible con él.
¿Qué hacer?
Al contrario de
lo que pretende el neoliberalismo, el mundo sólo es lo que es porque nosotros
queremos. Puede ser de otra manera, si nos lo proponemos. La situación actual
es tan grave que es necesario tomar medidas urgentes, aunque sea pequeños
pasos. Esas medidas varían de país a país y de continente a continente, pese a
que es indispensable articularlas cuando sea posible. En el continente
americano la medida más urgente es trabar el avance de la reforma de la CIDH.
En esa reforma están siendo particularmente activos países con los que soy
solidario en múltiples aspectos de sus gobiernos: Brasil, Ecuador, Venezuela y
Argentina. Pero en el caso de la reforma de la CIDH estoy firmemente del lado
de los que luchan contra la iniciativa de estos gobiernos y por el
mantenimiento del estatuto actual de la Comisión. No deja de ser irónico que
los gobiernos de derecha que más han hostilizado al sistema interamericano de
derechos humanos, como el caso de Colombia, asistan deleitados al servicio que,
objetivamente, les están prestando los gobiernos progresistas.
Mi primer llamado
es a los gobiernos de Brasil, Ecuador, Venezuela y Argentina para que abandonen
el proyecto de reforma. Y especialmente a Brasil, debido a la influencia que
tiene en la región. Si tienen una mirada política de largo plazo, no les será
difícil concluir que serán ellos y las fuerzas sociales que los han apoyado
quienes, en el futuro, más podrían beneficiarse con el prestigio y la eficacia
del sistema interamericano de derechos humanos. Por cierto, la Argentina debe a
la CIDH y a la Corte la doctrina que permitió llevar a la Justicia los crímenes
de lesa humanidad cometidos por la dictadura, que con sumo acierto se convirtió
en bandera de los gobiernos de los Kirchner en sus políticas de derechos
humanos.
Pero, como la
ceguera del corto plazo puede prevalecer, llamo también a todos los militantes
de derechos humanos del continente y a todas las organizaciones y los
movimientos sociales –que vuelcan en el Foro Social Mundial y en la lucha
contra el ALCA la fuerza de la esperanza organizada– a unirse para enfrentar la
reforma de la CIDH que está en curso. Sabemos que el sistema interamericano de
derechos humanos está lejos de ser perfecto, sin ir más lejos porque los dos
países más poderosos de la región (Estados Unidos y Canadá) ni siquiera
firmaron la Convención Americana sobre Derechos Humanos. También sabemos que,
en el pasado, tanto la Comisión como la Corte revelaron debilidades y
selectividades políticamente sesgadas. Pero también sabemos que el sistema y
sus instituciones se han fortalecido, actuando con mayor independencia y
ganando prestigio a través de la eficacia con la que han condenado numerosas
violaciones a los derechos humanos: desde los años ’70 y ’80, cuando la
Comisión llevó a cabo misiones en países como Chile, Argentina y Guatemala, y
publicó informes denunciando los crímenes cometidos por las dictaduras
militares, hasta las misiones y denuncias después del golpe de Estado en
Honduras en 2009; para no mencionar las reiteradas solicitudes para que se
clausure el centro de detención de Guantánamo. A su vez, la reciente decisión
de la Corte en el caso “Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku versus Ecuador”, del
27 de julio pasado, marca un hito histórico para el derecho internacional, no
sólo a nivel continental, sino también mundial. Tal como la sentencia en el
caso “Atala Riffo y niñas versus Chile”, sobre discriminación por razones de
orientación sexual. ¿Y cómo olvidar la intervención de la CIDH sobre la
violencia doméstica en Brasil, que condujo a la promulgación de la Ley Maria da
Penha?
Los dados están
echados. A espaldas de la CIDH y con fuertes limitaciones a la participación de
los organismos de derechos humanos, el Consejo Permanente de la OEA prepara una
serie de recomendaciones para buscar su aprobación en la Asamblea General
Extraordinaria, a más tardar en marzo de 2013 (hasta el 30 de septiembre los
Estados presentarán sus propuestas). Por lo que se sabe, todas las
recomendaciones apuntan a limitar el poder de la CIDH para interpelar a los
Estados por violaciones a los derechos humanos. Por ejemplo: dedicar más
recursos a la promoción de los derechos humanos y menos a la investigación de
las violaciones; acortar los plazos de investigación para que se vuelva
imposible realizar análisis cuidadosos; eliminar del informe anual la
referencia a países cuya situación en materia de derechos humanos merezca una
atención especial; limitar la emisión y la extensión de las medidas cautelares;
terminar con el informe anual sobre libertad de expresión; impedir
pronunciamientos sobre violaciones que parecen inminentes pero que aún no se
han concretado.
A los militantes
por los derechos humanos y a todos los ciudadanos preocupados por el futuro de
la democracia en el continente les toca ahora detener este proceso.
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