Esa
vigilante preservación de la democracia es un rasgo importantísimo del que
algunos líderes han llamado “socialismo del siglo XXI”, que es un socialismo
que coexiste con un capitalismo que en estos casos, ya no avanza libremente por
un camino depredador, sino que tiene el control del estado popular.
Guillermo Rodríguez Rivera / Segunda Cita (Cuba)
La democracia moderna se desarrolló en tensión entre sus contenidos emancipadores y su instrumentalización por parte de los poderosos. |
El nombre
del régimen seguramente se remonta a la Atenas del siglo VI a. d. C., cuando el
aristocrático gobierno de los eupátridas fue reemplazado por el de los
ciudadanos de Atenas. Clístenes, de origen aristocrático, se enfrenta al tirano
Pisístrato, a quien apoyaban los nobles y eso le hace buscar apoyo en los
ciudadanos comunes, en lo que se llamaba el demos. Aparece entonces el
gobierno del pueblo, del demos: la democracia.
Tanto
Clístenes como su gran sucesor, Pericles, que gobernó casi todo el siglo
siguiente, que se conoce en su honor como siglo de Pericles, buscaron la mayor
participación posible de los ciudadanos. Una y otra vez, Pericles fue reelegido
como estratega, que era el ateniense que guiaba los destinos de la
ciudad-estado.
La
democracia ateniense fue una democracia esclavista que, además, discriminó a
las mujeres. Atenas aumentó su poder a partir de la opresión a otras ciudades.
Los Estados
Unidos reclaman ser los fundadores de la primera democracia moderna pero, en
verdad, su democracia se ha parecido mucho a la antigua democracia esclavista e
imperial.
La
Declaración de Independencias de las trece colonias proclamó que “all men are
created equal”, pero debió especificar “all white men are created equal”,
porque esa democracia mantuvo la esclavitud de los negros por casi un siglo y
hubo que librar, para abolirla, una asoladora guerra que devastó la nación.
Como los
antiguos atenienses que tuvieron entre ellos a grandes escritores como Esquilo,
Sófocles, Heródoto, Eurípides, Aristófanes, los norteamericanos vieron florecer
el genio de Mark Twain, Walt Whitman, Theodre Dreiser, Scott Fitzgerald, Eugene
O’Neill, John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway.
Como los
atenienses, los Estados Unidos, se enriquecieron explotando a sus vecinos más
débiles que, como en Grecia, se convirtieron en sus súbditos.
América Latina
fue el gran campo de saqueo de los Estados Unidos. Los recursos naturales de
nuestros países se convirtieron en propiedades estadounidenses y cuando
aparecieron gobiernos que quisieron recuperar lo que le pertenecía a su tierra,
fueron simplemente derrocados.
Los
gobernantes norteamericanos promovieron en América Latina todas las dictaduras
militares que saquearon y ensangrentaron a nuestros pueblos: fueron férreas
defensoras de los intereses norteamericanos, y arrasaron cualquier vestigio de
democracia, que los Estados Unidos reclamaban para sí pero que eliminaron en
una multitud de países.
En
Latinoamérica fueron promovidos y/o sostenidos por los Estados Unidos,
gobernantes como Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza y su descendencia,
Juan Vicente Gómez. Jorge Ubico, Castelo Branco, Marcos Pérez Jiménez,
Fulgencio Batista, François Duvalier, Augusto Pinochet, Rafael Videla, Alfredo
Stroessner, Carlos Castillo Armas, Efraín Ríos Montt, que de pronto
recuerde.
El
demócrata Franklin Delano Roosevelt tuvo la sinceridad de hacer claro que a los
Estados Unidos – al menos con respecto a América Latina – no los
movía la moral, sino sus intereses materiales. Cuando le preguntaron por qué
apoyaba a Anastasio Somoza que era un hijo de puta, fue meridianamente claro:
“Yes, he’s a son of a bitch” – dijo –, “but he’s ours”.
Lo que fue
pasando en una sociedad como la norteamericana, donde el valor central es la
riqueza, fue que ella fue, poco a poco, secuestrando la democracia.
Ya los
candidatos electos no responden a quienes los eligen, sino a los grandes
bancos, las grandes corporaciones que financian las multimillonarias campañas
electorales que les permiten ser electos. Cada vez, las elecciones son más costosas
en los Estados Unidos.
La
existencia de la URSS y el campo socialista conformado tras la II Guerra
Mundial, hizo a los grandes países capitalistas de occidente, generar una
estrategia que quiso demostrar que el socialismo no era necesario, que en el
capitalismo vivían mejor no solo los burgueses, sino los mismos trabajadores.
A partir de
las teorías del economista inglés John Maynard Keynes y de la inteligente
política de Roosevelt, se generó lo que luego ha sido llamado el “estado de
bienestar”, que estableció altos impuestos a los ricos y garantizo a los que
menos tenían, empleo y subsidio por desempleo, pensiones por vejez e
incapacidad y atención médica en todos los órdenes.
La primera
vitrina del “bienestar” fue Berlín occidental, en frontera directa con la RDA.
Pero el “estado de bienestar” se fue extendiendo en toda Europa.
Desde los
años ochenta la línea dura del capitalismo, que representaban entonces los
gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher optaron por – y
promovieron – una linea económica antikeynesiana, generada por el
economista norteamericno Milton Friedman, lo que se ha llamado después
“neoliberalismo”, que cree en la suficiencia del mercado como entidad
reguladora de la vida económica, por lo que la intervención del estado en la
economía ha de minimizarse. Los impuestos han de cobrarse al ciudadano común y
desgravarse las grandes fortunas.
Una vez
desaparecida la Unión Soviética y el socialismo en Europa oriental, a lo cual
acompañó un debilitamiento enorme de la izquierda radical y una movida a
la derecha de las socialdemocracias, la doctrina neoliberal ha promovido una
sistemática liquidación del llamado “estado de bienestar”, que se considera el
fruto de una intromisión del estado en la dinámica del mercado. Como ya no hay
socialismo que enfrentar, se vuelve a los tiempos del capitalismo puro y duro,
prerooseveltiano y prekeynesiano, en el que los ricos no pagan grandes
impuestos y se grava mucho más el consumo popular. Se reducen los puestos de
trabajo, lo que crea un ejército juvenil de desempleados. La normativa de
eliminar el déficit fiscal – abultado porque las grandes fortunas no pagan
impuestos – conduce a la liquidación de múltiples programas sociales y la
reducción de beneficios como son la educación y la salud gratuitas.
La realidad
ha ido demostrando los evidentes agujeros de los postulados neoliberales.
Se ha hablado de la gran crisis del año 2007. La imprudente conducta de los
bancos hizo quebrar a muchos de ellos. El mercado no fue capaz de
autorregularse y fue el intruso estado quien debió acudir a rescatar los bancos
con miles de millones de dólares de los contribuyentes. La depresión del
empleo deprimió a su vez el consumo: la economía no salía de la crisis.
En el
último año los Indignados se han lanzado hacia el centro del poder: han ido a
“ocupar Wall Street”, a acosar el aparato del capital que está detrás de los
políticos que se eligen, pero que no responden a sus electores sino al gran
capital. Inundan las calles de New York, de Atenas, de Madrid, de Londres,
protestando contra el programa económico de sus gobernantes.
Porque la
democracia está padeciendo como una mal formación, una especie de tara de la
que no está siendo posible prescindir: los políticos que aspiran a ser electos
tienen un programa que cumplir antes de que se sepa la votación en las urnas.
Es el compromiso con el sistema, con los que los financian, pero como sus
votantes quieren lo opuesto a lo que quieren los hombres del dinero, sólo queda
la posibilidad de mentir.
Mariano
Rajoy acaba de ser electo con un programa que sabía que no iba a cumplir; en
realidad, iba a hacer lo opuesto a lo que prometió en la campaña electoral,
pero necesitaba esos votos, que implicaban el imprescindible sostén democrático
para su gobierno. Unos años antes, el presidente de la gran potencia había dado
la clase magistral. Barack Obama prometió un cambio que no podía hacer, al
menos sin serias consecuencias. No lo hizo.
Quizás
porque fue la apertura de la estafa electoral, la primera de este ciclo, fue
más sutil que su discípulo: Rajoy ha hecho lo contrario de lo que prometió,
Obama únicamente ha dejado de hacer lo que prometió.
En un Perú
donde los electores, después de los impopulares gobiernos de Alejandro Toledo y
Alan García votaron por un cambio hacia la izquierda, Ollanta Humala ha
desconocido públicamente el programa por el que lo eligieron presidente.
Hay otro
grave problema que tiempos atrás no parecía existir en los países serios sino
en las que se motejaban, con desdén, como “repúblicas bananeras”: el fraude
electoral.
Cuando yo
era niño o adolescente, el día de noviembre en que tenían lugar las elecciones
en los Estados Unidos, uno podía, sobre las nueve de la noche de ese mismo día,
sintonizar con toda confianza The Voice of America y enterarse
cual de los candidatos había sido electo. Eso, hasta las elecciones del año
2000, en las que contendían Al Gore y George W. Bush.
Pasó un mes
y no había resultados de las elecciones. El vicepresidente había obtenido más
votos que su rival que, decían, había obtenido mas compromisarios que Gore. El
estado de Florida había decidido las elecciones a favor del aspirante
republicano pero había acusaciones de urnas robadas en West Palm Beach, de
votantes demócratas negros que fueron impedidos de votar en varias ciudades del
estado. Se impugnaron los resultados electorales en Florida, favorables por una
minimez a George W. Bush en un estado en el que, además, el gobernador era su
hermano Jeb. Semanas después, fue la Corte Suprema, por la mayoría de un voto
de uno de los jueces republicanos, la que sancionó la elección de George W.
Bush.
El entonces
presidente en funciones de México, Miguel de la Madrid, ha confesado que en las
elecciones de 1988, en las que se declaró presidente electo a Carlos Salinas de
Gortari, el verdadero ganador había sido el candidato de la izquierda,
Cuauthémoc Cárdenas. En el año 2006, el también candidato de la izquierda,
Andrés Manuel López Obrador, impugnó los resultados que, a contrapelo de todos
los sondeos, proclamaron presidente al candidato del derechista PAN, Felipe
Calderón.
Cuando las
dictaduras militares acababan de asolar América Latina y habían asesinado y
desaparecido decenas de miles de jóvenes izquierdistas en Chile, en Argentina,
en Uruguay, en Guatemala, en El Salvador, el buen gobierno de James Carter
inauguró una era de respeto a los derechos humanos y de repudio a los golpes de
estado militares. Parecía que, como ya no había izquierda, podía renacer la
democracia.
Pero he
aquí que el ave Fénix de la izquierda renació de sus cenizas y empezó a
triunfar en las elecciones pluripartidistas que antes siempre ganaban los
partidos burgueses. Sucesivamente, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina,
Uruguay, Brasil, Paraguay, elegían gobiernos con diversos matices en su
inclinación a la izquierda, pero todos desmarcados de la tradicional
subordinación latinoamericana a los Estados Unidos.
Se daban
casos interesantísimos: el hondureño Manuel Zelaya, electo presidente bajo los
emblemas del partido liberal, de pronto desarrollaba una política de corte
popular e ingresaba en la Alternativa Bolivariana para los pueblos de América
(ALBA), integrada por Cuba, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Nicaragua y varias
islas del Caribe anglófono. Era el colmo: los jefes del ejército hondureño
fueron a buscar una madrugada al presidente Zelaya a su casa, lo sacaron de
ella en pijama y lo depositaron en otro país centroamericano, tras una breve
escala en la base norteamericana de Palmerola. Fernado Lugo, un exobispo electo
presidente en Paraguay, fue depuesto por un congreso integrado por militantes
de los partidos tradicionales, los que sostuvieron la tiranía de Strossner.
Tanto el
golpe militar hondureño como el legislativo paraguayo han tenido la
aquiescencia de los Estados Unidos. Pero no han sido los únicos casos:
previamente, se intentó el fallido golpe de estado contra Chávez, el intento
secesionista en Bolivia y el golpe policial contra Correa.
Rafael
Correa, en un gesto insólito unas décadas atrás, ha concedido asilo político en
la embajada ecuatoriana en Londres al australiano Julian Assange, a quien la
Gran Bretaña iba a extraditar a Suecia para ventilar una acusación de acoso
sexual presentada por una ciudadana sueca que acababa de acostarse con él[1].
La mujer – más coincidencias – había visitado Cuba años atrás, acompàñando a
Aron Modig, el dirigente de la juventud demócratacristiana sueca que acaba de
protagonizar junto Angel Carromero (uno de los cachorros de Aznar y Esperanza
Aguirre, en la más ultraderechista vertiente del Partido Popular español) el
accidente de tránsito que costara la vida a los opositores cubanos Oswaldo
Payá y Harold Cepera. Modig vino a entregarle a Payá una donación de 4
mil euros destinados al Movimiento Cristiano de Liberación, que él dirigía, y
a asesorarlo en la constitución del movimiento juvenil de esa
organización.
El propio
Rafael Correa ha precisado con claridad que en Latinoamérica estamos viviendo
no una época de cambios, sino un cambio de época.
Todos estos
representantes de los nuevos gobiernos de la región, reconocen que el
antecedente de ese cambio es la Revolución Cubana de 1959, encabezada por el
comandante Fidel Castro.
El momento
de la violencia revolucionaria contra el imperialismo y las oligarquías no
fructificó. El continente lloró sus muertos, los muertos del pueblo. Es un
rosario de nombres: Fabricio Ojeda, Luis Augusto Turcios Lima, Javier Heraud,
Carlos Fonseca Amador, Camilo Torres, Jorge Ricardo Masetti, Francisco Caamaño,
Roque Dalton, y cuyo epítome es la figura de Ernesto Che Guevara.
Esos
muertos, los héroes de aquellas luchas que parecían acabadas, han emergido en
este nuevo momento de la historia americana. Es curioso y es hermoso como se
mueve la historia. Tengo un amigo que dice, ironizando que, hoy por hoy, todos
estos nuevos gobernantes de izquierda se quitan el sombrero ante Cuba, pero que
ninguno se pone el sombrero de Cuba. Y es cierto. Ninguno ha seguido el modelo
socioeconómico del gobierno cubano.
El de la
Revolución Cubana fue el primer gobierno latinoamericano que logró iniciar una
transformación de la vida de su país a despecho de la voluntad del poderoso
vecino del norte.
Cuba empezó
llevando a cabo una radical reforma agraria que estaba estipulada en la
Constitución de 1940 en la que un artículo establece que “se proscribe el
latifundio”, pero ningún gobierno se había atrevido a implementar la ley que
complementara el precepto constitucional, porque el principal latifundista en
Cuba eran los Estados Unidos. El gobierno del general Eisenhower, el mismo bajo
cuya égida la CIA, dirigida por Allen Dulles, organizó el derrocamiento del
gobierno reformista de Jacobo Árbenz en Guatemala, hizo repetir minuciosamente
aquel esquema contra Cuba. La acusación de “comunista” que, en medio de la
guerra fría se esgrimió contra el presidente guatemalteco, fue esgrimida otra
vez, ahora contra una revolución popular que acababa de derrocar una dictadura
militar y en cuyo país subsistía plenamente el capitalismo.
No es este
el sitio para volver a contar la sabida historia de la invasión de Bahía de
Cochinos, derrotada en menos de 72 horas por los combatientes revolucionarios
cubanos.
Al año
siguiente a la invasión, Cuba fue expulsada de la OEA por desarrollar una alianza
con una potencia extracontinental, empezó a funcionar el llamado plan
“Mangosta”, la nueva alternativa violenta contra la Isla. Se decretó,
oficialmente, el embargo económico contra Cuba. Desde 1960, la burguesía cubana
había cerrado filas junto a los Estados Unidos contra el gobierno de su país y
lo abandonó, acaso confiando en que un gobierno enfrentado por los
norteamericanos, no podía sobrevivir en Cuba, como nunca había sobrevivido en
América Latina. A excepción de México, todos los países de América Latina
rompieron sus vínculos diplomáticos y comerciales con Cuba.
Cuba no
tuvo entonces, entidades como son hoy el ALBA o la CELAC en la que encontrar
amparo político, económico y militar. Sólo la Unión Soviética decidió venderle
el petróleo para que el país no se paralizara, y las armas con las que
defenderse. Era la Unión Soviética que había sido regida por Stalin, que
había dejado su huella en el modelo socialista que se conocía, pero era la
única tabla a la que la Revolución Cubana consiguió aferrarse para salvarse.
Los
gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana, no son en ningún caso
regímenes que hayan puesto fin al régimen de democracia representativa con que
ascendieran al poder.
Venezuela
había nacionalizado su petróleo bajo el gobierno de Carlos Andrés Pérez, pero
PDVSA, la entidad estatal que asumió su control y administración, devino casi
un coto privado. El gobierno de Chávez tuvo que renacionalizar PDVSA, para
convertirla en el poderoso instrumento para el desarrollo de Venezuela. La
oligarquía venezolana se resintió ante un gobierno que se apoyaba en los de
abajo y creaba en ellos su gran masa sostenedora.
Liquidado
el sambenito de “comunista”, el nuevo mote lanzado contra el presidente fue el
de “populista”. El “populismo” chavista consistió en usar los recursos de la
nación para favorecer a los sectores venezolanos más humildes. Cuba le prestó
una ayuda enorme en la conformación de un sistema de salud que favoreciera y
amparara a esos sectores, y en la eliminación del analfabetismo.
Quizá
aleccionada por la experiencia de su homóloga cubana, la burguesía venezolana
ha preferido permanecer en su país y el impulso económico del estado coexiste
con el régimen capitalista venezolano, acaso moderado por las leyes implementadas.
Chávez ha ganado todas las elecciones que se han efectuado desde su arribo a la
presidencia, en 1999.
En
Venezuela, como en otros países de esta nueva izquierda, el descrédito de los
partidos tradicionales ha hecho que los periódicos burgueses y los grandes
canales de televisión privados, casi se convirtieran en los nuevos partidos de
oposición: hacían una agresiva campaña contra los nuevos regímenes que, sin
embargo, no lograba convencer a la mayoría que apoyaba al gobierno.
Me parece
importantísimo que, sustituyendo la idea leninista de dictadura del
proletariado[2],
estos gobiernos de izquierda hayan preservado la existencia de la democracia
representativa, pero hayan acentuado el desarrollo de lo que cabría llamar una
“democracia participativa”, en la que otros mecanismos complementan la voluntad
expresada en las urnas. No es rasgo sin importancia de esta participación que,
cuando fuerzas de la reacción antidemocrática hayan actuado para aplastar la
voluntad popular, los propios ciudadanos que habían dado el voto a sus
gobernantes, salieran a las calles para motivar su regreso al gobierno, como en
el caso de Chávez, o la liberación del presidente, como en el secuestro
policial de Rafael Correa.
El pueblo
no solo expresa su voluntad, sino que la defiende en las calles, si es
necesario.
Venezuela
ha introducido un elemento novedoso y esencial: el
referendo revocatorio, que a la mitad del mandato del dirigente electo
puede traerlo nuevamente a las urnas, si se considera que no debe seguir
ocupando el cargo para el que se le eligió.
No hay
financiamientos millonarios a las campañas electorales, que comprometen de
antemano a los políticos. Las elecciones son “observadas” como nunca lo han
sido, por ejemplo, las de México o de los propios Estados Unidos.
A mí me
parece que esa vigilante preservación de la democracia es un rasgo
importantísimo del que algunos líderes han llamado “socialismo del siglo XXI”,
que es un socialismo que coexiste con un capitalismo que en estos casos, ya no
avanza libremente por un camino depredador, sino que tiene el control del
estado popular.
De alguna
manera, parece empezar a conseguirse la definición que el notable pensador de
la izquierda portuguesa, Buenaventura de Sousa Santos, da de la sociedad
socialista:
Una
sociedad socialista no es aquella en la que
todos los mecanismos e instituciones que existen
son socialistas, sino en la que todos son
dirigidos a
contribuir a los intereses socialistas
de la sociedad.
Acaso estos
países de nuestra América, estén llamados a conformar la posibilidad – no me
gusta llamarle “modelo”, porque da la idea de esquema, de receta – de
una renovada y más completa democracia.
Cuba fue el
inicio de este “cambio de época”, de esta segunda independencia que está
conmoviendo al continente. Cuba fue la que educó a muchos países de nuestra
América y a sus líderes, cuando la realidad que hoy está ante nosotros parecía
imposible de conseguir. Creo que está llegando el momento en que tengamos que
aprender de ellos. Me parece que es ese el camino que se abre ante Cuba.
NOTAS:
[1]
La mujer que hizo la acusación contra Assange, es Anna
Ardin, una exiliada cubana vinculada a la contrarrevolución y
presumiblemente a la CIA, nacionalizada en Suecia.
[2]
Hay que recordar que Lenin muere en 1924, en plena guerra civil. En su
testamento había pedido sustituir a Stalin como primer secretario del partido.
No vivió para tomar otras determinaciones sobre el gobierno soviético.
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