Las guerras sucesivas
han sido en Colombia el obstáculo para acceder a la modernidad. Nuestro desafío
actual es ser capaces de inventar el futuro.
William Ospina / El Espectador
A lo largo del siglo
veinte padecimos las consecuencias de esa guerra de tres años que se llamó “la
guerra de los Mil Días”. A otra guerra de mediados de siglo, que duró quince
años, para no llamarla “la guerra de los Cinco mil días”, le dimos el nombre
genérico de La Violencia. ¿Qué nombre le daremos a la guerra actual entre el
Estado y las guerrillas, que ha enlutado los hogares colombianos durante
cincuenta años y que nos dolería llamar “la guerra de los 18 mil días”?
Ya se oye decir que las
negociaciones de paz deben ser rápidas, que hay mucho peligro en un diálogo que
se prolongue demasiado, y es verdad que todos necesitamos que los acuerdos
lleguen pronto: a nadie le agradan largos períodos de incertidumbre. Pero
conviene estar vacunados contra la impaciencia. Una guerra de 18 mil días, que
ha cobrado jornada tras jornada su cuota de muertos, zozobra y angustia, y su
tajada del presupuesto de todos, no sólo debe ser acabada, sino que su final
debe conjurar el peligro del rebrote de guerras semejantes. Tan fundamental
como la entrega de las armas es desarmar los espíritus, y para ello los
combatientes tienen que encontrar un destino digno y útil en la sociedad.
Conviene conocer el
caldo de cultivo del que brotaron guerrilleros durante cincuenta años. Y los
que piensan con el deseo que una guerra se deshace por decreto o mediante un
conjuro, deben recordar que una sociedad reconciliada requiere verdadera
democracia, una cultura del respeto y de la dignidad. La mirada del inquisidor
sólo ve herejes, pero la mirada del estadista debe estudiar los males y
descubrir sus causas. Varias generaciones de campesinos se vieron arrojadas a
la violencia gracias a una política que no sólo impidió el desarrollo agrícola
familiar, sino que negó al campesino su lugar como parte digna y activa de la
sociedad.
Se entiende que en
países donde hay estaciones de climas extremos la humanidad prefiera hacinarse
en ciudades y convierta la ciudad en un símbolo de comodidad y progreso. En
nuestro país de climas benévolos y paisajes magníficos lo que expulsó a los
campesinos no fueron los climas, sino la violencia. Somos el país que perdió la
confianza; el viejo sueño de que los pescadores puedan pescar de noche requiere
un alto esfuerzo de integración, de redescubrimiento del territorio, de
dignificación de la vida en todos los niveles.
¿Cuál es el secreto de
un campo sin violencia? El mero reparto de parcelas sin recursos como se
predicaba en otro tiempo no parece tener lugar en tiempos como estos. Pero la
integración de la economía familiar y de cooperativas campesinas a un modelo
económico más amplio, teniendo en cuenta la protección de la naturaleza, el
valor de la agricultura orgánica, la hospitalidad con el mundo, tiene un gran
futuro. El campesino necesita prosperidad e integración, porque el campo
aislado y lleno de carencias fue desde tiempos bíblicos un semillero de
discordias. Muchos piensan que la presencia del Estado consiste principalmente
en cuarteles y batallones, pero esa presencia necesaria se resuelve también en
vías adecuadas para acceder a los mercados, educación, salud, y una cultura
donde la memoria y los lenguajes compartidos, el respeto por el trabajo y los
oficios, sean componentes orgullosos de la nación.
Colombia tendría
condiciones inmejorables para convertirse en epicentro del llamado turismo
ecológico, en un destino para quienes buscan la sencillez de la naturaleza, la
alimentación orgánica, la naturalidad del vivir. Nada de eso es posible con
violencia, pero tampoco lo será sin el fortalecimiento de un relato nacional
del que todos se sepan partícipes y voceros.
Por su complejidad, por
su riqueza, incluso por las dificultades que hemos vivido, el paisaje
colombiano no se ha convertido en el desierto en que aceleradamente se está
convirtiendo al planeta. Deberíamos ser capaces de ver el potencial de
bienestar que una naturaleza que no ha sido arrasada tiene en este planeta
sometido a tantas amenazas. Cuántos observadores de pájaros, como el novelista
norteamericano Jonathan Franzen, no querrían venir a Colombia, si no fuera por
la mala fama de nuestros campos, por la atmósfera de nuestras violencias, que
hacen que millones de personas honorables carguen con el estigma de la barbarie
y de la guerra.
Es verdad amarga que
mientras no llegue la legalización de las drogas seguiremos bajo la sombra del
narcotráfico, el principal beneficiario de la guerra, pero un país que no tenga
que desgastarse en un conflicto de décadas será capaz de responder mejor a ese
desafío.
Después de ver
frustrado todo proceso de industrialización, y de ver sacrificada la
posibilidad de una agricultura digna de estos suelos y estos climas, los gobiernos
suelen resignarse a dar marcha atrás. Después de que pasamos todo el siglo XX
en la edad media, esa región de la historia donde cada señor tiene su ejército,
ahora nos han devuelto a la economía extractiva del siglo XVI.
La única manera de
corregir esos largos males es atrevernos a descubrir qué potencial representa
el tener todavía una naturaleza tan rica, en un mundo donde el agua escasea y
las selvas y los bosques se extinguen. Descubrir cómo podemos disfrutar del
país sin destruirlo. Pensar con imaginación y con clarividencia cómo tendría
que ser una sociedad de mediados del siglo XXI.
No hay comentarios:
Publicar un comentario