El ser humano es, por
naturaleza, un ser de muchas carencias. Necesita un gran empeño para atenderlas
y así poder vivir, no miserablemente, sino una vida de calidad. Tras cada
necesidad se esconde un temor y un deseo: el deseo de poder satisfacerla de la
forma más satisfactoria posible y el temor de no conseguirlo y entonces sufrir.
Quien tiene, teme perder: quien no tiene, desea tener. Así es la dialéctica de
la existencia.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Maestros de las más
diferentes tradiciones de la humanidad y de las ciencias de lo humano convergen
más o menos en las siguientes necesidades fundamentales: tenemos necesidades
biológicas: en una palabra, necesitamos comer, beber, vestirnos y tener
seguridad. Gran parte del tiempo lo empeñamos en atender tales necesidades. Las
grandes mayorías de la humanidad las satisfacen de forma precaria, o por falta
de trabajo o porque la solidaridad y la compasión son bienes escasos. La
primera petición del Padrenuestro es el pan de cada día, porque el hambre no
puede esperar.
Pero no pedimos a Dios
que haga milagros cada día y así nos evite producir el pan. Pedimos que los
climas y la fertilidad de los suelos sean favorables y que haya cooperación en
la producción y en la distribución de los alimentos. Sólo entonces exorcizamos
el miedo y atendemos a nuestro deseo básico.
Además, tenemos
necesidad de seguridad: podemos enfermar y sucumbir a peligros que nos quitan
la vida. Pueden provenir de la naturaleza, de las tempestades, de los rayos, de
las sequías prolongadas, de los deslizamientos de tierra, de todo tipo de
accidentes. Pueden provenir, principalmente, del propio ser humano que no sólo
tiene dentro de sí el instinto de vida sino también el instinto de muerte;
puede perder el autocontrol y eliminar al otro. Todo esto nos produce miedo. Y
tenemos la esperanza de sortearlo. El hecho de haber vivido en las cavernas y
después en casas muestra nuestra búsqueda de seguridad.
La realidad es que
nunca controlamos todos los factores. Siempre podemos ser víctimas inocentes o
culpadas. Y entonces clamamos a Dios, no para que nos saque del borde del
abismo, sino para que nos dé coraje para evitarlo y sobrevivir.
Tenemos, en tercer
lugar, necesidad de pertenencia: somos seres societarios. Pertenecemos a una
familia, a una etnia, a un determinado lugar, a un país, al planeta Tierra. Lo
que have penoso el sufrimiento es la soledad, el no poder contar con un hombro
amigo y una mano acogedora. Como somos frutos del cuidado de nuestras madres
que nos llevaron en sus brazos, queremos morir dando la mano a alguien próximo
o a quien nos ama.
En el fondo del abismo
existencial clamamos por la madre o por Dios. Y sabemos que Él nos atiende
porque es sensible a la voz de sus hijos e hijas y siente el latir de nuestro
corazón atemorizado. Ser reducido a la soledad es ser condenado al infierno
existencial y a la ausencia de cualquier comunión. Por eso es importante
satisfacer el sentimiento de pertenencia, de lo contrario nos sentimos cual
perros abandonados vagando por el mundo.
En cuarto lugar,
tenemos necesidad de autoestima. No basta existir. Necesitamos que nuestra
existencia sea acogida, que alguien con sus palabras y actos nos diga: «sé
bienvenido a nuestro medio, tú cuentas para nosotros». El rechazo nos hace
tener, aún vivos, la experiencia de muerte. Necesitamos, pues, ser reconocidos
como personas, con nuestras diferencias y particularidades. De lo contrario,
somos como una planta sin nutrientes que se va mustiando hasta morir. Qué
importante es cuando alguien nos llama por nuestro nombre y nos abraza. Nos
devuelve nuestra humanidad negada y podemos seguir adelante con esperanza y sin
miedo.
Finalmente, tenemos
necesidad de autorrealización. Este es el gran anhelo y desafío del ser humano:
poder realizarse a sí mismo y volverse humano. ¿Qué es lo humano del ser
humano? No lo sabemos exactamente porque hasta lo inhumano pertenece a lo
humano. Somos un misterio para nosotros mismos. No es que no sepamos nada de lo
humano. Al contrario, cuanto más sabemos, más se amplían las dimensiones de
aquello que no sabemos. Tenemos saudades de las estrellas de dónde venimos.
Pero sabemos lo
suficiente para descubrirnos como seres de apertura, al otro, al mundo y al
Todo. Somos seres de deseo ilimitado. Por más que busquemos un objeto que sacie
nuestro deseo, no lo encontramos entre los seres de nuestro alrededor. Deseamos
al Ser esencial y nos topamos solo con entes accidentales. ¿Cómo, entonces,
vamos a conseguir autorrealizarnos si nos percibimos como un proyecto infinito?
En este afán gana
sentido hablar de Dios como el Ser esencial y el oscuro objeto de nuestro deseo
infinito. Sólo Él llena las características del Infinito, adecuadas a nuestro
proyecto infinito. Autorrealizarse, por lo tanto, implica envolverse con Dios.
Envolverse con Dios es despertar la espiritualidad en nosotros, aquella
capacidad de sentir una Energía poderosa y amorosa que atraviesa toda la
realidad. Es poder ver en la ola, el mar y en la gota de agua, la inmensidad del
Amazonas. Espiritualidad es sentir el hambre y la sed de un último refugio, un
sentirse seguro en los brazos de alguien en quien se confía, donde, por fin,
todas nuestras necesidades serán satisfechas, donde mueren todos los temores y
podremos descansar.
Mientras no elaboremos
en nosotros ese Centro, nos sentiremos siempre en la prehistoria de nosotros
mismos; seres enteros pero inacabados y en último término, frustrados.
Cuando entramos en
comunión con el Ser esencial por la entrega silenciosa e incondicional, por la
oración y por la meditación, abrimos un manantial de energías incomparable e
insustituible. El efecto es la pura alegría, la levedad de la vida, la
bienaventuranza posible a los caminantes.
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