El distanciamiento entre la población general y la
administración del Canal no es sino otra faceta del que se viene acentuando en
la relación entre el Estado y sus ciudadanos. En ese marco, es
inevitable preguntarse –ante el hecho de que el
Estado controla el Canal-, quién (y para
qué) controla el Estado.
Guillermo Castro
H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Ascanio Arosemena, frente a la
llama que lo ilumina
El Canal de Panamá está destinado a cambiar el país,
pero el país aún debe llegar a entender lo que ese cambio implica. La primera
manera de verlo consiste en imaginar que se dispondrá de más dinero para
consumir más, sin salir de los hábitos y formas de producir que ya existían. Es
la visión del nuevo rico que todos quisiéramos ser: fuimos pobres hasta que
alguien descubrió petróleo en el patio de nuestra casa, y ahora somos sultanes
tropicales. Sin embargo, sería mejor contraponer a esa visión de nuevo rico la
de una prosperidad que siempre será precaria mientras que no sepamos entender
que la inserción del Canal en nuestra economía interna nos ofrece – por primera
vez en nuestra historia - los medios para encarar el vínculo entre la
aspiración a una sociedad distinta, y las tareas que demanda crear una economía
diferente, capaz de sostener esa sociedad, y desarrollarse con ella.
La relación entre ambas visiones es de tensión, no
de armonía. La primera puede llevarnos matar la gallina de los huevos de oro,
rebasando en corto plazo la capacidad de la Cuenca del Canal para proveer los
múltiples servicios que se requieren de ella, aplastándola con el impacto
ambiental del desarrollo predatorio de su entorno, e incrementando la huella
ecológica de la región interoecéanica sobre todos los ecosistemas del Istmo. La
segunda nos obliga a entender que sólo podrá haber un uso sostenido de la
Cuenca del Canal si hay un desarrollo sostenible del país, esto es, si no se
produce en Panamá un proceso de desarrollo que combine la equidad en el acceso
a sus frutos con el trabajo con la naturaleza, y no contra ella.
La tensión entre esas opciones se expresa, por
ejemplo, en las críticas a la ACP por haberse constituido en un "Estado
dentro del Estado", dirigido por un "Emperador del Canal". Y,
sin embargo, lo que esas críticas expresan es, en realidad, la contradicción
evidente entre el Canal como empresa de Estado, y el estado general de la
economía, la sociedad y la administración pública en el país. En ese sentido,
el distanciamiento entre la población general y la administración del Canal no
es sino otra faceta del que se viene acentuando en la relación entre el Estado
y sus ciudadanos. En ese marco, es inevitable preguntarse –ante el hecho de que el Estado
controla el Canal-, quién (y para qué) controla
el Estado.
Enmascarar esta contradicción con programas
comunales de micro inversión financiados con una micro fracción de los ingresos
generados por el Canal, o con fondos de ahorro de recursos para los que no se
encuentra de momento empleo adecuado, no sólo no la resuelve, sino que termina
por agravarla. Lo sensato sería utilizar esos ingresos para financiar el
desarrollo del país en su conjunto, mediante inversiones estratégicas
destinadas a producir las condiciones de producción – fuerza de trabajo,
infraestructura, organización de la base territorial de la economía –
necesarias para un desarrollo mucho más armónico de las relaciones de nuestros
distintos grupos sociales entre sí, y con nuestro medio natural.
El camino hacia este tipo de decisiones es largo,
todavía. Precisamente por eso, es necesario empezar a reconocerlo y recorrerlo
lo antes posible, y en primer término desde las organizaciones sociales,
culturales y científicas de nuestra sociedad. Anteayer nos preguntábamos si
seríamos capaces de administrar el Canal. Algo hemos avanzado en eso,
exitosamente: lo bastante para darnos cuenta de que aquello era apenas el
primer paso hacia la tarea verdadera, que es la de administrar mucho, muchísimo
mejor nuestro propio país, con todos y para el bien de todos.
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