Todo el
sistema basado en el “triunfo”, en el lucro como ideal supremo –tal como es
nuestro capitalismo dominante, muy sano y rozagante y sin miras de caer en lo
inmediato– lleva implícita la transgresión. Un deportista profesional que se
dopa no hace sino repetir ese modelo tan “normal” que mueve al mundo
contemporáneo. Y eso, sin dudas, es un disparate.
Marcelo Colussi / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
El caso Armstrong: un reflejo de la crisis de nuestro tiempo. |
Lance
Armstrong, el ciclista estadounidense ganador consecutivo de siete Tours de
Francia, acaba de confesar públicamente que utilizó sustancias prohibidas en su
carrera deportiva. “¿Tomó sustancias
prohibidas? "Sí" ¿EPO? "Sí" ¿Transfusiones de sangre?
"Sí" ¿Testosterona, hormona de crecimiento o cortisona?
"Sí" ¿Lo hizo en todos y cada uno de los Tours de France que ganó?
"Sí"”, fueron las preguntas y respuestas con que la periodista
Oprah Winfrey y el propio ciclista en cuestión dejaron atónita, o más aún:
indignada, a una teleaudiencia multitudinaria.
En
realidad, no fue ninguna sorpresa que saliera a luz el dopaje en una práctica
deportiva; lo sorprendente en este caso fue la declaración de Armstrong tras
años de haber negado categóricamente el uso de drogas prohibidas. Probablemente
toda esta confesión ante cámaras de televisión puede ser parte de una estudiada
maniobra. No está claro aún hacia dónde se apunta con esto, pero desde ya puede
pensarse en posibles agendas ocultas más allá de un “sentimiento de culpa” por
parte del texano de 41 años. Más aún: si todo esto admite una lectura crítica
en términos sociales y/o políticos, ello excede a las razones subjetivas que
pueda haber en la persona de Lance Armstrong. Y así fuera que la confesión no
es sino un sentimiento absolutamente íntimo que lo ha llevado a este mea culpa público, el análisis que
pretendemos no se invalida.
¿Por
qué lo hizo? No es precisamente eso lo que debe llamarnos a la reflexión
crítica. El caso puntual de Armstrong –más notorio que otros casos de dopaje en
el deporte quizá– tiene ribetes increíbles, y probablemente podrán encontrarse
allí determinantes que guardan relación con su muy peculiar situación personal:
alguien que luchó contra el cáncer y que demostró un espíritu de superación
especialísimo, lo que puede desembocar en un hambre de triunfo voraz; tan
voraz, que no se detuvo ante la transgresión, lo que le llevó al uso de
estimulantes prohibidos. Pero no es esa variable subjetiva, personal, la que
deseamos destacar.
La
Unión Ciclista Internacional –UCI–, que en octubre del año pasado le retirara
todas las medallas obtenidas gracias al uso de esos fármacos prohibidos
inhabilitándolo para la práctica del ciclismo profesional de por vida, actuó en
forma “políticamente correcta”. Sin dudas, el mensaje que lanzó con ello es una
defensa de la ética deportiva de este deporte, puesta en entredicho en estos
últimos años con numerosos casos similares. De hecho, entre 1999 y el 2005
–período en el cual Lance Armstrong obtuvo sus siete victorias consecutivas en
el Tour de Francia– se registraron alrededor de 20 casos de dopaje en las
principales competencias ciclísticas de Europa, en Francia, Italia y España. “Su decisión de enfrentarse a su pasado es
un paso importante en el largo camino para recuperar la confianza en el deporte”,
destacó enfático el presidente de ese organismo internacional, el irlandés Pat
McQuaid, también cuestionado por su presunta connivencia en el caso Armstrong.
Del
mismo modo, el Comité Olímpico Internacional –COI– se apresuró a fustigar la
confesión del ciclista texano: “No puede
haber espacio para el doping en el deporte y el COI condena las acciones de
Armstrong y de todo aquel que busca una ventaja injusta con el uso de drogas”.
No
caben dudas que todo el sistema de dopaje utilizado por Armstrong, altamente
desarrollado, hecho a la más alta escuela a tal punto que nunca pudo ser
detectado en el momento en que lo utilizaba, implicó estructuras complejas. Es
imposible que lo hiciera él en solitario. La confesión del ciclista tal vez
ayude a develar alguna red implicada, y no sería de extrañar que se encontraran
encumbradas figuras ligadas a todo el escándalo.
Pero
la cuestión va más allá todavía. Si ahora queremos llamar la atención sobre el
hecho, no es por una pura cuestión “amarillista” de pseudoperiodismo, para
enfrascarnos en la “maldad” de este deportista en concreto, o de alguna red
mafiosa a sus espaldas. El fenómeno del dopaje en el deporte profesional que
viene acrecentándose en las últimas décadas es un síntoma de descomposición
social inocultable. En 1988 el velocista canadiense Ben Johnson, en
1992 la atleta alemana Katrin Krabbe, en 1994 el futbolista argentino Diego
Maradona, en 1998 el escándalo del Tour de Francia que termina con redadas
policiales y el descubrimiento de una vasta red de dopaje en el ciclismo, en
1999 el atleta alemán Dieter Baumann, en el 2005 el tenista argentino Mariano
Puerta y sus compatriotas Juan Ignacio Chela y Guillermo Cañas, en el 2006 el
equipo de esquí austríaco, del que seis de sus miembros son suspendidos huyendo
de la escena el entrenador Walter Mayer, en el 2006 nuevamente en el Tour de
Francia salta el escándalo por dopaje siendo suspendidos nueve corredores,
entre ellos el alemán Jan Ullrich y el italiano Ivan Basso, en el 2007 la
triple campeona olímpica estadounidense, la velocista Marion Jones, en el 2009
la alemana quíntuple campeona olímpica de patinaje Claudia Pechstein, en el
2010 nuevamente un ciclista, el español Alberto Contador, en el 2012 otro
ciclista, el alemán Jan Ullrich, sólo por mencionar algunos de los más
connotados casos. El ciclismo, evidentemente, evidencia un marcado uso de
sustancias prohibidas; pero ello se repite con frecuencia en los más variados
deportes, en figuras estelares como todos los arriba mencionados así como en deportistas
de segundo nivel. ¿Qué significa todo ello?
Si la
práctica del deporte profesional, que se supone debería ser la promoción de una
vida sana libre de sustancias psicoactivas, puede verse continuamente tocada
por estas transgresiones, en muchos casos con connotaciones policiales, ello
nos habla de un “espíritu de la época” cada vez más centrado en el disparate.
No puede entendérselo de otra manera: ¡disparate!
Por un
lado, y como primera cuestión a analizar: ¿por qué el deporte ha ido dejando
atrás de un modo total, sin retorno, el carácter amateur para devenir una
mercadería más? Las reglas del mercado, en tanto centro omnímodo de la vida
actual, sin dudas fijan todas las actividades humanas. El deporte no podría
escapar a esa lógica. A partir de ello surge la segunda cuestión: el
capitalismo, en tanto sistema que sólo se alimenta del lucro, no sabe de ética,
de valores, de solidaridad. Sólo se trata de ganar. Un deportista profesional,
expresión a ultranza de esa lógica, símbolo rutilante del “éxito” al igual que
cualquier estrella de la farándula, enceguecido por los reflectores ¿por qué
habría de tener aseguradas las barreras éticas en la búsqueda de ese éxito que
el sistema reclama a cada instante? No todos los deportistas profesionales se
doparán para aspirar al triunfo, pero evidentemente muchos sí. De hecho, muchas
grandes figuras del deporte profesional pusieron el grito en el cielo al
conocerse recientemente las declaraciones del ciclista estadounidense. Pero no
se trata aquí de una simple cuestión de “buena” o “mala” voluntad de tal
deportista en cuestión.
Lance
Armstrong o Diego Maradona, por dar algunos ejemplos, no son más “reprochables”
que aquel deportista que jamás usó estimulantes; no puede agotarse el análisis
en su “mala conducta personal”. Obviamente no se la puede justificar, así se
entienda que puede ser síntoma de sus estructuras de personalidad. Si Maradona,
lamentablemente para él, es un adicto crónico: ¿habrá que “regañarlo” por su
“mala conducta”? ¿Esa es la prescripción profesional para los toxicómanos? No
va por ahí la cuestión. Lo que se quiere evidenciar ahora es que estas
prácticas tan comunes en el deporte profesional actual son, en definitiva,
expresión de un medio que obliga al éxito a toda costa, fetichizando el triunfo
a cualquier precio. Algunos, por las razones subjetivas que sea, no dudarán en
transgredir. El mandato social está allí invitando a hacerlo. El “triunfo”
seduce, llama, cautiva. Así funcionan las drogas prohibidas: ahí están, como
una mercadería más invitando a su consumo. Muchos las prueban y algunos quedan
“enganchados” de por vida. Maradona, aún adicto, sigue siendo ídolo popular en
su país, y su transgresor histórico gol “con la mano de dios” no es objeto de
vergüenza de sus seguidores, sino de enorgullecimiento. Lo mismo pasa con
cualquier fortuna: la transgresión está en su base, la explotación, el despojo.
¿O alguien puede hacer fortuna trabajando honestamente? El “éxito” de los
millonarios, del sistema en definitiva, no se fustiga, sino que se premia.
Si el
sistema, el macrocosmos, pide “triunfo”, “éxito”, “victoria” a toda costa (esos
son los valores primeros de nuestro mundo, en cuyo nombre se hacen guerras, se
mata, se hace espionaje industrial o se invaden países), algunos desde el
microcosmos (Armstrong, Maradona, etc., la lista es larga e incluye también a
muchos Juan de los Palotes que no hacen declaraciones ante cámaras de
televisión) se lo toman demasiado en serio, y pueden vender el alma al diablo
por conseguirlo.
En otros
términos: todo el sistema basado en el “triunfo”, en el lucro como ideal
supremo –tal como es nuestro capitalismo dominante, muy sano y rozagante y sin
miras de caer en lo inmediato– lleva implícita la transgresión. Las normas
sociales ordenan la vida, impiden la transgresión como práctica normal, pero el
“éxito” –bien superior por excelencia de ese sistema– no se detiene ante nada.
Sin dudas el COI no premia el dopaje y, por el contrario, castiga ejemplarmente
a quien incurre en él. Pero el sistema general de valores en el que se
desenvuelve, quiera que no, indirectamente lo termina promoviendo. Armstrong,
al igual que cualquiera de los gladiadores modernos (muy bien pagados, por
supuesto) que el sistema implementa para su monumental y cada vez más fríamente
calculado “pan y circo”, ¿por qué no
habrían de apelar al engaño si es eso lo que cimienta todo el aparato social?
La justicia, la solidaridad, el amor y la paz son el barniz políticamente
correcto del sistema, pero la explotación inmisericorde y la guerra son su
motor real. Un deportista profesional que se dopa –el transgresor texano para
el caso, que quizá a nivel personal sí necesite ayuda psicológica– no hace sino
repetir ese modelo tan “normal” que mueve al mundo contemporáneo. Y eso, sin
dudas, es un disparate.
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