¿Será posible para
nosotros, latinoamericanos del siglo XXI, pasar por alto el legado de estos
textos fundacionales del pensamiento crítico propio y de la praxis
transformadora, en las búsquedas que ahora emprendemos y en las respuestas que
estamos llamados a construir ante la crisis civilizatoria que nos toca vivir?
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La Carta
de Jamaica de Simón Bolívar, que cumple doscientos años de escrita en
este 2015; el ensayo Nuestra
América de José Martí, publicado en 1891; y la Segunda
Declaración de La Habana, pronunciada en 1962 por Fidel Castro en una
magna asamblea popular –se calcula que asistieron más de un millón de personas
a la Plaza de la Revolución-, conforman una tríada de textos claves en la
constitución y desarrollo del pensamiento crítico latinoamericano. Y por
supuesto, representan un punto de partida insoslayable para la comprensión de
las raíces históricas profundas de los procesos políticos de nuestra región.
Desde su particulares
contextos y circunstancias, escritos uno desde el exilio de Bolívar, otro desde
las entrañas del monstruo –Nueva
York- en las que Martí empujaba la lucha por la independencia de Cuba, y el
último desde la ebullición revolucionaria y antiimperialista que recorría toda
América Latina a inicios de la década de 1960, y en la que Fidel aparecía como
un ícono mundial, estos documentos están entretejidos por elementos comunes que
van dando forma a una identidad política y cultural que bien podemos llamar nuestroamericana.
Acercarse a las ideas
expuestas en sus páginas supone, al mismo tiempo, explorar dimensiones
específicas de la historia, la política, la cultura y las problemáticas
sociales y económicas latinoamericanas, que dan cuerpo a una perspectiva teórica y
metodológica de análisis de nuestras realidades diversas que no pierde vigencia
y que, por el contrario, nutre las fuentes del pensamiento crítico y la praxis
revolucionaria desde el siglo XIX hasta el presente.
Sin pretensión de
reducir sus aportes, y solo para exponer algunos argumentos a manera de
ejemplo, en la Carta de Jamaica
encontramos la cuestión geopolítica de la “América meridional” expuesta de un
modo brillante por Bolívar, precisamente en un momento –las primeras décadas
del siglo XIX- en el que el sistema-mundo se encaminaba ya al ascenso
hegemónico de las potencias noratlánticas frente a las ibéricas, y en el que
además entraban en tensión y conflicto el viejo sistema colonial español con
los incipientes desarrollos imperialistas en Gran Bretaña, primero, y en los
Estados Unidos algunas décadas más tarde.
Sobre ese mundo
agitado, y las posibilidades que allí observa para la independencia y el futuro
americano, escribe Bolívar:
“Nosotros somos un pequeño genero
humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi
todas la artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la
sociedad civil. (…) no somos indios ni europeos, sino una especie media entre
los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma,
siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa,
tenemos que disputar éstos a los del país y mantenernos en él contra la
invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y
complicado…”
En ese escenario, su
proyecto libertador aspira también a la forja de una nueva entidad política,
aunque reconoce las adversidades de tal sueño:
“Es una idea grandiosa pretender
formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus
partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas
costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno
que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es
posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos,
caracteres desemejantes, dividen a la América”.
En Nuestra América, por su parte, Martí retoma el clamor urgente a
deponer nuestras diferencias e intereses opuestos, a favor de la necesaria
unidad de la América hispana, e incorpora una crítica moderna sobre el problema
de la organización política de las repúblicas latinoamericanas y la cuestión
nacional –desde su categoría de patria-,
que hasta entonces había sido desdeñado por las élites criollas, conservadoras
o liberales, más interesadas en copiar sin más modelos ajenos a nuestra
realidad. Para el prócer cubano, la búsqueda de formas e instituciones propias
de gobierno que procuren el bienestar común de las mayorías es un asunto de
primer orden:
“La incapacidad no está en el
país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los
que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con
leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de
diecinueve siglos de monarquía en Francia. (…) el buen gobernante en América no
es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con
qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para
llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado
apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la
abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su
trabajo y defienden con sus vidas”.
Martí también acomete
el problema de la identidad cultural, que durante buena parte del siglo XIX se
formuló bajo el falso dilema de civilización y barbarie, y cuyos ecos llegan
hasta nuestros días: “No hay batalla
entre la civilización y la barbarie -dice-, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Además, sienta las
bases del antiimperialismo latinoamericanista que alcanzará madurez durante el
siglo XX, reconociendo en los Estados Unidos, en sus apetitos de expansión y
dominio imperial, y en el desdén hacia los pueblos latinoamericanos “el peligro mayor de nuestra América”.
La Segunda Declaración de La Habana retoma las tesis antiimperialistas
martianas, ahora con la evidencia dolorosa y sangrienta de las huellas dejadas
por el imperialismo estadounidense en nuestra América, desde la intervención en
Cuba en 1897 y hasta la caída de Jacobo Árbenz en Guatemala, en 1954. El
antiimperialismo se nos presenta aquí como bandera de lucha de los pueblos
oprimidos de todo el planeta: “¿Qué es la
historia de Cuba sino la historia de América Latina? ¿Y qué es la historia de América Latina sino
la historia de Asia, África y Oceanía?
¿Y qué es la historia de todos estos pueblos sino la historia de la
explotación más despiadada y cruel del imperialismo en el mundo entero?”,
pregunta Fidel. Y agrega: “Cuba y América
Latina forman parte del mundo. Nuestros
problemas forman parte de los problemas que se engendran de la crisis general
del imperialismo y la lucha de los pueblos subyugados; el choque entre el mundo
que nace y el mundo que muere”.
En su alocución, el
líder cubano, que habla para su pueblo, pero que además sabe de las
trascendencia histórica del acto y que sus palabras se unirán a la tradición
emancipatoria nuestroamericana de dos
siglos, incorpora a la matriz de análisis iniciada por Bolívar otro temas, entre
ellos la soberanía, la autodeterminación, la liberación y la democracia
popular. Y lo hace partiendo del protagonismo que, en adelante, tendrán en esas
luchas los sujetos sociales que se perfilan como actores del nuevo tiempo:
“Con esta humanidad trabajadora,
con estos explotados infrahumanos, paupérrimos, manejados por los métodos de
fuete y mayoral, no se ha contado o se ha contado poco. Desde los albores de la independencia sus
destinos han sido los mismos: indios,
gauchos, mestizos, zambos, cuarterones, blancos sin bienes ni rentas, toda esa
masa humana que se formó en las filas de la “patria” que nunca disfrutó, que
cayó por millones, que fue despedazada, que ganó la independencia de su
metrópoli para la burguesía; esa, que fue desterrada de los repartos, siguió
ocupando el último escalafón de los beneficios sociales, siguió muriendo de
hambre, de enfermedades curables, de desatención, porque para ella nunca
alcanzaron los bienes salvadores: el
simple pan, la cama de un hospital, la medicina que salva, la mano que ayuda.
Pero la hora de su reivindicación,
la hora que ella misma se ha elegido, la vienen señalando con precisión ahora
también de un extremo a otro del continente. Ahora, esta masa anónima, esta
América de color, sombría, taciturna, que canta en todo el continente con una
misma tristeza y desengaño, ahora esta masa es la que empieza a entrar
definitivamente en su propia historia, la empieza a escribir con su sangre, la
empieza a sufrir y a morir. Porque
ahora, por los campos y las montañas de América, por las faldas de sus sierras,
por sus llanuras y sus selvas, entre la soledad, o en el tráfico de las
ciudades, o en las costas de los grandes océanos y ríos, se empieza a
estremecer este mundo lleno de razones, con los puños calientes de deseos de
morir por lo suyo, de conquistar sus derechos casi 500 años burlados por unos y
por otros. Ahora, sí, la historia tendrá
que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados de
América Latina, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre,
su historia”.
¿Quién podrá negar la
continuidad fecunda de las ideas, de las utopías, de las luchas y los triunfos
cosechados por Bolívar, Martí y Castro, gracias a su obstinada fe en nuestra
América? ¿Será posible para nosotros, latinoamericanos del siglo XXI, pasar por
alto el legado de estos textos fundacionales del pensamiento crítico propio y
de la praxis transformadora, en las búsquedas que ahora emprendemos y en las
respuestas que estamos llamados a construir ante la crisis civilizatoria que
nos toca vivir? ¿Acaso no debemos volver a ellos permanentemente, a sus ideas
que siguen vivas?
De aquella Carta de Jamaica a hoy, ha sido un largo
camino recorrido. Hace dos siglos se desató uno de los nudos de la dominación,
pero quedan otros. Como bien dice el escritor colombiano William Ospina, en un
hermoso ensayo sobre el Libertador (En
busca de Bolívar, 2010, Norma), si Simón Bolívar viviera ahora, no se
preguntaría si valió la pena el esfuerzo de su vida por la independencia y la
unidad latinoamericana: “Leería los
periódicos, miraría esas pantallas que no se callan nunca, trataría de ver en
qué estamos. Nunca se estuvo quieto, y no tenía vocación de estatua. Echará a
andar por una calle de éstas, en Puerto Príncipe o en Lima, en Trujillo o La
Habana, en Cali o Caracas. Siempre está todo por hacer, la historia empieza
cada día. Ya no es un militar ni es un político, es un hombre común, un
ciudadano. El desafío ahora es otro, y grande. Y se va preguntándose solamente
una cosa: por dónde comenzar de nuevo”.
Por mucho que hemos
avanzado, todo sigue por hacer: ahí está nuestro desafío y las enseñanzas de
estos textos fundacionales, siempre necesarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario