Los partidos políticos cuya decadencia, al convertirse en simples
agencias de mercadeo de candidatos, son uno de los principales causantes del
déficit democrático que sufre nuestro país, deben inspirarse en principios
racionales permanentemente actualizados,
a fin de ahuyentar el fantasma
del fundamentalismo.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
Ya se va haciendo
costumbre en Costa Rica que los primero de Mayo en Cuesta de Moras [sede de la
Asamblea Legislativa] nos deparen una caja de sorpresas. Este año, no sólo no
fue la excepción, sino que la caja de sorpresas se convirtió en una Caja de
Pandora. Todos los vicios y lacras que exhuman sin pudor los actuales y
decadentes círculos que medran de la política, salieron a relucir para estupor
y vergüenza de quienes forjaron al
otrora gran Partido Liberación
Nacional.
Me pregunto ¿qué
estarían pensando esas figuras señeras que dieron origen al mayor movimiento
político de nuestra historia reciente, como Don Pepe y Daniel Oduber, por no
hablar de los ideólogos de la socialdemocracia en su versión nacional, como
Rodrigo Facio y Alfonso Carro? Ellos
fundaron ese partido con el declarado propósito
de modernizar la sociedad costarricense; por lo que se concibieron a sí
mismos como legítimos herederos de las
corrientes laicizantes con las que los prohombres del liberalismo
oxigenaron la incipiente democracia nacional ya en la segunda mitad del siglo
XIX.
Al ver
horrorizados el lamentable espectáculo
brindado por los diputados de ese partido, encabezados por su flamante
candidato presidencial [Antonio Álvarez Desanti], solo cabe concluir que la
degradación de ese partido ha tocado fondo. Tal es la putrefacta huella que
está dejando la hegemonía del clan de los Arias [el expresidente Oscar Arias y
su hermano Rodrigo] y sus secuaces, al
abandonar los principios socialdemócratas de sus fundadores y mentores de sus
dorados tiempos.
Establecer una alianza
(por no decir concubinato) con los líderes de las más espernibles expresiones
de los movimientos fundamentalistas religiosos, para lograr una dudosa victoria
en la elección del nuevo directorio de la Asamblea Legislativa, es algo peor
que una perversidad: es una estupidez. Es dar signos fehacientes de que se carece de estatura moral e intelectual
como para pretender regir los destinos de una nación. En política no se pueden
excusar ni las componendas politiqueras
ni la estulticia; ni menos
exhibirse ante la opinión pública nacional e internacional en una circunstancia como la que es
tradicional en los Primeros de Mayo en la Asamblea Legislativa. Con lo hecho,
Arias y Álvarez, su antifaz actual, han
dado muestras, una vez más, ante la
ciudadanía que los principios y valores, no sólo de los antecedentes
socialdemócratas de su partido, sino de las más elementales normas y técnicas
- inspiradas en la experiencia multisecular y en el sentido común - de
la actividad política no son para ellos
ni siquiera una simple y demagógica
apariencia. Se les cayó la hoja de
parra.
Pero más allá del vergonzoso espectáculo, impúdicamente
dado por Oscar, “Toño” y su fracción parlamentaria, hay cuestiones de fondo
que es hora de que se vayan planteando
los costarricenses frente a los retos que nos depara la nueva época que está
viviendo la humanidad; reto y desafíos que son de larga data, pues constituyen
una hipoteca que nos dejaron nuestros liberales de finales del siglo pasado.
Las reformas liberales de gobiernos como el de Próspero Fernández y el de Bernardo Soto lograron independizar al
Estado de la tradicional hegemonía clerical en materia ideológica. Fue el
inicio de un proceso, que todavía debe completarse, de laicizar al Estado. Eso
sólo se logró en el ámbito educativo y en algunas otras medidas, como la
secularización de los cementerios y el reconocimiento legal del matrimonio
civil. Pero no fueron capaces de dejar plasmada una norma constitucional que afirme el carácter laico del Estado. Eso
explica la vigencia aún hoy día, en pleno siglo XXI, del obsoleto artículo 75
de la actual Constitución Política como un resabio de los oscuros días de Felipe
II. Para estar a la altura de los tiempos, debemos promover una reforma que
consagre constitucionalmente una sana separación de la Iglesia y el Estado
(incluso prohijada por el Concilio Vaticano II). Las lecciones de la historia,
desde las Cruzadas y las guerras de religión hasta la tragedia que actualmente
viven los pueblos del Medio Oriente, deben servirnos de lección.
Los partidos políticos cuya decadencia, al
convertirse en simples agencias de mercadeo de candidatos, son uno de los
principales causantes del déficit democrático que sufre nuestro país, deben
inspirarse en principios racionales permanentemente actualizados, a fin de ahuyentar el fantasma del fundamentalismo. Los
pseudopartidos políticos de tinte confesional deben ser declarados
inconstitucionales. Son una rémora para nuestra democracia y constituyen una de
las mayores amenazas para lograr la paz y la convivencia civilizada entre los
pueblos. Basta con evocar el terrorismo
islámico y el Tea Party en los Estados Unidos
para percatarse de que lo que acabo de mencionar no es una lejana
pesadilla sino una ominosa y cercana realidad. La humanidad logró, no sin
dolorosas luchas, dar un inmenso paso
gracias a las ideas ilustradas del siglo
XVIII, que pusieron las bases para la creación del Estado democrático moderno.
Ninguna manipulación electorera cortoplacista
debe resquebrajar esos logros.
Pero lo anterior
no debe ser interpretado como que las religiones no tengan nada que
decir frente a los graves problemas que hoy amenazan a nuestra especie. La
función de las religiones no es sólo suministrar una visión de mundo (¡no la
única!) de raigambre metafísica, sino también preconizar los principios
éticos y axiológicos, sin los cuales la
convivencia entre los pueblos y los diversos sectores que componen la sociedad
dejaría de ser humana. Las religiones organizadas y las personalidades
religiosas individuales tienen como misión
recordar permanentemente al mundo, que sin una economía basada en la
justicia social y una política que promueva la paz como su objetivo último, la convivencia
civilizada entre los humanos no es posible. Pero todo ello sin pretender cuotas
de poder, sino basadas tan solo en el
testimonio profético de esos valores.
Por eso, a pesar del vergonzoso espectáculo ofrecido
por la fracción liberacionista, este primero de Mayo, el pueblo costarricense
pudo escuchar una voz de dignidad que le da motivos fundados de esperanza. La
homilía del Arzobispo de San José fue un
claro ejemplo de cómo debe ser la función de las iglesias y sus jerarcas en
estos tiempos de crisis. Monseñor Quirós, siguiendo los pasos del Papa
Francisco, hizo algo más que proclamar genéricamente los principios cristianos
en materia política: exigió que se sienten responsabilidades de quienes son los causantes de la crisis que
agobia a una institución que ha sido pilar de la estabilidad democrática del
país, como es la Caja del Seguro Social, en cuya creación su antecesor y
coterráneo, Mons. Víctor Manuel Sanabria, jugó un papel protagónico. Al
levantar su dedo acusador, al Arzobispo sólo le faltó señalar hacia Rohrmoser
en donde se encuentra el principal responsable de la crisis que hoy afecta a
esta emblemática institución.
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