Estamos ingresando en tiempos que demandan preguntas
nuevas para construir las respuestas que nuestras sociedades necesitan. Ni el
énfasis en lo económico, ni el énfasis en lo social, lo político o lo ambiental
nos darán la clave de las preguntas que necesitamos.
Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra
América
Desde
Ciudad Panamá
Ora et labora
San Benito de Nursia, siglo VI
Ya va
siendo un lugar común decir que no vivimos en una época de cambios, sino en un
cambio de épocas. De eso se trata cuando el mundo no se presenta ante nosotros
como una estructura de relaciones bien definidas, ordenada y previsible, sino
como un proceso volátil, incierto, complejo y ambiguo, en el que un mismo hecho
puede tener varios significados a la vez. Pero aun así, bajo esa apariencia
caótica subyace un orden que podemos comprender: el de una transición entre dos
grandes momentos de la historia de la especie humana.
Esta
transición no es la primera que conocemos. En Occidente, al menos, han ocurrido
otras dos. La primera tuvo lugar entre la Antigüedad y la Edad Media, a lo
largo del periodo que va de la desintegración del Imperio Romano en 476 a la
coronación de Carlomagno como Emperador Romano de Occidente por el Papa León
III en la Catedral de San Pedro durante la misa de Navidad del año 800. La
segunda, durante el paso de la Edad Media a la Moderna durante el siglo XVI
“largo” que fue de 1450 a 1650. La transición que vivimos, iniciada a fines del
siglo XX, nos lleva de aquella Edad Moderna a otra aún no definida, a lo largo
de un período de caos incremental que algunos han llamado la Posmodernidad.
Las
transiciones anteriores tuvieron tal alcance y complejidad que dieron lugar a
la formación de nuevas civilizaciones. La primera produjo la civilización de la
Cristiandad Occidental; la segunda, la del Capital a escala mundial. Cada una
de ellas estuvo marcada por visiones del mundo, aspiraciones y formas de
conducta compartidas por millones de seres humanos. Cada una, también, fue tan
distinta a la precedente que esa diferencia inspiró al escritor norteamericano
Mark Twain a escribir en 1889 su novela Un
yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo, en la que contrasta las
mentalidades y conductas de la civilización medieval inglesa y las de la
civilización capitalista norteamericana a fines del siglo XIX.
Comprender
estos procesos de un modo que nos permita influir en ellos demanda disponer de un marco de referencia
para el razonar. Desde una perspectiva de cristiandad, por ejemplo, ese marco
puede ser establecido a partir de Encíclicas como Evangelii Gaudium (2013)
y Laudato Si’ (2015)
del Papa Francisco. Desde una perspectiva secular, disponemos del legado
de Marx – desde el Manifiesto
Comunista hasta Capital, y más allá -, y, en el
presente, en la obra de autores como el historiador norteamericano Immanuel
Wallerstein, tanto en su estudio mayor – El
Moderno Sistema Mundial, en elaboración desde 1974, cuyo IV tomo fue
publicado en 2011-, como en los análisis más puntuales recogidos en su libro Después del Liberalismo, de
mediados de la década de 1990.
Una
perspectiva así organizada permite
vincular entre si cuatro rasgos principales de la circunstancia por la que
atraviesa el sistema mundial en esta etapa de su desarrollo, y las perspectivas
inerciales – por así decirlo – de su evolución futura: un crecimiento
económico sostenido aunque vacilante e incierto; una inequidad
social persistente; una degradación
ambiental constante, y un
proceso de desintegración
institucionalcreciente. Por otra parte, si bien esos rasgos
señalan el hecho de que vamos hacia un mundo diferente al que conocemos, no
definen de antemano el mundo venidero. La transición en curso, en efecto, puede
llevarnos a una civilización en la que nuestra especie alcance que alcance
nuevas alturas su desarrollo, o a un retorno a la barbarie que nos ponga bajo
amenaza de extinción.
Ante una
circunstancia así, la responsabilidad fundamental corresponde a quienes están
en mejor capacidad de identificar a tiempo, y en toda su complejidad, las
amenazas y las oportunidades de nuestro tiempo, recordando siempre, con José
Martí, que
La Providencia para los hombres no es más
que el resultado de sus obras mismas: no vivimos a la merced de una fuerza
extraña: el hombre inferior inteligente no puede concebir torpeza en una
inteligencia superior: el justo de la tierra no comprende la injusticia en
quien ha de encaminarlo y dirigirlo.[1]
Ante la
incertidumbre reinante, además, puede ser útil examinar con algún detalle la
experiencia de transiciones anteriores. Cabría decir, por ejemplo, que la
transición que llevó a Occidente de la Antigüedad a la Edad Media operó en dos
momentos y dos planos distintos. El primero correspondió a la ruptura cultural
con la Antigüedad en el siglo V, que tiene una de sus expresiones más ricas en La Ciudad de Dios, de San
Agustín, elaborada entre 412 y 426. El segundo, al proceso que se inicia con la
fundación del monasterio de Montecasino por San Benito de Nursia, hacia el año
529, que vino a convertirse en una semilla de orden en el caos creado por la
desintegración del imperio romano y que, multiplicada a lo largo de ocho
siglos, abrió paso a la formación de una sociedad, una economía, un sistema de
gobierno y una territorialidad nuevas entre los siglos XI y XIII, para pasar de
allí a transición a la Edad Moderna a partir de la terrible crisis del siglo
XIV, y sus consecuencias entre el XV y el XVI.
En todo
esto, por otra parte, es bueno resaltar que cada una de las transiciones
anteriores dio lugar a formas nuevas de gestión del conocimiento y la cultura.
La Academia antigua, centro de cultivo de la cultura al margen de la actividad
productiva, cedió su lugar al monasterio benedictino, con su mandato de
combinar la vida religiosa con el trabajo. El monasterio, a su vez, se vio
desplazado por la Universidad al iniciarse la decadencia de la Edad Media,
abriendo paso al proceso mediante que llevaría al capital a constituir a la
ciencia como una actividad productiva estrechamente ligada al desarrollo de la
industria y el comercio a escala mundial.
Atendiendo
a lo anterior, resulta evidente que la transición que encaramos hoy ofrece a
estas nuevas formas de organización de la gestión del conocimiento un lugar de
especial importancia. En primer lugar, ellas nos permiten saber que esta
transición puede conducirnos a la barbarie y aun al riesgo de extinción si no
es bien manejada. En segundo, hoy conocemos la historia de nuestra especie como
no podían haberlo hecho ni Agustín de Hipona en el siglo V, ni Adam Smith en el
XVIII. En tercero, hoy disponemos de recursos científicos y tecnológicos, y de
capacidades humanas que pueden ofrecer una solución a los problemas
ambientales, económicos y sociales que encaramos sin son utilizados en una
perspectiva de desarrollo humano.
Atravesar
el mar de la crisis de un modo más breve, menos caótico y más humano y
trascendente que en las transiciones anteriores, encaminando nuestro rumbo a un
mundo que sea sostenible por lo humano que llegue a ser, será sin duda una
tarea de dimensiones mosaicas. En
efecto, estamos ingresando en tiempos que demandan preguntas nuevas para
construir las respuestas que nuestras sociedades necesitan. Ni el énfasis en lo
económico, ni el énfasis en lo social, lo político o lo ambiental nos darán la
clave de las preguntas que necesitamos. Hoy, más que nunca, necesitamos
trascender aquellas visiones del mundo creadas a partir de la deconstrucción
del todo en sus partes, para atender a las relaciones entre los componentes que
lo integran. De ese modo, se hará evidente que si deseamos un mundo distinto
debemos crear sociedades diferentes, y descubriremos finalmente que esa es la
tarea realmente fundamental.
Panamá, 10 de mayo de 2017
NOTA:
[1] “Revista Universal”. México, 31 de
julio de 1875. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana,
1975. VI, 286.
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