Es posible que estemos bordeando la
dominación perfecta: sociedades divididas en partes casi iguales, entre los que necesitan patear el tablero y los que temen cualquier cambio. Una mitad conformista y la otra mitad apabullada por la cuarta guerra mundial. Por encima de ambas, 1 por ciento controla el poder estatal, el material y las democracias electorales.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
Nos hacen falta ideas. La mente no piensa con información
sino con ideas, como destaca Fritjof Capra en La trama de la
vida. En esta tremenda transición/tormenta que vivimos, necesitamos
lucidez y organización para comprender lo que sucede y para construir las
salidas. Cuando la realidad se hace más compleja y la percepción se enturbia,
una característica de las tormentas sistémicas, aclarar la mirada es un paso
ineludible y vital.
Por eso nos atiborran con información
basura, porque contribuye a potenciar la confusión. Es en este sentido que los
medios juegan un papel sistémico que consiste en desviar la atención, hacer que
las cosas importantes y decisivas tengan un trato idéntico a las más
superficiales (un accidente en carretera tiene más cobertura que el caos
climático) y tratan los temas serios como si fueran un partido de futbol.
Como sabemos, hay quienes piensan que
no hay cambios mayores, que la tormenta sistémica es una crisis pasajera, luego
de la cual todo seguirá su curso normal. Pero los de abajo necesitamos aguzar
los sentidos, detectar los sonidos y los movimientos imperceptibles, porque
nuestras vidas están en riesgo y cualquier despiste puede tener consecuencias
desastrosas. No tenemos seguros de vida ni guardias privados, como tienen los
de arriba.
El historiador francés Emmanuel Todd
reflexiona sobre las elecciones en su país, con análisis bien interesantes. El
primero, es que desde hace varias décadas existen campos de fuerzas sociales
estables, que le permiten asegurar que la sociedad está dividida en dos mitades
y que esa división permanece casi inalterada (goo.gl/p1i6WN).
En segundo lugar, se pregunta porqué en
el pasado cuarto de siglo el rechazo al modelo neoliberal no ha crecido (en
Europa), pese al aumento de la desocupación y al fracaso del euro. Analiza la
población, un dato estructural que tienden a minimizar los analistas. En
Francia, la población envejeció hasta seis años desde 1992 y, de hecho, los
ancianos
han perdido el derecho de voto, porque una salida del euro derrumbaría sus pensiones.
La segunda cuestión que contempla es la
estratificación educativa. Concluye que
la gente con estudios superiores produjo una oligarquía de masasy que esa élite pasó de 12 por ciento de la población en 1992 a 25 por ciento, en sólo 25 años. La conclusión estremece: una población envejecida sumada a una mayor
masa oligárquicadesemboca en un creciente conformismo de la mitad de la población, mientras la otra mitad de abajo se ha deteriorado notablemente desde el tratado de Maastricht de 1992.
Cuando Marx escribe el Manifiesto Comunista, la relación entre
los de abajo y los de arriba era de nueve a uno. No había pensiones para los
mayores y la universidad estaba reservada para las élites. Era un sistema
inestable, donde 90 por ciento tenía interés en derribarlo.
Los dos cambios mencionados por Todd
(demografía y educación superior) representan mutaciones profundas para quienes
aspiramos a transformar el mundo. Todavía en 1960 abundaban los universitarios
como el Che,
dispuestos a utilizar sus conocimientos junto a los oprimidos. El sistema supo
comprender que tenía un punto débil entre los jóvenes universitarios y tomó
medidas.
Ahora los docentes de ese nivel ganan
fortunas, hasta 30 veces el salario mínimo en varios países. Los estudiantes
cuentan con becas que les permiten estirar los estudios de posgrado hasta
bordear los 40 años y luego aspiran a ingresar en la élite universitaria. En el
imaginario colectivo el ascenso social pasa por los estudios superiores a los
que se entrega buena parte de la vida.
Immanuel Wallerstein sostenía hace tres
décadas (en Marx y el
subdesarrollo) que bajo el capitalismo la clase alta pasó de 1 a 20
por ciento de la población mundial. La cifra puede acercarse ahora a 25 por
ciento que presume Todd para la
oligarquía de masas. En América Latina las cifras deben matizarse, pero vamos hacia allá.
Es posible que estemos bordeando la
dominación perfecta: sociedades divididas en partes casi iguales, entre los que necesitan patear el tablero y los que temen cualquier cambio. Una mitad conformista y la otra mitad apabullada por la cuarta guerra mundial. Por encima de ambas, 1 por ciento controla el poder estatal, el material y las democracias electorales.
A medida que se expanden las dimensiones del grupo en la cima, a medida que vamos haciendo a los miembros del grupo de la cima cada vez más iguales entre sí en sus derechos políticos, se hace posible extraer más de los de abajo, escribe Wallerstein en Después del liberalismo (página 168). Y agrega que
un país mitad libre y mitad esclavo sí puede durar mucho tiempo.
Las consecuencias de estos cambios
deberían llevarnos a sacar algunas conclusiones
estratégicas.
Primero, la democracia se asienta en
ese sector que no quiere desestabilizar el sistema, mientras la otra mitad no
se siente representada. La democracia electoral tiene sentido para la mitad de
arriba, pero es una cárcel para los de abajo.
Dos, para la mitad desheredada de la
población, el diseño actual del capitalismo es una realidad opresiva, ya que
las políticas sociales focalizadas tienden a neutralizar y dividir a quienes
necesitan levantarse contra el sistema.
Los partidos de centro-izquierda
recogen las aspiraciones, y los miedos, de esa mitad de la población que sólo
quiere cambios cosméticos y cuyo ejercicio político excluyente es votar cada
cinco o seis años y asistir a mítines para aplaudir a sus caudillos.
La mitad de abajo no puede confiar en
un sistema político que funciona como una
dictadura democrática.
Una estructura política con total libertad para la mitad de arriba puede ser la forma más opresiva que se pueda imaginar para la mitad de abajo, sigue Wallerstein.
Los que viven en la zona del no-ser, en
palabras de Fanon, son los que resisten y construyen otros mundos, por mera
necesidad de sobrevivir. Pero son bombardeados por la fantasía de que pueden
cambiar su destino sin quebrar el sistema.
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