Los libros siempre
gritaron desde el silencio. Siempre se impusieron por sobre la indiferencia.
Quemados, perseguidos por lo que expresaba su contenido, terminaron triunfando
desde las cenizas, cenizas que intactas, aun podían leerse y despertar asombro,
curiosidad y rebeldía, cuestionamiento al menos por su destino ígneo.
Roberto Utrero Guerra / Especial
para Con Nuestra América
Desde Mendoza,
Argentina
Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires 2017. |
Esa pequeña duda,
surgida del asombro por el ensañamiento sobre las ideas expresabas en las hojas
humeantes, alentaron la indignación del menos avisado, cualquiera fueran las
épocas o los regímenes que llevaban a ese acto bárbaro. Con la curiosidad
abierta ante lo aberrante, fue el principal alimento para la rebeldía recién
nacida: la reacción que se intentaba aniquilar estaba de nuevo en pie,
dispuesta a emprender una marcha sin retorno de la mano de aquel osado y
ocasional lector.
La letra escrita,
siempre impulsó al hombre a nuevos cuestionamientos, a desafíos que ponían en
jaque el orden imperante. La palabra, en ese sentido, tuvo un carácter
insurrecto; desbordada, intentó destronar las verdades establecidas, interpelar
lo revelado. Ante su peligrosidad, circuló de manera oculta, clandestina, a
sabiendas que sería reprimida al ser descubierta.
Ese ha sido el tortuoso
camino del conocimiento, expresado en forma escrita en cartas o ensayos, tanto
como el martirologio sufrido por sus autores en todas las épocas.
Todavía resuena en la
humanidad las palabras del sabio Galileo Galilei “eppur si muove”, tras haber
sido obligado a abjurar sus ideas por la Iglesia, controversia que, en el
presente siglo todavía alienta discusiones, a pesar del evidente y comprobado
progreso de la ciencia y las misiones al espacio exterior que surgieron de sus
inventos y observaciones.
Seguramente los autores
originarios de los símbolos de las tablillas de arcilla, descubiertas en Tell
Brak, Siria en 1984[i], no imaginaron la
revolución que pondrían en marcha, dado que eran ejemplo de escritura más
antiguos conocidos y darían comienzo a la historia.
Lejos de discutir si
otras culturas lo hicieron antes o simultáneamente, el hecho marca un hito
fundamental en el desarrollo del hombre, como antes lo fue el descubrimiento
del fuego.
Lamentablemente
también, este descubrimiento empleado para cocinar los alimentos, que da origen
a una mejora indiscutible en la calidad de vida, colocando una frontera
demarcada entre lo crudo y lo cocido, un enorme salto antropológico, genera
también caídas abismales, cuando los libros son lanzados al fuego masivamente,
como ocurrió con los códices mayas, destruidos por el sacerdote Diego de Landa
en Yucatán, justificándose ante la posteridad: “Hallámosles gran número de
libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiera
superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos […][ii] Aunque décadas antes
Girolano Savonarola se sintiera orgulloso de su “Hoguera de vanidades”, con la
que eliminó libros en Florencia por considerarlos inmorales. Cuestión de la que
no era original, sino continuador de otros célebres piromaníacos que devastaron
bibliotecas enteras, como fue el caso de la de Alejandría, o ya entrado el
siglo pasado, en la Alemania nazi en 1933 o, más cercanamente, durante las
obtusas dictaduras que nos han gobernado recientemente en América Latina.
Todo dictador siente un
terror descomunal frente a los libros, frente aquello que sospecha, contienen
una crítica a su desempeño, a su poder sin límites y por ello los quiere
eliminar de la faz de la tierra, no vaya a ser que comiencen insuflar aires de
libertad, aire irrespirable para los tiranos que, inspirados en un fanatismo
feroz intentan desterrar todo lo que se le oponga, sobre todo ideas, ideas que
circulan encapsuladas en libros.
Hay maneras más sutiles
de quemar libros o dificultar su circulación, como achicar el presupuesto
destinado a fomentar su edición, su distribución o, directamente, bajar los
salarios de la población para que la compra de libros se transforme en una
necesidad postergable, frente al consumo de alimentos o vestimenta, algo así
como considerar al libro un bien superfluo, un lujo extravagante, deleznable.
En su lógica perversa, todo cabe.
Si en algo se
caracterizan los gobernantes surgidos en la era de la post verdad, es que
sienten alergia o aversión por los libros. Por lo menos, en las innumerables
fotografías en que son retratados y circulan por los medios, jamás se los ve
hojeando uno y, mucho menos, con el fondo tapizado de lomos de una biblioteca.
Pareciera que el libro le resta eficacia a su declamado pragmatismo, como si
lectura y reflexión, y el movimiento que posteriormente inducen, no fueran
parte de un mismo acto inteligente, racional. Bueno, en el fondo, de eso se
trata, de poner en perspectiva la oposición entre discurso y acción de los
poderosos que nos guían.
En la inauguración de
la 43ª. Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires, la semana pasada, un
acontecimiento cultural sin precedentes que tuvo su origen en la promoción del
libro allá por los lejanos setenta por parte de la Sociedad Argentina de
Escritores SADE, la escritora Luisa Valenzuela, quien ha vivido largos años en
el extranjero y fue invitada especialmente para la apertura, formuló una dura
crítica, manifestando: (vivimos) “tiempos de un ubicuo Moloch, ese monstruo
bíblico con panza de fuego que traga a los nuevos desamparados y los
multiplica: trabajadores desplazados, estudiantes, docentes, investigadores,
inmigrantes, hasta mujeres porque nos están convirtiendo en una población de
riesgo” y, previo a ella, el presidente
de la Fundación El libro, Martín Gremmelspacher, había expuesto la grave
situación por la que atraviesa la industria editorial específicamente, afectada
por la contracción del consumo en general sufrida por toda la población.
Cuestión que no cayó nada bien a los ministros de Cultura de la Nación, Pablo
Avelluto y Ángel Mahler de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, siendo el
primero, el que viene recibiendo cachetazo tras cachetazo, por su desafortunada
gestión en el área a su cargo.
Y, les guste o no, muchos, pero,
sobre todo, quienes leen asiduamente, identifican a las autoridades de
Cambiemos con los gobiernos totalitarios y retrógrados, aquellos que
alimentaban hogueras con libros.
Los libros por siempre
los libros, siempre serán la luz al final de la oscuridad, la esperanza de los
espíritus inquietos que levantarán las banderas intentando derrocar al mítico
Moloch, del que nos advertía Luisa Valenzuela en la apertura de la concurrida
Feria.
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