Las
perversidades del extremismo racionalista y dogmatista están siendo combatidas
por modos de pensar y de actuar que se presentan como alternativas pero que, en
el fondo, son callejones sin salida porque los caminos que señalan son
ilusorios, sea por exceso de pesimismo, sea por exceso de optimismo.
Las ocho
personas más ricas del mundo poseen tanta riqueza como la mitad más pobre de la
población mundial (3,5 mil millones de personas). Se destruyen países (de Irak
a Afganistán, de Libia a Siria, y las próximas víctimas pueden ser tanto Irán
como Corea del Norte) en nombre de los valores que debían preservarlos y
hacerlos prosperar, ya sean los derechos humanos, la democracia o el primado del
derecho internacional. Nunca se habló tanto de la posibilidad de una guerra
nuclear.
Los
contribuyentes estadounidenses pagaron millones de dólares por la bomba no
nuclear más potente jamás lanzada contra túneles en Afganistán, construidos en
la década de 1980 con su propio dinero, gestionado por la CIA, para promover a
los islamistas radicales en su lucha contra los ocupantes soviéticos del país,
los mismos radicales que hoy se combaten como terroristas. Mientras, los
estadounidenses pierden el acceso a la atención médica y son llevados a pensar
que sus males son causados por inmigrantes latinos más pobres que ellos. Tal y
como los europeos son llevados a pensar que su bienestar está amenazado por los
refugiados y no por los intereses imperialistas que están forzando al exilio a
tanta gente. Del mismo modo que los sudafricanos negros, empobrecidos por un
mal negociado fin del apartheid, asumen actitudes xenófobas y racistas contra
inmigrantes negros de Zimbabue, Nigeria y Mozambique, tan pobres como ellos,
por considerarlos la causa de sus males.
Entretanto,
circulan por el mundo las tiernas imágenes de Silvio Berlusconi dando el
biberón a cabritillos para defenderlos del sacrificio de Pascua, sin que nadie
denuncie que durante esos minutos televisivos miles de niños murieron por falta
de leche. Como tampoco son noticia las fosas clandestinas de cuerpos
desmembrados que constantemente se están descubriendo en México, mientras que
las fronteras entre el Estado y el narcotráfico se desvanecen.
Como tenemos
miedo de pensar que la democracia brasileña morirá el día en que un Congreso de
políticos enloquecidos, corruptos en su mayoría, consiga destruir los derechos
de los trabajadores conquistados a lo largo de cincuenta años, un propósito
que, por ahora, los políticos brasileños parecen lograr con inaudita facilidad.
Tiene que haber un momento en que las sociedades (y no solo unos pocos
“iluminados”) lleguen a la conclusión de que esto no puede seguir así. Para
ello, la negatividad del presente nunca será suficiente.
La
negatividad solo existe en la medida que aquello que niega es visible o
imaginable. Un callejón sin salida se convierte fácilmente en una salida si la
pared en que termina tiene la falsa transparencia de lo infinito o de lo
ineluctable. Esta transparencia, que es falsa, es tan compacta como la opacidad
de la selva oscura con la que antes la naturaleza y los dioses vedaban los
caminos de la humanidad. ¿De dónde viene esta opacidad si la naturaleza es hoy
un libro abierto y los dioses un libro de aeropuerto? ¿De dónde viene la
transparencia si la naturaleza, cuanto más se revela, más se expone a la
destrucción, si los dioses sirven tanto para trivializar la creencia
inconsecuente como para banalizar el horror, la guerra y el odio? Hay algo de terminal
en la condición de nuestro tiempo que se revela como una terminalidad sin fin.
Es como si la anormalidad tuviese una energía inusitada para convertirse en una
nueva normalidad y nos sintiésemos terminalmente sanos en lugar de
terminalmente enfermos. Esta condición deriva del paroxismo al que llegó el
instrumentalismo radical de la modernidad occidental, tanto en términos
sociales como culturales y 3 políticos.
El
instrumentalismo moderno consiste en el predominio total de los fines sobre los
medios y en la ocultación de los intereses que subyacen a la selección de los
fines en forma de imperativos falsamente universales o de inevitabilidades
falsamente naturales. En el plano ético, este instrumentalismo permite a quien
tiene poder económico, político o cultural presentarse socialmente como
defensor de causas cuando, de hecho, es defensor de cosas. Este
instrumentalismo asumió dos formas distintas, aunque gemelas, de extremismo: el
extremismo racionalista y el extremismo dogmatista. Son dos formas de pensar
que no permiten contraargumentación, dos formas de actuar que no admiten
resistencia. Ambas son extremadamente selectivas y compartimentadas de tal modo
que las contradicciones ni siquiera aparecen como ambigüedades. Las caricaturas
revelan bien lo que está más allá de ellas.
Heinrich
Himmler, uno de los máximos jefes nazis, que transformó la tortura y el
exterminio de judíos, gitanos y homosexuales en una ciencia, cuando regresaba
de noche a casa entraba por la puerta trasera para no despertar a su canario
favorito. ¿Es posible culpar al canario por el hecho de que el cariño que le
tenía Himmler no era compartido por los judíos? A su vez, es conocida la anécdota
de aquel comunista argentino tan ortodoxo que incluso en los días de sol en
Buenos Aires usaba sombrero de lluvia solo porque estaba lloviendo en Moscú.
¿Es posible negar que detrás de tan acéfalo comportamiento no estuviera un
sentimiento noble de lealtad y de solidaridad?
Las
perversidades del extremismo racionalista y dogmatista están siendo combatidas
por modos de pensar y de actuar que se presentan como alternativas pero que, en
el fondo, son callejones sin salida porque los caminos que señalan son
ilusorios, sea por exceso de pesimismo, sea por exceso de optimismo. La versión
pesimista es el proyecto reaccionario que 4 tiene hoy una renovada vitalidad.
Se trata de detestar en bloque el presente como expresión de una traición o
degradación de un tiempo pasado, dorado, un tiempo en el que la humanidad era
menos amplia y más consistente. El proyecto reaccionario comparte con el
extremismo racionalista y dogmatista la idea de que la modernidad occidental
creó demasiados seres humanos y que es necesario distinguir entre humanos y
subhumanos, pero no piensa que ello debe derivar de ingenierías de intervención
técnica, sean ellas de muerte o de mejora de raza. Basta que los inferiores
sean tratados como inferiores, sean mujeres, negros, indígenas, musulmanes.
El proyecto
reaccionario nunca pone en cuestión quién tiene el privilegio y el deber de
decidir quién es superior y quién es inferior. Los humanos tienen derecho a
tener derechos; los subhumanos deben ser objeto de filantropía que les impida
ser peligrosos y los defienda de sí mismos. Si tuviesen algunos derechos,
siempre deben tener más deberes que derechos. La versión optimista de lucha
contra el extremismo racionalista y dogmatista consiste en pensar que las
luchas del pasado lograron vencer de modo irreversible los excesos y
perversidades del extremismo, y que somos hoy demasiado humanos para admitir la
existencia de subhumanos. Se trata de un pensamiento anacrónico inverso, que
consiste en imaginar el presente como habiendo superado definitivamente el
pasado.
Mientras el
pensamiento reaccionario pretende hacer que el presente regrese al pasado, el
pensamiento anacrónico inverso opera como si el pasado no fuese todavía
presente. Debido al pensamiento anacrónico inverso, vivimos un tiempo colonial
con imaginarios poscoloniales; vivimos un tiempo de dictadura informal con
imaginarios de democracia formal; vivimos un tiempo de cuerpos racializados,
sexualizados, asesinados, descuartizados con imaginarios de derechos humanos;
vivimos un tiempo de muros, fronteras como trincheras, exilios forzados,
desplazamientos internos con 5 imaginarios de globalización; vivimos un tiempo
de silenciamientos y de sociología de las ausencias con imaginarios de orgía
comunicacional digital; vivimos un tiempo de grandes mayorías que solo tienen
libertad para ser miserables con imaginarios de autonomías y emprendimiento;
vivimos un tiempo de víctimas que se vuelcan contra víctimas y de oprimidos que
eligen a sus opresores con imaginarios de liberación y de justicia social.
El
totalitarismo de nuestro tiempo se presenta como el fin del totalitarismo y,
por eso, es más insidioso que los totalitarismos anteriores. Somos demasiados y
demasiado humanos para caber en un solo camino; pero, por otro lado, si los
caminos fuesen muchos y en todas las direcciones, fácilmente se transformarían
en un laberinto o en un enredo, en cualquier caso, en un campo dinámico de
parálisis. Es esta la condición de nuestro tiempo. Para salir de ella es
preciso combinar la pluralidad de caminos con la coherencia de un horizonte que
ordene las circunstancias y les otorgue sentido. Para pensar tal combinación y,
más aún, para pensar siquiera que ella es necesaria, son necesarias otras
maneras de pensar, sentir y conocer. O
sea, es necesaria una ruptura epistemológica que vengo llamando epistemologías
del sur.
No hay comentarios:
Publicar un comentario