sábado, 26 de septiembre de 2015

Francisco, dignidad humana y política de la esperanza

La valentía con la que el Papa Francisco está dando una respuesta a la altura de las complejas y delicadas exigencias de nuestro tiempo, marcará un antes y un después en la historia de la Iglesia y del pontificado.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

La visita del Papa Francisco a Cuba y Estados Unidos, que sin duda será recordada como histórica por su relevancia y su sentido de oportunidad, ha terminado por revelarnos la dimensión de estadista del pontífice y su perfil de estratega político que no deja ni un solo detalle al azar: ni en sus discursos, en los que articula con fineza el argumento con la sencillez de las metáforas y las evocaciones; ni mucho menos en sus puestas en escena, donde lo mismo celebra los oficios religiosos a la sombra de la imagen del Che Guevara y Camilo Cienfuegos en la Plaza de Revolución, o envía su saludo de “admiración y respeto” a Fidel Castro, que refrenda en la Casa Blanca las acciones del presidente Barack Obama contra el cambio climático o pronuncia un memorable mensaje desde el centro mismo del imperio: el Congreso de los Estados Unidos. “El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos”, dijo el Papa en su alocución ante los legisladores estadounidenses, desmarcándose así de maniqueísmos y prejuicios ideológicos –como también lo había hecho en Cuba-, para situar el debate en el horizonte de la búsqueda del bien común. Unir más que dividir, acompañar más que disgregar.

El liderazgo de Francisco, en todo caso, no se limita a cuestiones de forma y estilo, o más precisamente, de estética y comunicación, sino que se asienta en la coherencia entre su pensamiento –que entrelaza el amor evangélico profundo, y casi radical, con la crítica al capitalismo depredador de nuestros días- y su praxis pastoral: esta se expresa en su compromiso con los más humildes, con todos los riesgos que esto implica, incluso para su propia vida, y en la construcción de una política de la esperanza que lo convierte en un referente mundial para creyentes y no creyentes, en momentos en que la humanidad clama por orientaciones éticas y morales en medio de violencias, guerras, desencanto y, en definitiva, de la crisis civilizatoria por la que transitamos.

Esta política de la esperanza, inclusiva y abierta al mundo, a sus dramas y sus necesidades, se perfila tanto en la dimensión individual como en la social. En La Habana,  la homilía de Francisco giró en torno al desafío de subvertir la lógica egoísta de la cultura dominante, para encontrar la vida auténtica que “se vive en el compromiso concreto con el prójimo”. Para el pontífice, “servir significa, en gran parte, cuidar la fragilidad. Cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo. Son los rostros sufrientes, desprotegidos y angustiados a los que Jesús propone mirar e invita concretamente a amar. Amor que se plasma en acciones y decisiones. Amor que se manifiesta en las distintas tareas que como ciudadanos estamos invitados a desarrollar. (…) la importancia de un pueblo, de una nación; la importancia de una persona siempre se basa en cómo sirve la fragilidad de sus hermanos. En eso encontramos uno de los frutos de una verdadera humanidad”.

En Washington, Francisco insistió en su crítica a la negación de la dignidad humana que promueven gobiernos, instituciones y políticos que sirven al dinero –“el estiércol del diablo”, como lo llamó en Bolivia- y no al prójimo oprimido y sufriente. “Si es verdad que la política debe servir a la persona humana, -sostuvo- se sigue que no puede ser esclava de la economía y de las finanzas. La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social”.

Y en su intervención en la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas en Nueva York, el Papa condenó la perversa combinación de destrucción ambiental y exclusión social, que hoy amenaza a la humanidad entera y sus posibilidades de garantizar la reproducción de la vida en condiciones dignas para todos y todas: “La exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del descarte»”. Y agregó: “los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Ese mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad del espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y los otros derechos cívicos”.

En su encíclica Laudato si’, Francisco sostiene que, ante la degradación social y ambiental que nos amenaza, debemos emprender una “revolución cultural”. Y a eso está abocado: a sumar esfuerzos, acercar pueblos, tender la mano, forjar alianzas y apelar a la conciencia de los hombres y mujeres de todo el planeta. Con audacia, navega en medio de aguas agitadas para llevar adelante el programa político de su encíclica. Sus giras por América del Sur, en el mes de julio, y ahora por Cuba y los Estados Unidos, dan testimonio de ello.

No sabemos si Francisco logrará concretar la reforma institucional del Vaticano y la actualización doctrinaria que la Iglesia Católica requiere con urgencia. Los obstáculos y resistencias internas de las jerarquías episcopales, y el inevitable pulso de intereses, podrían dar al traste con el que, finalmente, se presentaba como el desafío mayor al momento de su elección. En ese escenario, la agenda global parece ganar terreno  a la agenda de los asuntos internos de la Iglesia, o acaso  avanzar en la primera sea también una forma de legitimar y preparar el terreno para la segunda. Eso está por verse.

Al margen de estas disquisiciones, es inobjetable el liderazgo activo que ha asumido el primer Papa latinoamericano en temas como la paz, las tensiones geopolíticas del mundo multipolar,  la lucha contra la pobreza y la desigualdad social, o la protección de la Casa Común ante el capitalismo y el cambio climático. Y que lo haga desde la influyente posición que ahora ocupa merece un profundo y sincero reconocimiento. La valentía con la que el Papa Francisco está dando una respuesta a la altura de las complejas y delicadas exigencias de nuestro tiempo,  marcará un antes y un después en la historia de la Iglesia y del pontificado.

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