En las megaciudades, se
está jugando una parte sustancial del futuro de la humanidad. Allí concentra
sus baterías el capital global, impulsando aquellos actos gigantes que mayores
beneficios le rinden, a corto y largo plazos. Los que resisten son
sistemáticamente acusados de delincuentes.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
Las grandes ciudades del
tercer mundo se han convertido en espacios tan atractivos para la acumulación
del capital, como las vastas áreas rurales en que se expanden los monocultivos
y la minería a cielo abierto. Los megaeventos, como los Juegos Olímpicos y los
mundiales de futbol, pero también los grandes conciertos musicales, son la
mejor excusa para acelerar la acumulación, que va de la mano de la expulsión de
los pobres o su encierro permanente en espacios controlados.
Las ciudades brasileñas,
muy en particular Río de Janeiro, muestran en este momento la cara menos amable
de la acumulación por despojo: intervención militar de favelas, derribo
de viviendas y expulsión de comunidades que estaban asentadas desde décadas
atrás en zonas ahora apetecibles para el capital. Un acto organizado esta
semana por el Laboratorio de Estudio de Movimientos Sociales y
Territorialidades (Lemto) permitió conocer por dentro la realidad de quienes
están siendo agredidos por las obras de cara al Mundial de 2014 y las olimpiadas
de 2016.
“Llegan y marcan las
casas que van a derribar, igual que hacían los nazis con las casas de los
judíos”, dice, con impasible serenidad, Inalva Brito, luchadora social de 66
años que integra la asociación de los habitantes de Vila Autódromo, un barrio
de 450 familias en el sur de Río, lindero con la futura villa olímpica. Allí
hay pobladores que integran la tercera generación de expulsados por el
desarrollo, que cada vez son trasladados a lugares más alejados del centro
urbano, donde no hay servicios y el transporte es muy caro.
El Morro da Providencia,
el más antiguo de la ciudad erigido por ex combatientes de la guerra de Canudos
a finales del siglo XIX, es un monumento a la desigualdad social. ¿Quién
estaría interesado en este cerro de escaleras empinadas y callejuelas
irregulares, construido a golpe de sudor por los 20 o 30 mil vecinos que lo
habitan desde hace 100 años? Marcia, veterana luchadora social de la favela,
nos conduce por lugares imposibles, mostrando las casas marcadas con tres
letras fatídicas, SMH, iniciales de la secretaría municipal de vivienda (siglas
en portugués). Cada pocos pasos aparecen lotes tapizados de escombros que
denuncian la acción de las topadoras. Se detiene en un lugar, señalando que en
ese sitio fue derribada una vivienda con la familia dentro. Desigualdad y
violencia estatal. ¿O habría que hablar de “terrorismo democrático de Estado”?
Lo más asombroso de la favela de Providencia es la construcción de un
enorme teleférico que comienza en la estación de autobuses, hace su parada
única en lo que fue la plaza principal del lugar (espacio de socialización y de
fiestas de la comunidad, ahora destruido), para terminar del otro lado del
cerro, pegado a la Ciudad de la Samba, donde las escolas do samba construyen
sus carromatos y diseñan sus disfraces. La favela, que ni siquiera
aparece en los mapas turísticos, será una foto-trofeo en la mochila de los
turistas, mientras sus pobladores no tendrán acceso al teleférico.
El gran pecado de la
población de esta favela no es el narcotráfico, casi inexistente por
cierto, sino vivir junto al puerto, una zona que ahora es apetecida por la
especulación inmobiliaria que pretende remodelar un área a la que ya bautizó
Puerto Maravilha, en relación directa con la Cidade Maravilhosa. Los galpones
abandonados serán reconvertidos en restaurantes y tiendas de lujo para
turistas; los puentes y extensos viaductos serán derribados para darle un
aspecto “verde”, adecuado a los gustos de los turistas del norte y del turismo
interno de clase media alta. Antes de eso, como precondición de la acumulación
por despojo, se instaló una enorme UPP (Unidad de Policía Pacificadora) en la
zona baja de la favela, la más accesible para los carros blindados, los
tenebrosos caveirãos (en referencia a la calavera, emblema de la policía
militar). En sentido riguroso, por pacificación se entiende el combate a la
comunidad, aunque para mantener las apariencias democráticas se usan términos
como “narcotráfico” o “bandidos”, para criminalizar a toda una población que
cumple siempre los mismos requisitos: pobre, marginalizada, negra.
Esta misma semana, la
presidenta Dilma Rousseff anunció en París la construcción de al menos 800
aeropuertos regionales en ciudades hasta de 100 mil habitantes. En este momento
funcionan apenas 66. Todos estarán ligados por autopistas con las ciudades
próximas. No dio cifras, pero supone un jugoso negocio para un puñado de
constructoras y la ruina de miles de familias que inevitablemente serán
desplazadas. No es casualidad: las constructoras realizan los mayores aportes a
las campañas electorales de los partidos. En las recientes elecciones
municipales y de gobernadoras, cuatro grandes constructoras (An- drade
Gutierrez, Queiroz Galvão, OAS y Camargo Corrêa) donaron 100 millones de
dólares a los candidatos. Sólo Andrade Gutierrez entregó 38 millones de
dólares. El PT fue el partido más beneficiado: recaudó 32 millones sólo de las
cinco mayores donadoras (Folha de São Paulo, 9 de diciembre de 2012).
¿Quién puede competir con semejante poder? No los favelados, por cierto.
Un reciente estudio del
Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) señala que las cinco
mayores ciudades del país concentran 25 por ciento del PIB nacional, y sólo
tres –São Paulo, Río de Janeiro y Brasilia– 21 por ciento (Agencia Brasil, 12
de diciembre de 2012). En toda la región del sureste, la más rica de Brasil,
uno por ciento de los municipios concentran la mitad de la renta. Allí, en las
megaciudades, se está jugando una parte sustancial del futuro de la humanidad.
Allí concentra sus baterías el capital global, impulsando aquellos actos
gigantes que mayores beneficios le rinden, a corto y largo plazos. Los que
resisten son sistemáticamente acusados de delincuentes.
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