La vieja cicatriz de la pérdida de Panamá,
que parecía desvanecida para los colombianos, ha vuelto a doler esta semana.
Romeo dice que "se ríe de las cicatrices el que nunca ha sufrido una
herida", y Homero nos recuerda siempre que "allí donde hay una
cicatriz hay una historia".
William
Ospina / Tomada de El Espectador (Colombia)
Un expresidente de esos que pescan en todo
río revuelto, casi ha llamado a tomar las armas para defender el mar
arrebatado. Otros llaman a desconocer el fallo de la corte de La Haya, que con
gran arbitrariedad repitió con el mar lo que nos sucedió hace un siglo con el
istmo. Pero este dolor sólo ha sido posible gracias a una serie de paradojas y
negligencias.
La primera paradoja consiste en que las
democracias modernas tengan que basar la legitimidad de sus fronteras en la
voluntad de unos monarcas antiguos. Todavía tienen que repetirnos que la
soberanía de Colombia sobre el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa
Catalina, se funda en la Cédula Real del 20 de noviembre de 1803, que segregó
ese archipiélago y la costa de la Mosquitia de la capitanía general de
Guatemala, y la incluyó en el territorio del Nuevo Reino de Granada. Por
fortuna, en junio de 1822 esa soberanía se vio confirmada por la adhesión
voluntaria de la población de las islas a la Constitución de Cúcuta.
La segunda paradoja consiste en que Colombia
renunciara voluntariamente, creo que por un sentimiento de justicia, a su
soberanía sobre la costa de la Mosquitia, a cambio de que Nicaragua le
reconociera su soberanía sobre el archipiélago. El tratado Esguerra-Bárcenas,
de 1928, definió, aunque imperfectamente, esas dos realidades, extendió el
territorio nicaragüense hasta la costa este y el mar hasta el meridiano 82, y
dejó el territorio insular en manos de Colombia, pero ello no se tradujo en
sentimientos de hermandad sino en nuevos reclamos.
La tercera paradoja es que Nicaragua niegue
el valor del tratado Esguerra-Bárcenas sin advertir que ello significaría que
las fronteras de los dos países vuelven a ser las anteriores a ese tratado.
Equivaldría a decir que Colombia vuelve a ser dueña no sólo del archipiélago
sino de la costa de la Mosquitia: algo que Colombia jamás ha pretendido.
Nicaragua niega un tratado que la favorece, con el argumento sin duda razonable
de que estaba sometida a una invasión de Estados Unidos en el momento de
firmarlo.
La cuarta paradoja consiste en que no
hayamos delimitado mediante un tratado serio nuestras fronteras marítimas, y
hayamos preferido someter un tema tan delicado y tan local a la jurisdicción de
una corte lejana, cuyos miembros ni conocerán estas regiones y ni siquiera
están en condiciones de dictar su fallo en castellano. Cualquier frontera
definida por un tratado bilateral habría sido más justa y más benéfica que este
fallo absurdo. Y ello se agrava si pensamos que el sometimiento a la corte de
La Haya, en lugar de resolver las diferencias pacíficamente, no ha hecho más
que crear un nuevo malestar.
Asombra que Colombia se sintiera tan segura
de sus derechos que ni siquiera imaginó la posibilidad, no de que el fallo
fuera adverso, como terminó siéndolo, sino incluso de que fuera arbitrario. Los
sucesivos gobernantes de Colombia han debido prever que un nuevo despojo
despertaría en la población un viejo malestar y un justo sentimiento de
orfandad.
Me siento muy lejano de todo nacionalismo
enfermizo, y de todo patriotismo oportunista, de esos que aparecen en seguida
tratando de traducir en votos y en favoritismo político el malestar y el
sufrimiento de los ciudadanos, pero siempre he sentido el dolor de que nuestra
dirigencia no sea capaz, no sólo de conservar, sino de engrandecer, esas que
ellos mismos llaman “las regiones apartadas del país”.
Y allí hay que señalar las negligencias: el
hecho de que un odioso centralismo haya permitido a lo largo del tiempo que
cuanto más alejadas de la capital estén las regiones, mayor sea su abandono.
Por eso creo que la reacción de los dirigentes frente a este despojo es sobre
todo una manifestación de oportunismo, pues si de verdad les interesaran los
territorios no habrían mantenido en el extremo abandono la Orinoquia y la
Amazonia, que siempre aparecieron en un pequeño recuadro en los mapas
escolares. Eran regiones de segunda clase llamadas apenas territorios
nacionales, que sólo hace veinte años empezaron a tener los derechos y la
estructura administrativa de los departamentos.
Si a los gobernantes y a los políticos les
interesaran de verdad estos suelos cuya pérdida parece dolerles tanto,
Buenaventura, el principal puerto del país y la principal fuente de riqueza
para muchos, no estaría en el nivel de abandono, de postración y de violencia
en que vive; el Chocó no habría sido dejado por tanto tiempo a su suerte; y ese
medio país lleno de riquezas, las planicies del Orinoco y de la Amazonia, no
habría quedado a merced de las guerrillas y de fenómenos de colonización rudos
y expoliadores. Esos territorios pueden decir del Gobierno lo que dijo cierta
dama cuando su marido, siempre indiferente, entró en crisis porque ella lo
abandonaba: “Prefiere morir por mí que vivir conmigo”.
Si tuviéramos más atención por el
territorio, si lo amáramos más, si lo engrandeciéramos de verdad, no
correríamos tanto el riesgo de perderlo, y no tendríamos que rasgarnos las
vestiduras cada tanto tiempo, ni arrancar en agonía nuestros cabellos para
colgarlos del ciprés, como dice la caricatura verbal de Rafael Núñez.
Pero estos gobiernos prefieren ponerse la
mano en el pecho, y hasta llamar a la guerra cada cincuenta años, en vez de
gobernar con responsabilidad, con amor y con dignidad cada día.
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