Aquí cada pueblo guarda una historia, cada
camino significó una hazaña y cada tecnología dibujó una promesa, pero también
cada olvido y cada negligencia labraron para muchos una catástrofe.
William Ospina / Tomado de El Espectador
I
Hacia 1840, la extensa
región que conformaría más tarde el Eje Cafetero colombiano era una selva casi
impenetrable, entre el cañón del río Cauca y el valle del Magdalena, entre las
últimas parcelas del sur de Antioquia y las primeras haciendas del Valle del
Cauca.
Parecían tierras
intocadas por la historia, pero sus pobladores antiguos, pantágoras, onimes,
marquetones, gualíes, ebéjicos, noriscos, carrapas y picaras, exquisitos
ceramistas quimbayas y refinados orfebres calimas, habían sido arrasados tres
siglos atrás por la Conquista, por las espadas de Robledo y las herraduras de
César, las lanzas de Jiménez de Quesada, las jaurías de Galarza y los incendios
de Núñez Pedrozo.
Una densa vegetación de
guaduales y guarumos, guarandás y guayacanes, guamos y guásimos, carboneros y
palmas de cera amanecía en el bullicio de todas las aves del mundo; jaguares y
serpientes, osos y venados silvestres, armadillos, guatinajos, zaínos y zorros,
vivían bajo los millares de monos que saltaban entre los árboles. Pero esas
selvas vírgenes guardaban la memoria de su pasado: incontables obras de arte y
de religión, cementerios de indios revestidos de oro.
Parecían también selvas
sin dueño, pero desde la Conquista la tierra de todos se había vuelto tierra de
unos cuantos. Tras la Independencia los latifundios pasaron íntegros de manos
españolas a manos de generales criollos o empresas extranjeras, y uno de los
mayores estaba precisamente en aquella región de la cordillera central: eran
las 200.000 hectáreas de la Concesión Aranzazu. Según las escrituras, en 1763
el rey de España se las había concedido a José María de Aranzazu; un siglo
después sus herederos criollos y sus aliados ejercían allí un dominio
implacable.
Explotaban minas de oro
y mercurio, y defendían a sangre y fuego las fronteras de aquel país privado,
sus selvas llenas de tesoros. Pero a mediados del siglo XIX éramos ya más de
dos millones y medio de habitantes; las regiones pobladas estaban saturadas de
gente, y comenzó la forzosa expansión de caucanos, santandereanos y antioqueños
hacia las tierras vírgenes.
Si ya el latifundio de
Felipe Villegas se había convertido en los municipios de Abejorral y Sonsón,
¿no era justo que las selvas de los Aranzazu se convirtieran también en pueblos
y ciudades, en parcelas de miles de colonos y no en el feudo de una sola
familia? Allí comenzó otra de las guerras colombianas que apenas se han
contado: la de la Concesión Aranzazu contra los colonos que venían descubriendo
de árboles y venados las tierras cultivables.
No creían que las
montañas del centro del país fueran excelentes para la agricultura: venían
buscando el oro que olvidaron los conquistadores. Lo mismo las minas
inexploradas que el oro de las tumbas indígenas. Rosarios y escapularios,
hisopos con agua bendita y cruces de mayo rezadas por obispos los protegerían
de los ensalmos y maldiciones que sellaban las tumbas. Tomaban los poporos y
los pectorales, arrojaban huesos y cántaros, y encima de las guacas abiertas
alzaban chozas y enramadas.
Uno de los pioneros de
la colonización había sido Fermín López Buitrago, quien recorrió temprano
aquellas tierras fundando pueblos de un día y trazando caminos que después
nadie pudo borrar. Fundó a Salamina, llegó a lo que sería Manizales, pero de
todas partes lo expulsaban los dueños de todo, hasta que finalmente en Santa
Rosa pudo fundar otro pueblo duradero. Siguiendo su rastro creció con las
décadas la presión de los colonos: algunos sólo traían hambre, otros recuas de
mulas y de bueyes. Siempre tropezaban con los esbirros de Aranzazu y de los socios
González y Salazar, que esgrimían sus títulos, quemaban las chozas y los
caseríos, y asesinaban a los colonos.
Colonos indignados
mataron en el puente de Neira a uno de los hombres más ricos del país: Elías
González, socio de la gran Empresa, dueño de tabacales en Mariquita y de
salinas en Neira; un poderoso señor feudal que estaba construyendo por razones
privadas uno de los caminos más difíciles del país: el que uniría por los
abismos del Ruiz sus minas de sal en Salamina con sus haciendas de tabaco en el
valle del Magdalena.
Para apagar la guerra
el gobierno dividió por fin la Concesión. Dejó a sus dueños 90.000 hectáreas y
repartió 110.000 entre los colonos. Así nacieron Marulanda, Filadelfia,
Aranzazu, Neira y Manizales.
Vinieron más colonos, y
acompañando aquel avance venían los mineros ingleses. Estaban aquí desde las
guerras de Independencia; a cambio de sus empréstitos recibieron licencias para
explotar las minas. Sabían que los españoles sólo habían extraído el oro que
puede obtenerse con brazos y picas, pero ellos traían técnicas nuevas y
poderosas porque Inglaterra estaba siendo transformada por la Revolución
Industrial. Fue tal su influencia, que las nuevas fincas y pueblos ya obedecían
al estilo de la arquitectura de las colonias inglesas de la India y del Caribe:
no eran casas de piedra con patios cerrados y geranios en las rejas sino casas
de tabla parada con grandes aleros y corredores de barandas pintadas de
colores.
Habíamos vivido por
siglos del oro, de la quina, del añil y el tabaco. Pronto se descubrió que
aquel suelo recién colonizado era óptimo para el cultivo del café, una planta
abisinia que había llegado a Santander de las Antillas, y que ya se cultivaba
en La Mesa, en las vertientes de la Cordillera Oriental que miran al Tolima.
Y Colombia pasó de la
economía de las grandes haciendas a la de los minifundios cafeteros. No era un
cultivo apenas lo que nacía: era una época de nuestra historia.
II
En Manizales, para poder hacer la casa, había que hacer
primero el lote.
Esa leyenda popular
ilustra las dificultades de los hombres que decidieron fundar aquel caserío a
la vez en las crestas de la cordillera y en el corazón de una selva. Una
valiosa antología: Manizales, su historia y su cultura, de Pedro Felipe Hoyos,
permite ver ese impresionante proceso que convirtió un poblado lluvioso de
mediados del siglo XIX en la más dinámica ciudad del país a comienzos del XX.
Empezó en 1834, cuando
una segunda oleada de colonos salió de Marmato, el pueblo de oro colonial
construido a riesgo sobre los túneles de la montaña. Con Antonio Arango y con
Nicolás Echeverry venía el alemán Wilhelm Deghenhardt: querían conocer el
nevado del Ruiz, estudiar su potencial minero, aprovechar la descendencia
cimarrona de un ganado abandonado en otras décadas que ahora proliferaba en los
páramos.
Diez años después,
Arango y Echeverry, acompañados entre otros por Manuel Grisales y Agapito
Montaño, por Benito Rodríguez y Gil Vicente, a quien llamaban Capón Saraviado,
volvieron con once bueyes a buscar más ganado, y terminaron fundando un
caserío. Así eran esos tiempos, a veces resultaba tan difícil volver al sitio
de origen, que era preferible inventar otro pueblo.
Lo que vemos aquí fue
la lenta, inevitablemente violenta, población de las tierras centrales: colonos
contra indígenas, terratenientes contra colonos, todos contra la naturaleza, y
la naturaleza contra todos. Manizales, tal vez porque fue tan difícil fundarla
en las crestas de la cordillera, entre los remezones de la tierra y el rugido
del volcán, entre el barro de los deslizamientos y la tristeza de la lluvia, se
fue convirtiendo en el centro de un mundo.
Algunos de los primeros
colonos, después mitologizados como “Los Fundadores” y exaltados en su
escultura tutelar por Luis Guillermo Vallejo, tras mil conflictos con la
concesión Aranzazu ascendieron a terratenientes y emprendieron una exitosa
carrera como agricultores y comerciantes. Cultivaron cacao y domaron la
hacienda cimarrona para establecer la primera industria de lácteos. Lo que
había sido selva se cruzó de caminos: ya en las hondonadas se oían más las
hachas que los pájaros.
El cacao ensanchó los
caminos que iban a la tierra de origen; el comercio de quesos los abrió hacia
las llanuras inundadas del sur y a las mansiones y claustros del Cauca Grande.
Las tierras ofrecidas por el gobierno estaban repartidas pero los colonos
seguían llegando: siguió la colonización de las selvas del Risaralda, y otra
tierra prometida, los yarumales y los guaduales infinitos del Quindío.
El difunto Elías
Gonzales había trazado un camino sobre la cuerda floja del abismo de Letras,
para salir al Valle del Magdalena y conectar con el centro del país y con el
mundo. A finales del XIX, ya diez mil bueyes recorrían esa ruta de tierra
inestable, “hondos fangales donde las bestias se consumen hasta los pechos”,
ríos de piedras, redes de raíces, derrumbaderos de greda, suelos de estacas y
de púas, una telaraña de chorros y saltos y resbaladeros casi borrados por la
niebla, y una lluvia incansable sobre tantos fantasmas de mulas y bueyes y
peones despeñados. Baste saber que un viento atroz mató a cuarenta mulas un día
en un solo paso de la montaña.
Bajaban al puerto de
Honda el fruto de las tierras colonizadas, subían manufacturas de los países
industriales. El avance hacia el sur fundó entre tantos pueblos a Pereira,
sobre el Otún, en las ruinas de la vieja Cartago, a Armenia y Chinchiná,
Caicedonia y Sevilla. El descenso al oriente fundó a Soledad, tan parecida a su
nombre que mejor se lo cambiaron por Herveo, y a Fresno ante la primera luz de
la planicie. Líbano, Villahermosa, Casabianca, Murillo, Manzanares,
Pensilvania: no hubo desde la Conquista una fiebre de fundaciones como esa, que
llevó incluso a la quinta fundación de Victoria. Donde las mulas se echaban con
las petacas corría el riesgo de nacer algún pueblo.
En las últimas décadas
del siglo XIX la producción anual de café pasó de 60.000 sacos a 600.000.
Aunque ya empezaba a cultivarse en las tierras colonizadas, lo producían sobre
todo las haciendas de Santander y Cundinamarca. Pero al final del siglo una
dramática caída de los precios golpeó las haciendas, y el café del viejo Caldas
respondió mejor a la crisis. Abundantes hijos proveían la mano de obra y la
calidad del café cosechado era mejor.
Pero nadie sabía que lo
que estaba naciendo era una región económica y que, aunque poderosa, esa
economía no significaría tanto opulencia como estabilidad: una dinámica de la
que podían participar tantas familias hizo nacer una tradición de arraigo y de
orgullo, abrió camino a una democracia posible, dio poder de consumo a los
productores, integró al país comunicando sus regiones, enlazando el norte y el
sur, el oriente y el occidente.
No habían llegado los
tiempos bárbaros en que el precio final de los productos es más importante que
el orden que propicia su cultivo, no habían llegado los tiempos en que se podía
destruir un orden social y familiar, todo un sistema de trabajo y de relaciones
humanas, sólo porque los productos puedan conseguirse más baratos en otra
parte.
Hasta alemanes como
Julius Richter, que soñaban aún con El Dorado, descubrieron que el oro estaba
menos en las minas que en las ramas: muy pronto una pequeña región del centro
del país iba a hacer visible a Colombia en el mercado mundial, y nos asomaría a
los primeros sueños de la modernidad.
Para que ello
ocurriera, entraron en acción los ingleses.
III
Nuestro gran desafío desde el comienzo era unir y
comunicar el país.
Pero a la extrema
diversidad geográfica se añadía la complejidad racial, la opresión de indios y
de esclavos, el culto a las metrópolis ilustres y el menosprecio por todo lo
local. Esta geografía impuso proezas, sufrimientos y brutalidades. La
exploración del territorio, el paso de los ríos y hasta la apertura de caminos
exigieron desde el comienzo hazañas heroicas.
Pero también esa
diversidad, unida a las odiosas estratificaciones que dejó la colonia, a la
disputa por las riquezas del suelo y por el suelo mismo, nos hundió sin cesar
en guerras y conflictos. Pocas cosas tan difíciles de seguir y de explicar como
la sucesión de las guerras colombianas.
Los caminos, que
prometían el progreso, también abrieron paso al conflicto incesante. No es por
realismo mágico que García Márquez habla de las 32 guerras del coronel
Aureliano Buendía. Mientras llegaba el cultivo del café a las tierras quebradas
de Caldas, Colombia vivía la guerra civil de 1851, la del 54, la del 60, la del
76, la del 85 y la del 95. Después, la Guerra de los Mil Días le costó al país
200.000 muertos, el cinco por ciento de su población, que es como si hoy una
guerra arrebatara dos millones de vidas.
El Gobierno había
confiado al alemán Elbers la navegación por el Magdalena, pero en Honda los
raudales impedían que las naves alcanzaran la parte alta del río. Había un
tramo que los barcos de gran calado no podían superar, y eso hizo aun más
necesarios los ferrocarriles.
Antes del café, la
economía giraba alrededor del tabaco. Por primera vez los ingleses abandonaron
las minas y pusieron su interés en otro producto. Todavía en Ambalema la casa
de los ingleses, que manejó el embarque de tabaco hacia Europa, y la casa donde
se prensaban las hojas, esperan su restauración y su nuevo destino.
Los ingleses habían
explotado las minas de Marmato y Supía, las minas de Mariquita y Santa Ana.
Hijo de un ingeniero irlandés era Diego Fallon, el poeta que descubrió a la
Luna en los cañones del Gualí, y que escribió el poema más famoso de Colombia
antes de que llegara la música de José Asunción Silva.
Esos británicos traían
ya “la mineralogía, la mecánica aplicada, la teoría del calor, la química
inorgánica, los métodos geofísicos, el sismógrafo, la ingeniería de vías, los
reactivos químicos, la rueda hidráulica, la técnica de amalgamación”. Traían el
molino liviano de pistones, el monitor hidráulico, la draga flotante; pasaron
del mercurio al cianuro, trajeron la turbina Pelton y la dinamita.
Mientras el país se
desangraba en la Guerra, entre 1899 y 1903, que fue también responsable de la
pérdida de Panamá, la cosecha de los campesinos cafeteros de Caldas abrió para
el país un horizonte nuevo. Pero había un problema.
Nadie sabía cómo sacar
esos millones de sacos hacia los puertos: ni siquiera los diez mil bueyes de
Letras lograban bajar el café al Valle del Magdalena. Entonces Tomas Miller y
sus ingenieros ingleses hicieron una propuesta genial: tender un cable aéreo
por aquellos abismos, llevar en vagonetas desde Manizales hasta Mariquita la
cosecha cafetera.
En 1912, bajo la
dirección del ingeniero australiano James Lindsay, empezaron las obras que
parecían imposibles. El tendido de los cables se hizo desde Mariquita, subiendo
la cordillera. La guerra del 14 interrumpió por un tiempo los trabajos y se
dice que el barco que traía una de las torres principales fue hundido por
alemanes en el Atlántico. Ello hizo necesario reemplazar el hierro inglés por
troncos de guayacán de las montañas, y en mayo de 1922 un cable aéreo de 72
kilómetros, el más largo del mundo en su tiempo, fue inaugurado en un banquete
donde giraba por un gran salón, llevando flores en sus vagonetas, una réplica
en miniatura de la obra.
Ese cable convirtió a
Manizales en la ciudad más dinámica del país. Todavía era un pueblo grande de
casonas de tabla parada y balcones de colores, una imprudente sucesión de casas
de madera pegadas una a otra como jamás lo habrían recomendado los ingleses, y
con una catedral de cedro, nogal y maderas balsámicas que era orgullo de los
piadosos campesinos iniciados en las costumbres urbanas.
En 1925 un incendio
consumió 32 manzanas y las llamas alcanzaron a morder la catedral perfumada. Un
año después un segundo incendio se llevó otras manzanas y devoró la catedral
por completo. La ciudad emprendió su reconstrucción con edificios diseñados por
arquitectos notables y se empeñó en alzar una catedral capaz de resistir a dos
grandes enemigos: el fuego implacable y los terremotos que desmoronaban los
barrios en el abismo.
Necesitaba inventarse
un pasado: se aferraba al gótico, al hispanismo, a las filigranas del mundo
grecolatino, pero también quería estar a la altura de la modernidad. Un
biznieto de aquel Julius Richter que había venido a trabajar en las minas,
Danilo Cruz Vélez, discípulo de Heidegger en Friburgo, habría de convertirse en
uno de los más importantes filósofos de Colombia.
John Wotard diseñó en
1926 la estación del ferrocarril. La catedral vertiginosa, vaciada en concreto,
hecha para desafiar al volcán y al incendio, fue diseñada por Julien Auguste
Polti, jefe de monumentos públicos de París, y se convirtió en 1939 en el ápice
de aquella ciudad de contrastes, todavía llena de brujas y aparecidos, todavía
olorosa a yerbabuena y a musgo, pero que era ya la capital de la primera
comarca campesina en Colombia conectada de verdad con el mundo.
IV
Al lado del camino de
agua hicieron el camino de hierro. Hacia 1886, un hombre llamado Antonio Acosta
estableció en un pequeño puerto llamado La Curva del Conejo, una venta de leña
para los vapores que bajaban y subían por el Magdalena.
La destrucción de las selvas había
comenzado mucho antes: en típico rebusque colombiano, los vendedores de leña
empezaron a potrerizar las orillas, los bosques acabaron en las calderas de los
barcos, la tierra que soltaban las raíces se sedimentó en el lecho del río, y
fue así como los propios barcos acabaron con la navegación.
Pero por un tiempo el fenómeno le dio
prosperidad a aquel poblado, al que llegaron hacia 1904 muchos guerrilleros que
había dejado sin oficio el final de la Guerra de los Mil Días. Desde Ambalema,
que llenó de humo aromático los pulmones europeos casi un siglo, se estaba
tendiendo el ferrocarril que pasaría por Beltrán, San Lorenzo, Mariquita, Honda
y Yeguas, hasta llegar a El Conejo, que alguien vislumbraba como gran puerto
fluvial del futuro. Y aquellos guerrilleros, cansados de plomo, se aplicaron a
otro metal: a tender los rieles del tren en cuyos vagones venía el siglo XX.
Al comienzo, en el mapa, los caminos de
hierro eran casi imperceptibles: recomenzaba la lucha con esta naturaleza
rebelde. En 1855 ya un ferrocarril, entre Ciudad de Panamá y Colón, había unido
el océano Atlántico con el Pacífico. Tímidamente avanzaron las carrileras, como
las llamamos en Colombia: de Barranquilla a Sabanilla, de Santa Marta a
Ciénaga, de Cartagena a Calamar, de Medellín al Magdalena, de Cúcuta al
Táchira, de Medellín a Amagá, de Cali a Buenaventura, de Bogotá a Facatativá,
de Bogotá a Girardot, de Girardot a Ibagué con un ramal que seguía para Neiva.
A finales del XIX la iniciativa
modernizadora tuvo el respaldo de la administración de Manuel Murillo Toro. A
comienzos del XX Rafael Reyes le dio empuje. Y fue Pedro Nel Ospina, ingeniero,
quien en 1922, aprovechando la indemnización de 25 millones de dólares que
Estados Unidos pagaba por Panamá, intentó la prolongación de aquellos tramos
para formar tres grandes troncales ferroviarias: Bogotá-Buenaventura, cuyo
principal obstáculo era el paso de Ibagué a Armenia; Pasto-Mompox, que debía
pasar por Popayán, Cali, el cañón del Cauca y la Boca de Tocaloa; y la ruta
Bogotá-Santa Marta, pasando por Tunja, Sogamoso, el Chicamocha, Bucaramanga y
Puerto Wilches.
Cada tramo tenía un desafío: el mayor era
la cordillera Central, y en 1914 comenzaron los estudios para unir a Ibagué con
Armenia. En 1920 se definió por dónde perforar la cordillera, pasando la
depresión de Calarcá, para llegar al Pacífico. Ya habían comenzado los trabajos
cuando otra gran depresión, la crisis del año 29, acabó con el proyecto.
Pero así pasó el ferrocarril por Ambalema y
recogió las últimas grandes cosechas de tabaco, y así se encontraron en
Mariquita las locomotoras de la Dorada Railway Company, con las vagonetas de la
Ropeway Branch que bajaban la cosecha cafetera.
Para administrarla, se estableció desde
1905 en Mariquita la Ciudadela Inglesa. Bordeada de canales para controlar
inundaciones, era ejemplo notable de la arquitectura de la época. Todavía
sobreviven en ruinas, pero con sus estructuras intactas bajo los árboles, la
estación del ferrocarril, la estación del cable aéreo, las inmensas bodegas,
los talleres, las quintas de ingenieros y la capilla de esa Ciudadela que duró
50 años y que tuvo en su tiempo iglesia anglicana y cementerio inglés.
Un capítulo de nuestra historia parece
caerse a pedazos a la sombra de cámbulos y ceibas. Alrededor han construido
urbanizaciones, pero de las 42 hectáreas originales queda espacio suficiente
para una Ciudadela de la memoria, antes de que sea arrasada por el olvido.
Esos diez mil metros cuadrados de
construcciones en peligro nos hablan todavía de gestas asombrosas y promesas
frustradas. Tantas cosas se cruzan allí: la ruta de la Expedición Botánica y la
memoria de la navegación por el río, la colonización de las selvas centrales,
medio siglo de fundaciones, el relato de la Concesión Aranzazu, la saga del
café y muchos relatos que marcaron nuestro destino: los diez mil bueyes del
Camino de la Moravia, las llanuras del tabaco, las minas de alemanes e
ingleses, las ruinas de Santa Ana bajo la luna de Fallon, el tendido de los
ferrocarriles, el Cable aéreo que inspiró el de Gamarra a Ocaña y el de
Manizales al Chocó, las vagonetas en la niebla del páramo descendiendo hacia la
tierra caliente, la edad en que los esfuerzos de nativos, criollos e
inmigrantes nos pusieron a las puertas de la modernidad.
Esa historia de hace un siglo cambió la
cara de una vasta región y dejó salpicadas de apellidos ingleses a las estirpes
criollas de la montaña, pero no sólo es una invitación a recuperar la memoria.
La vieja Ciudadela debería convertirse en lugar de visita para viajeros, de
trabajo para organizaciones y talleres de creación, en centro de reflexión sobre
suelos y pisos térmicos, sobre las relaciones entre los glaciares y el río,
sobre clima y transporte, sobre modelos económicos y desafíos ecológicos.
Testimonio visible de una edad del continente, es el espacio ideal de muchas
cosas necesarias y urgentes para aprender a habitar con respeto y sabiduría el
territorio, como nos lo recuerdan cada día, pocos kilómetros al sur, las ruinas
de Armero, arrasada por la desmemoria, la negligencia y la ignorancia.
Porque aquí cada pueblo guarda una
historia, cada camino significó una hazaña y cada tecnología dibujó una
promesa, pero también cada olvido y cada negligencia labraron para muchos una
catástrofe.
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