Una de las
instituciones humanas más extendidas, desarrolladas y poderosas está asentada
sobre la más absoluta irracionalidad. ¿Quién podría morir gozoso por "su
bandera" si no fuera militar? ¿Quién podría sentirse orgulloso de ser una
"máquina de matar" –como sucede con los comandos elites– si no se es
militar?
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
"Tomamos las
armas para abrir paso a un mundo en el que
ya no sean
necesarios los ejércitos". Subcomandante Marcos
Está claro: un zapatero
arregla zapatos, una enfermera cuida de los enfermos, una azafata atiende a los
pasajeros en vuelo y un músico alegra el espíritu con la música. ¿Cuál es la
función específica de un militar? Matar. Un militar se prepara para la guerra,
para eliminar enemigos: su oficio, lisa y llanamente es matar gente, matar
otros seres humanos. Más aún: se llega al absurdo patético que cuantos más
seres humanos mata, mejor profesional es. Se le premia por eso, se le
condecora, se le nombra "héroe de la patria". ¿Cómo se ha llegado a
tamaña irracionalidad?
Todos los oficios
aportan un beneficio social: producen bienes y/o servicios que facilitan la
vida, la mejoran, elevan su calidad. ¿Qué aporta un militar? ¿Quién se
beneficia con el matar? Seguramente alguien, por eso existe la profesión. Las
mayorías populares, no. Se podrá decir que están para "defender a la
patria". ¿Podemos hoy día siquiera decirlo con un mínimo de seriedad eso?
¿Qué patria? Incluso el capitalismo globalizado actual ya está prescindiendo de
la vieja idea de Estado-nación, simplemente porque no la necesita. ¿Quién se
beneficia entonces de las guerras, del acto de aniquilar a otros?
Los militares, a los
que nadie llama "asesinos", no son un caso patológico, una pústula
social peligrosa, un tumor del cual el colectivo deba defenderse como sí debe
hacerlo, por ejemplo, de un homicida psicópata, de un violador, de un
desequilibrado que empieza a disparar a diestra y siniestra sin razón. Por el
contrario, constituyen una corporación profesional reputada, bien pagada, de la
que ninguna sociedad pareciera querer prescindir. Más aún: el ámbito humano
donde más se investiga, donde más se invierte, que produce las más fabulosas
ganancias en términos empresariales y que tiene la mayor cuota de influencia
política es, nada más y nada menos, el que tiene que ver con lo militar, con la
guerra, con la muerte. ¿Somos patéticamente absurdos los seres humanos en tanto
especie?
Cualquier oficio,
actividad o profesión brinda un aporte a la comunidad, y si falta se produce un
vacío, se deja de recibir una prestación que viene a llenar alguna necesidad.
Si faltan los zapateros, ¿quién haría o repararía los zapatos? Si no hubiera
más enfermeras, ¿quién mantendría los sistemas de salud con su trabajo
silencioso del día a día? ¿Qué pasaría si faltaran los basureros? Las montañas
de basura nos taparían. Pero, si faltan los militares, ¿alguien se perjudica?
Seguramente no la mayoría.
Esto es: la
"raza" militar cumple una actividad que tiene como objetivo matar semejantes,
no produce ningún bien de utilidad pública, podría desaparecer sin afectar a
nadie. La pretendida "defensa de la patria" no da de comer a los
ciudadanos de a pie. A no ser que estemos de acuerdo con que su oficio llena
una sentida necesidad como los zapateros, las enfermeras o los basureros; pero,
en realidad, no es el caso. Hasta incluso podríamos abrir la pregunta en torno
a la necesidad de la así llamada profesión "más vieja del mundo":
¿podrá haber sociedades sin trabajadoras sexuales? Interrogante de difícil
respuesta seguramente. Pero el arte de matar, que ya está tan
"normalizado" que no llama la atención, abre preguntas más complejas
aún. ¿Para qué está entonces el cuerpo castrense? ¿Qué necesidad cubre? ¿A
quién sirve? De los basureros, las enfermeras o incluso las sexoservidoras está
claro su cometido; no así con los militares.
La respuesta a esta
pregunta nos lleva forzosamente a revisar la distribución del poder en las
sociedades, en la historia humana; son los factores de poder los que medran con
la guerra, con la invasión, con el ataque. A más poder, más beneficios
derivados de su ejercicio violento. El poder se mantiene y perpetúa por la
fuerza, tanto por la amenaza de usarla, como por su uso concreto; y para eso
están los encargados de ejercerla, los profesionales de la muerte. Pero hay que
agregar inmediatamente: se benefician algunos, las elites, los grupos
privilegiados. El común de la gente, no. La gran mayoría silenciosa, en todo
caso, padece los efectos de esa profesión, cosa que no se podría decir de
ningún otro gremio.
Por cierto, todo esto
viene de lejos en la historia humana; entre las cosas que se repiten desde
siempre en toda formación cultural está la guerra. Y ahí están, obviamente, los
militares, desde los primeros guerreros con hachas y palos hasta la guerra de
las galaxias con armamento nuclear. ¿Es nuestro destino? ¿Estamos condenados a
matarnos, a ver en el "otro" diverso un enemigo que debe ser sometido
a la fuerza? Hoy por hoy, lo repetimos, el oficio de la guerra es el más
dinámico, el que mueve mayores recursos presentándose como imprescindible (¿qué
país no cuenta con un cuerpo militar? La excepción, Suiza, hiperbólicamente
confirma la regla: es el gran banco del mundo, y eso no se toca… ¡Para eso
están los militares!). En esa lógica de "necesidad imprescindible"
los militares pueden respirar tranquilos pues no se descubren signos de
desocupación muy cercanos. Pero todo ello, justamente, nos debe llevar a abrir
preguntas críticas. ¿Por qué esto es así? ¿Es ineluctable acaso? O si se quiere
decirlo de otro modo: ¿vale más la defensa de la propiedad privada que la
defensa de la vida?
La cultura del ámbito
militar, su lógica, sus códigos, son incomprensibles para la vida no militar.
La vida llamada normal, civil, no podría concebirse en aquellos términos. En el
campo castrense –siempre, y en cualquier cultura– el objetivo es mantener un
cuerpo de seres humanos dispuestos a entrar en combate pese a saber que en ello
les puede ir la propia vida, y prontos a cumplir con lo que se le ordena. Esta
falta total de pensamiento crítico ("las
órdenes no se discuten; se acatan") es el mecanismo que posibilita que
pueda darse todo lo anterior; si no, sería radicalmente imposible. Es decir:
una de las instituciones humanas más extendidas, desarrolladas y poderosas está
asentada sobre la más absoluta irracionalidad. ¿Quién podría morir gozoso por
"su bandera" si no fuera militar? ¿Quién podría sentirse orgulloso de
ser una "máquina de matar" –como sucede con los comandos elites– si
no se es militar? Sólo siendo del gremio castrense se puede llegar a esa
posición. ¿Irracional diríamos? La lógica militar tiene mucho de eso. Los
desfiles nos lo recuerdan.
¿Para qué se marcha?
¿No tiene algo de proverbialmente estúpido caminar de una manera nada natural,
más bien payasesca, todos al unísono, siguiendo una voz de mando? Sin dudas sí,
pero esa práctica –ejemplo extremo de la cultura militar– presentifica el
espíritu que está en juego: se hace de manera ciega lo que el superior ordena,
sin importar ningún tipo de consideraciones, sin cuestionamientos, todos al
unísono.
Si entendemos las cosas
a la luz de una visión funcional, pragmática, habremos de encontrar razón de
ser a cuanta actividad se nos ocurra: hay prostitución, o narcotráfico, o
tratantes de esclavos, o hay venta de órganos humanos, simplemente porque hay
una demanda de todo ello. En ese sentido, cada producto o servicio responde a
una necesidad, cumple una función necesaria, y los militares llenan un cometido
social, así como lo hacen igualmente los torturadores o los sicarios: hay militares,
hay profesionales de la guerra, hay gente que se prepara para destruir enemigos
porque la especie humana necesitaría de ese recurso.
Pero ¿es ese nuestro
sino?, ¿es genético? ¿Necesitamos de la muerte del otro? ¿Quién lo dijo?
Así planteado, todo parece
bastante trágico, sin salida. ¿Es verdaderamente ese nuestro destino? Quizá no
podamos afirmarlo ni negarlo de forma categórica, porque la guerra nos viene
acompañando ya desde una buena parte de la historia y no se la ve desaparecer
en lo inmediato; de lo que sí podemos estar seguros es que necesitamos inventar
relaciones nuevas donde el recurso a la violencia física y la eliminación de
"enemigos" –más los correspondientes profesionales encargados de
implementarlas– terminen por sobrar. Si se trata de cuidar a capa y espada lo
que se considera propiedad privada, el brazo armado es indispensable. Por
tanto, el desafío en juego es grande, pero en definitiva, el meollo de la
cuestión no está en el soldado propiamente dicho, en quien porta las armas y las
sabe usar. Está en aquello que defiende. Y eso es lo que se trata de modificar.
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