Como hace más de 35
años ocurrió en Panamá, el objetivo de la emancipación de Puerto Rico ‑‑donde
una vez más un país chico deberá negociar frente a una gran potencia‑‑ solo
podrá alcanzarse concitando una continua movilización nacional y una poderosa
solidaridad continental y mundial.
Nils Castro / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
A mediados del siglo XX,
el gobierno de Washington exhibía a Puerto Rico como “la Vitrina del Caribe”,
el modelo soñado para los países mesoamericanos y unos decenios después
igualmente lo hicieron los predicadores neoliberales y los apologistas de los
TLC. Sin embargo, hace ya un par de décadas la economía de la isla se congeló y
desde hace 10 años constituye una catástrofe cuyas crecientes calamidades
atormentan el empleo, la alimentación, la seguridad social, la salud, la
criminalidad y la estructura demográfica de la población. Ahora una deuda
pública impagable dio pie a que The Economist califique a la isla como “la
Grecia del Caribe” y más de la mitad de los puertorriqueños señala que la
principal causa del desastre es el estatus político que aquellos pregoneros
encomiaban: el Estado Libre Asociado.
Por una sentencia que
la Corte Suprema estadunidense dictó en 1901 (tres años después de que la
armada de su país le quitara esa posesión a España), Puerto Rico “pertenece a”
pero “no es parte de” Estados Unidos, y su soberanía corresponde al Congreso
norteamericano. En otras palabras, no es un Estado de la Unión sino un
“territorio” o, como eso se llama en el resto del mundo, una colonia. Aunque en
1952 Washington le concedió a la isla un estatus que le permite a sus pobladores
elegir gobierno local, ellos carecen de soberanía y, por consiguiente, no
pueden decidir su propia política económica ni aspirar a auxilios del Banco
Mundial, el BID, el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) ni otras
agencias multilaterales. Porque Puerto Rico no puede siquiera decidir qué
barcos autoriza a atracar en sus muelles.
Durante más de medio
siglo, la isla tuvo interés geoestratégico y albergó bases de la armada
estadunidense. Aunque la ocupación norteamericana implantó un modelo de urbanización
y de economía que arrasaron la agricultura que antes la sostuvo, el valor
militar de su ubicación geográfica justificaba los subsidios que eso costaba.
Pero desde los años 80 del siglo pasado ese valor decayó, mientras la
resistencia puertorriqueña a las bases militares crecía, y desde hace más de 10
años en Puerto Rico ya no queda ninguna de ellas.
No obstante, el gasto
en subsidios prosigue. Dado que el control norteamericano quebró la economía
puertorriqueña y la hizo insostenible, ahora el Tesoro federal estadunidense
eroga más de US$ 6,000 millones anuales en asistencia a sus pobladores en
empleo, nutrición, vivienda, salud y educación. Según el Departamento de
Agricultura de EEUU, en 2012 el 37% de los puertorriqueños residentes en la
isla recibió asistencia alimentaria, por un total de US$ 2,000 millones. Sin
contar que, por efecto del estatus colonial, ellos pueden emigrar libremente a
Estados Unidos, lo que disfraza las cifras tanto de los subsidios federales
como de las víctimas de la crisis que azota a Puerto Rico.
La crisis se acelera
¿Por qué en el último
decenio esa crisis se agravó con tanta rapidez? A mediados del siglo pasado la
ocupación estadunidense implantó el estilo de urbanización típico de las
afueras de las ciudades norteamericanas, y dirigió la economía puertorriqueña,
mediante subsidios, hacia la industria ligera, la química, la electrónica y los
servicios, con ruinosas consecuencias para la agricultura y sus derivados. Pero
en los años 70 la crisis petrolera mundial hizo fracasar la refinería
construida en la isla y los negocios asociados a ella. Washington apeló
entonces a legislar incentivos fiscales que atrajeran industrias farmacéuticas
a Puerto Rico.
Sin embargo, desde los
años 90 Estados Unidos procuró tratados de libre comercio con países del
continente, y al cabo México, República Dominicana y Centroamérica pasaron a
ser más atractivos para fabricar manufacturas destinadas al mercado
norteamericano. Para colmo, en 2006 concluyeron los incentivos para mantener compañías
farmacéuticas en la isla y un creciente número de ellas abandonó el país,
disparando una mayor crisis del empleo. La cesantía rápidamente sobrepasó el
13%, más del doble que en Estados Unidos.
Por ese tipo de motivos miles de
centroamericanos y mexicanos intentan cada año migrar al Norte, y Estados
Unidos se los obstaculiza por medio de los cuerpos de seguridad de sus propios
países y de la “migra” norteamericana, y deporta a gran parte de quienes logran
cruzar. Si bien entre los puertorriqueños la crisis provoca la misma tendencia,
ellos arriban con pasaporte estadunidense y las autoridades de la potencia
colonial no tienen más remedio que dejarlos entrar. Por esa vía, en los últimos
años Puerto Rico perdió 144,000 habitantes, una caída cercana al 3% de su
gente. El 40% de las familias que sigue en la isla está bajo la línea de la
pobreza y el 42% de quienes se van lo hacen en busca de empleo.
Esto no implica que
esos migrantes consiguen mejor vida. La mayor parte ‑‑que ahora va más a la
Florida central que a la saturada Nueva York‑‑ pasa a sobrevivir con dramáticas
carencias. Entre dificultades para superar la barrera del idioma y los
prejuicios raciales, se hacinan en albergues temporales y demoran en retener
empleos marginales, en un país agobiado por su propia crisis.
Dicha sangría incluye
tanto a profesionales y técnicos como a trabajadores no calificados; hace
envejecer la edad promedio de la población isleña, reduce la población
productiva y agrega daños adicionales a la economía. Al disminuir la población
activa, contrae la demanda, achica la oferta trabajo y los salarios, y al cabo
más gente se va. Ahora en la isla quedan 3.7 millones de habitantes y en
Estados Unidos hay 4.7 millones de puertorriqueños. Se calcula que entre 2006 y
2011 una cuarta parte del PIB se perdió en este éxodo.
En el corto plazo, uno
de sus efectos es la crisis fiscal y presupuestaria que ya quiebra al gobierno
isleño y amenaza la gobernabilidad del país. A cuenta de las facilidades que
antes el estatus de “territorio” le permitió a los gobiernos locales, estos se
endeudaron mucho más de lo admisible. Y ahora, bajo la presión de los
acreedores, al no ser un país independiente Puerto Rico carece de los medios
que una nación soberana usaría para enfrentar el problema. Y al tampoco ser un
Estado de la Unión, está impedida de solicitar las ayudas que la legislación
norteamericana prevé para las entidades que sí forman parte de su federación.
Según el Centro para
una Nueva Economía (CNE), entidad independiente puertorriqueña, en 2013 la
deuda del país ya ascendía a US$ 70,000 millones (unos US$ 19,000 por
habitante), lo que representa un 102% del PIB y no se corresponde con lo que la
isla produce. En otras palabras, Puerto Rico es estructuralmente insolvente. Su
debacle presupuestaria viene de que por más de 20 años nunca generó ingresos
suficientes para pagar sus gastos de operación, y en su lugar tomaba préstamos
del mercado de bonos, donde multiplicó su endeudamiento hasta llegar al punto
donde ya carece de crédito.
Amargo fruto de esta
acumulación, en febrero pasado la calificadora Standard and Poor’s degradó la
deuda de Puerto Rico hasta la categoría de bonos basura, decisión que días
después fue seguida por su homóloga Moody’s. En ambos casos, señalando las
dificultades de ese país para financiar un déficit de US$ 2,200 millones,
y que todas sus obligaciones están en riesgo.
Hoy el gobierno local
declara que su deuda es impagable, padece una insuficiencia fiscal que monta
US$ 2,400 millones y, a la vez, está impedido de recurrir a nuevos préstamos en
términos “normales”, puesto que no tiene cómo amortizar una deuda de casi US$
73,000 millones con los bonistas de Wall Street. Ello, sin contar que esa
insuficiencia no incluye los US$ 400 millones que faltan en cuentas atrasadas
del Banco Gubernamental de Fomento (BGF), ni los US$ 500 millones que el
gobierno adeuda a los contribuyentes que han tributado en exceso.
Cuando en marzo pasado
el gobierno local intentaba armar su presupuesto de ingresos y gastos para el año
2015‑16 ya había un déficit estructural de US$ 651 millones. Como el nuevo
presupuesto costará unos US$ 9,800 millones, concretarlo va a imponer
dolorosos recortes.
En Puerto Rico varios
servicios son prestados por empresas estatales y el gobierno intenta armar un
presupuesto que minimice el despido de empleados públicos. Pero no es capaz de
idear una reforma tributaria aceptable y su única propuesta ha sido aumentar el
Impuesto sobre Ventas y Uso (IVU), que buscó elevar del 7 al 16% y extenderlo a
servicios que antes no tributaban, opción electoralmente peligrosa que no logró
el apoyo ni de los legisladores del partido gobernante. Al cabo transó por un
11.5%, anunciando que buscará añadir un Impuesto al Valor Agregado (IVA), que
el Congreso ya antes ha rechazado.
La senadora
independentista María de Lourdes Santiago denunció que el incremento del IVU es
un golpe adicional a los trabajadores y a los pobres, en “uno de los países que
exhibe una de las mayores brechas de desigualdad en el planeta”. Pero, lejos de
ocuparse de mitigarla, el gobierno agota sus pocas facultades buscando
“cuadrar” las cuentas entre ingresos fiscales y gastos corrientes, sin siquiera
imaginar por sí mismo otra política económica.
Sitiados por el estatus
Ello agrava un conjunto de consecuencias
socioeconómicas y humanitarias. Puerto Rico continúa perdiendo la seguridad alimentaria y se encamina a una crisis de la
atención sanitaria. Luego de que desde los
años 50 relegó la agricultura, importa el 87% de
los alimentos de consumo diario. Un reportaje del periódico El Nuevo Día, del 24 de septiembre de 2014, informó que el déficit de la seguridad alimentaria se
debe a que “no estamos organizados como país”, y que “si nos cierran los
muelles, nos morimos de hambre”. Esto
alude a que, desde 1920, el Congreso norteamericano sometió a la isla a las
leyes de cabotaje de Estados Unidos, por lo cual ella
solo puede utilizar buques de fabricación,
propiedad y tripulación norteamericanas, la flota más cara del mundo. Además de las restricciones que eso le impone a la viabilidad de su economía, le impide
a la isla adquirir alimentos frescos.
Al propio tiempo, según el mismo diario relató el 20 de mayo de 2015, la situación fiscal disminuye el número de pacientes que acuden a los hospitales, por la reducción de los proveedores
de servicios e insumos médicos. Se paralizan las cirugías electivas por los problemas económicos del Plan de Salud
del Gobierno. Distintos servicios hospitalarios, se
interrumpen por el despido de empleados y la sobrecarga de los que quedan para
atender a los pacientes. Y se reduce la contratación de especialistas, así como
las autorizaciones de hospitalización y de cirugías.
Como el ex gobernador
Aníbal Acevedo lo reflejó en unas amargas declaraciones el pasado 24 de junio,
mientras Puerto Rico le produjo azúcar y soldados, y mientras ofrecía sus
tierras para entrenamiento militar y una economía abierta donde sus empresas
prosperaron, Estados Unidos le dijo al mundo que trabajaba junto a la isla;
pero ahora que Puerto Rico ha quedado en una profunda crisis que amenaza sus
servicios esenciales, Washington se pone a distancia.
Todo eso descarta al
viejo cliché de la ideología colonialista según la cual “si no fuera por los
americanos aquí estaríamos como en Santo Domingo”. De hecho, pese a sus
conocidas dificultades, hoy la economía dominicana anda mejor que la
puertorriqueña.
En otras palabras, el
gobierno de Puerto Rico está atrapado sin salida, en tanto tiene las manos
atadas por el mismo problema que paraliza y agobia a las demás instancias de la
economía y la sociedad del país: el dominio colonial que Washington ejerce en
la isla desde 1898. Aunque el Estado Libre Asociado ‑‑el ELA‑‑ le permite una
limitada administración interna, el gobierno puertorriqueño no está autorizado
ni para declararse en bancarrota.
Sin capacidad para
concebir otra cosa, el gobierno contrató a una ex jefa de economistas del Banco
Mundial, Anne Krugger, para que establezca la hoja de ruta que saque al país
del atascadero. El informe Krugger empezó por reconocer que el problema no
viene del flujo de efectivo sino del largo atasco del crecimiento, pero de allí
derivó el conocido paquete neoliberal de recomendaciones, que enseguida
despertó el rechazo de sus víctimas. Entre otras cosas demandó rebajar el
salario mínimo, exigir más horas de labor para pagar horas extras, eliminar el
Bono de Navidad, disminuir a la mitad las vacaciones pagadas, alargar el
período de prueba de nuevos trabajadores (hasta ahora de seis meses) a dos
años, facilitar el despido de trabajadores sin consecuencias para el patrono,
elevar diversos impuestos, eliminar las amnistías contributivas, cesar parte de
los maestros de la enseñanza pública y reducir el salario de los restantes (ya
que al disminuir la población bajó la matricula), recortarle el subsidio a la
Universidad de Puerto Rico, etc.
Inmediatamente la Unión
General de Trabajadores (UGT) denunció que tales políticas no figuran en el
plan de gobierno por el que se votó en las pasadas elecciones, ni en el plan de
ningún otro partido, y reclamó que las medidas que el grupo de trabajo
designado por el gobierno decida adoptar se sometan a referendo, para que el
pueblo decida si las avala o repudia. Con lo cual crece una perspectiva similar
a la de Grecia, ya no por el volumen de la deuda sino por el rechazo de la
población a los nuevos sacrificios que el gobierno pretenda imponerle para
apaciguar a los acreedores.
Por lo contrario ¿qué
alternativas pudieran implementarse si Puerto Rico no estuviera sometida al
estatus colonial, para poder volverse una economía sostenible y con adecuadas
perspectivas de crecimiento y desarrollo? De hecho, la isla dispone de buenas
infraestructuras ‑‑carreteras, tendido eléctrico y de comunicaciones,
acueductos y drenajes, instalaciones escolares y hospitalarias, puerto y
aeropuerto‑‑, pero carece de permiso para gestionarlas en su propio interés.
Como hemos dicho, para financiar un mejor aprovechamiento de esas facilidades,
bajo esa camisa de fuerza el país no puede negociar apoyos de la banca
multilateral de desarrollo, como las demás naciones latinoamericanas y
caribeñas.
Tampoco puede solicitar
la colaboración de los organismos internacionales apropiados para reanimar la
actividad agropecuaria y agroindustrial, y mejorar la producción alimentaria, o
para reanimar la industria ligera y el turismo, como la FAO, el PNUD, la ONUDI
y la OMT. Ni de los organismos regionales de integración y cooperación, ya que
en las condiciones de ese estatus Puerto Rico no pude ser miembro pleno ni
asociado del Caricom, de la Asociación de Estados del Caribe, ni de
Petrocaribe, como sus vecinas Jamaica y República Dominicana. Como tampoco
serlo de la Celac y ni aun de la OEA.
Pese a estar en medio
del Caribe la isla no ha podido desarrollarse como centro de enlaces y
servicios marítimos regionales, al encontrarse reducida a ser cliente menor de
la marina norteamericana de cabotaje.
Sitiada por el ELA,
tampoco puede reorganizar en su propio interés sus relaciones económicas,
comerciales y financieras con Estados Unidos a través de la negociación de un
tratado comercial, como los países centroamericanos y la mayor parte de los
estados ribereños de la cuenca del Caribe. Ni decidir su esquema de relaciones
con los países europeos o del Pacífico asiático.
En resumen, Puerto Rico
es una nación aislada e inmovilizada por su estatus territorial, que la
mantiene al margen tanto de los flujos de la cooperación y la solidaridad
regionales como de la competitividad global.
¿Necesita Washington otro dolor de cabeza?
El ELA constituye,
pues, el peor obstáculo al desarrollo de la isla y de esa parte de
Hispanoamérica y el Caribe, a la vez que se ha vuelto un foco de dolores de
cabeza ‑‑y de costos sin retribución‑‑ para Estados Unidos; hecho que, al cabo,
también empieza a percibirse desde el punto de vista de la metrópoli colonial.
Así, el 7 de noviembre de 2013 el Washington Post reconoció que la crisis económica puertorriqueña está fundamentada en la estructura de sus estatus político. “Los problemas económicos y financieros de Puerto Rico son estructurales –trazables, en última instancia, a su confusa condición política”, la cual no se ha resuelto a pesar “de décadas de tediosas disputas políticas”. El periódico descartó cualquier posibilidad de que el Congreso apruebe darle asistencia económica especial a la isla y advirtió que eso no va a ocurrir, dado que “el Congreso es hostil a los rescates […] y no se tiene claro cómo esa solución puede encajar en el marco legal y constitucional único que vincula a Puerto Rico y Estados Unidos”.
El Post observó que desde 2004 la economía puertorriqueña ha decrecido un 16% y atribuyó la recesión iniciada en 2006 a la finalización de la normativa que le otorgaba privilegios fiscales a las corporaciones estadunidenses que se establecieran en la Isla. Con lo cual concluyó que son muchos los villanos culpables de la crisis económica de la isla, recalcando la ironía de que Puerto Rico solo llama la atención de Estados Unidos cuando está en serios problemas.
Esos comentarios del principal diario de Washington DC reflejaron dos cambios que la cuestión puertorriqueña últimamente ha experimentado. El primero, que el estatus colonial ya no es solo un problema de los puertorriqueños, sino que se ha vuelto un incómodo fastidio norteamericano. Mientras una parte del establishment no sabe cómo afrontarlo o se hace la zonza, otra busca la forma y la coyuntura políticamente más airosas para resolverlo o, dicho más crudamente, para deshacerse del mismo.
El segundo, que la cuestión puertorriqueña finalmente se ha liberado de la irradiación de los antiguos temas de la Guerra Fría, que por más de medio siglo la complicaron. Vale recordar que hasta los años 40 del siglo pasado las andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu Campos eran seguidas con simpatía por los pueblos hispánicos y hasta algunas autoridades latinoamericanas, sin que se calificase de comunista a ese apasionado patriota progresista. Pero más tarde, cogido entre el fragor del antimperialismo y la histeria macartista, el fondo del asunto resultó desfigurado, dando pretextos a una pertinaz persecución a los independentistas puertorriqueños, a la tergiversación de sus razones, y al arbitrario encarcelamiento que sepultó en vida a Don Pedro.
Pero ahora los ciudadanos y políticos estadunidenses pueden ver el problema a la luz de su propia lógica, sin las distorsiones de aquel talón de fondo. Y lo primero que salta a la vista es lo más obvio: que los puertorriqueños son un pueblo y una cultura diferentes, y que la isla ‑‑hoy sin valor militar y turísticamente superada por varios competidores‑‑ ya nada le aporta a Estados Unidos, mientras que subsidiar el estatus le cuesta cada vez más a los contribuyentes norteamericanos. Y que ella, además, es una fuente imparable de inmigrantes latinos, que para gran parte de los anglosajones no son más simpáticos que los llegan de México, Centroamérica y otros orígenes.
Con el inconveniente adicional de que tan pronto arriban pueden ejercer derechos ciudadanos y engrosan un grupo que acumula creciente peso electoral, sin que se los pueda descartar como inmigrantes deportables.
Al propio tiempo, el
ELA ‑‑la extraña relación que aún persiste entre Estados Unidos y “su”
territorio de Puerto Rico‑‑ hace mucho dejó de encajar entre las criaturas
políticas, jurídicas y morales que nuestra época halla admisibles.
Circunstancia que año tras año da lugar a que el Comité de Descolonización de
la ONU ponga a Washington en el incómodo banquillo de las potencias
colonialistas y le dé tribuna a una larga lista de voceros latinoamericanos ‑‑tanto
gubernamentales como de organizaciones sociales‑‑ que reivindican los derechos
del pueblo puertorriqueño a su independencia y soberanía.
Así, una y otra vez
Naciones Unidas declara que Puerto Rico constituye una nación latinoamericana y
caribeña, y confirma el derecho de su pueblo a la soberanía e independencia. Y
cada año reitera que la cuestión del estatus de la isla debe discutirse en la
Asamblea General de la ONU, donde Estados Unidos difícilmente podrá encontrar
unas pocas voces que lo secunden, ninguna gratuitamente.
Desde el punto de vista
norteamericano ¿a quién sirve prolongar tantos inconvenientes? Solo los clichés
de una trasnochada inercia, o una retrasada concepción del orgullo nacional
demoran su finalización. La legislación estadunidense asigna las
determinaciones sobre Puerto Rico al Congreso y, periódicamente, algún
Subcomité de la Cámara de Representantes le da mantenimiento a esa potestad
citando a hablar sobre el asunto, sin por eso tomar decisiones al respecto, y
elude que más querellas le complique la agenda. Este año, enseguida de que el
Comité de Descolonización de la ONU examinó el caso, en Washington dos
subcomités de la Cámara le echaron una ojeada al tema: el de Recursos Naturales
y el de Asuntos Insulares.
La oportunidad le
permitió al gobernador García Padilla exponer el catastrófico estado financiero
de la isla y rogar, otra vez, que se le permita a las empresas públicas
puertorriqueñas declararse en bancarrota al cobijo de la Ley federal de
Quiebras, y así lapidar la posibilidad de independencia de su nación. Y, a su
turno, que el portavoz anexionista Pedro Pierluise repetiera la solicitud de
celebrar un refrendo que consulte si los ciudadanos de la isla quieren o no que
esta se vuelva un estado de la federación norteamericana.
Por su parte el líder
del Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), Rubén Berríos, tras recordarles
que la quiebra de la economía de la isla es un hecho innegable, y que una clara
mayoría de los puertorriqueños repudia el ELA, emplazó a los congresistas
norteamericanos: “Por años se ha discutido el asunto en el Congreso ‑‑dijo‑‑, y
muchos nos preguntamos si estas vistas de este Subcomité sirven algún propósito
legítimo o son meramente un quid pro quo partidista”. A lo que luego agregó:
“Decir que Puerto Rico debe decidir lo que quiere antes de enfrentar el
problema, como ha propuesto el Presidente [Obama] es una excusa de Estados
Unidos para no cumplir sus obligaciones legales como país colonial”, pues si
“el colonialismo es el problema, no puede ser la solución”.
Cultura vigorosa atrapada en callejón sin
salida
Ahora bien, ¿cuál es la
opinión de los puertorriqueños y qué alternativas tiene? La propaganda
colonialista escabulle la realidad consolándose con el cansino argumento de que
en los comicios puertorriqueños la mayoría de los votos se reparten entre las
dos organizaciones electorales del status quo, el anexionista Partido Nuevo
Progresista (PNP), que aboga por una ilusoria conversión de Puerto Rico en
Estado de la Unión, y el autonomista Partido Popular Democrático (PPD) que pese
a la catástrofe en curso aún justifica el modelo colonial del ELA.
La superficialidad de
esa interpretación oculta varias cosas. Para empezar, que en las elecciones
puertorriqueñas no se dirime el estatus político ni la soberanía de la isla,
sino a quiénes se elige para administrar los asuntos corrientes: limpieza y
ornato, bacheo, mantenimiento de las instalaciones escolares, seguridad
policial, etc. La elección de gobernador, legisladores y alcaldes poco tiene
que ver con las preferencias ciudadanas sobre el colonialismo o la
independencia, que en esos eventos no se dirimen.
La discusión del
estatus pasa por consideraciones ajenas a esas preferencias. El régimen del ELA
le concede a cada nativo de la isla pasaporte estadunidense y la posibilidad de
emigrar legalmente a Estados Unidos. Igualmente, acceso a subsidios federales
con los cuales mitigar sus carencias de empleo o alimentos, y algunos servicios
de salud y educación. No son pocos los latinoamericanos pobres y de clase media
que desearían tener prerrogativas similares, lo que no significa que ellos renunciarían a su
identidad nacional. Y bajo la crisis en curso ningún puertorriqueño desearía
perder estas prerrogativas, por mucho que le desagrade el régimen colonial.
Pero eso no debilita la
cultura puertorriqueña ni el fuerte sentimiento nacional que caracteriza a su
pueblo. Lo demuestra a diario su obstinado apego al idioma castellano con su
distintiva modalidad dialectal y gesticular, a las costumbres y formas
cotidianas de convivencia y confraternización, asociadas a sus propios gustos
culinarios, musicales y artísticos ‑‑afines a los de toda la familia hispano‑caribeña‑‑
tan característicos de quienes viven en la isla como de los millones de
emigrados nostálgicos que comparten la añoranza de su sol y su mar nativos
entre los rigores del invierno norteamericano.
A contrapelo de esta
clara evidencia, “durante décadas los proyectos de perpetuación de la colonia
del PPD, y de promoción de la anexión del PNP, se han fundado en el principio
perverso de promover la dependencia y la pobreza”, acusa María de Lourdes
Santiago. La senadora independentista recuerda que, precisamente, ambos
partidos del sistema imperante coinciden en fomentar que la gente no trabaje,
no produzca, a la vez que “abonan el cultivo rastrero al culto a los intereses
extranjeros con la entronización de la mediocridad en las posiciones más altas
del gobierno” local.
En lo que se refiere al
PPD, justificador del estatus vigente, los resultados de la última década
desnudan el callejón sin salida que ha entrampado a la isla. Pero sobre el PNP ‑‑el
otro lado de la mancuerna política reinante‑‑ no cabe decir menos, pues sus
pasadas estadías en el gobierno han sido parte del mismo proceso destructor de
la viabilidad del país. A lo que se agrega que su propuesta se basa en una
falacia, ya que la opción de convertir la isla en un Estado adicional a los 50
que integran Estados Unidos es palmariamente irrealizable. No apenas porque
falten puertorriqueños enajenados por la cultura colonial que puedan votar por
ella, sino porque no hay estadunidenses dispuestos a aceptarlo.
“Sin duda existen
poderosas razones económicas, sociales, políticas y culturales para estar
contra la estadidad desde las perspectivas tanto de Puerto Rico como de Estados
Unidos”, advierte Rubén Berríos. Por lo que toca a la parte norteamericana,
recuerda Berríos, tras el fracaso del ELA el impacto económico de la llegada de
un nuevo Estado mucho más pobre que el Estado más pobre de la Unión ‑‑y por
añadidura racialmente mixto y hablador de otro idioma‑‑ con un número de
representantes en el Congreso superior al de muchos de los demás Estados, no
sería poca cosa al disputar la repartición del pastel presupuestario federal.
Por lo tanto, concluye
Berríos, “la opción estadista es el beso de la muerte de cualquier plebiscito
auspiciado por el gobierno federal sencillamente porque la estadidad va contra
los intereses nacionales de Estados Unidos”. Y su criterio es compartido por
los senadores norteamericanos que se han ocupado del tema.
Las uvas están más maduras de lo que parece
En lo que toca al
pueblo residente en Puerto Rico, las opiniones volvieron a medirse el 6 de
noviembre de 2012, en un plebiscito sobre el estatus reinante. El evento, por
supuesto, se realizó según condiciones determinadas por las autoridades
estadunidenses y conforme a su legislación, estableciéndose de antemano que sus
resultados no serían vinculantes para esas autoridades. Tuvo la forma de dos
consultas sucesivas votadas en el mismo acto plebiscitario y poco más del 78
por ciento de los ciudadanos de la isla acudió a sufragar.
La primera de esas dos
consultas preguntó: “¿Está de acuerdo con mantener la condición política
territorial actual (Estado Libre Asociado)?” El rechazo al estatus vigente fue
evidente: el 54 por ciento de los electores votó contra la continuación del
ELA.
La segunda consulta
tuvo un resultado menos claro. Pidió a los electores contestar, al margen de
sus respuestas a la pregunta anterior, cuál opción preferían: ser un Estado
Libre Asociado, ser un Estado de Estados Unidos o ser un país independiente. A
simple vista, pasar a ser un Estado de Estados Unidos alcanzó el 61.13 por
ciento de los votos; mantener el ELA obtuvo un 33.32 por ciento, y la
independencia un 5.54 por ciento. No obstante, en el plebiscito intervino un
factor que exige mejor análisis de ese resultado.
Ciertamente, la opción
de ser un estado prácticamente duplicó a la de mantener el ELA, el cual así
quedó rotundamente rechazado. Sin embargo, durante la campaña previa el PPD,
así como algunos grupos independentistas, llamaron a no contestar la segunda
pregunta ‑‑la relativa a cuál de las tres opciones escoger‑‑, con el efecto de
que esta registró un 26.4 por ciento de votos en blanco. Si se descuenta esa
fracción, el voto favorable a la estadidad se reduce a un 43.6 por ciento. Esto
es, la anexión a Estados Unidos supera al ELA pero no llega al 50 por ciento de
la votación emitida.
Por lo que toca a la
votación independentista, ese 5.54 ‑‑que continúa un gradual crecimiento
respecto a anteriores plebiscitos‑‑ deja de reflejar el hecho de que una parte
significativa de quienes votan por el ELA lo hacen para rechazar la anexión, no
para mantener el estatus. Si la estadidad es descartada preferirán la
independencia, al aclararse que los poderes políticos y mediáticos estadunidenses
no estarán dispuestos a aceptar a Puerto Rico como Estado de la Unión. Tras el
desastre desatado en la isla, no faltan indicios de que en la disyuntiva de
escoger entre las opciones restantes, muchos de quienes aceptaban el ELA se
sumarán al independentismo.
Esto depende del modo
de entender la opción independentista. ¿Cómo se explica que esta alternativa
debe construirse en las presentes condiciones del siglo XXI? ¿Como conflicto o
como proceso? Esto envuelve dos modos de asumirlo. Desde el punto de vista de
las tradiciones antimperialistas latinoamericanas ‑‑intensificadas al fragor de
la Guerra Fría y de los empeños revolucionarios que caracterizaron a la región‑‑
en el tratamiento del tema puertorriqueño lo principal era desenmascarar al
imperialismo denunciando la dimensión colonialista de la política
norteamericana.
En ese contexto la
cuestión práctica de cómo lograr la independencia de la isla quedó
indeterminada, tras el brío del discurso acusatorio y la falta de opciones que
pudieran realizarse a corto o mediano plazos. Sin embargo, desde el punto de
vista de la busca de alternativas prácticas para que esta generación pueda
lograr la independencia, en los últimos lustros la situación cambió. Ante el
hecho de que el ELA es un irremediable fiasco generador de problemas
adicionales, y de que el establishment estadunidense en ningún caso estará
dispuestos a aceptar a Puerto Rico como estado de la Unión ‑‑a la vez que
Latinoamérica y el Caribe asumen el tema como un importante issue de las
relaciones interamericanas‑‑, la cuestión ha entrado en otra etapa.
Esto hace visible que
una importante porción del asunto deberá madurarse en el campo subjetivo, donde
hay importantes condiciones ideológico‑culturales y políticas por esclarecer.
Ni la parte norteamericana puede desprenderse inmediatamente de los
estereotipos y pretextos con que por más de un siglo ella vistió su política
colonial, ni nuestras izquierdas pueden rápidamente superar con nuevas
propuestas su curtido discurso de la pasada etapa. Ahora, lograr la conversión
de Puerto Rico en una república independiente y soberana es una meta alcanzable
para esta generación, pero implementarla requiere una toma de conciencia y un
sentido práctico cuya inmediatez no estaba prevista en el pasado discurso
independentista.
Una situación parecida
se vivió en Panamá a mediados de los años 70 al abrirse la posibilidad de
avanzar de la brava arenga denunciadora del enclave colonial usurpado por
Estados Unidos, a la negociación de opciones factibles para recuperar ese
territorio nacional, desmantelar las bases militares extranjeras y asumir la
propiedad y control efectivo del canal interoceánico. Incluso una fracción de
la izquierda que por medio siglo fue parte de la lucha patriótica por la
integridad nacional tuvo dificultades subjetivas para asimilar la nueva
situación, que permitía saltar de la resistencia heroica al proceso conducente
a concretar la victoria.
Omar Torrijos supo
combinar, en el momento oportuno, la suma de una amplia movilización nacional y
una creciente solidaridad internacional para negociar un proceso de transición.
En este sentido la experiencia panameña es un ejemplo de referencia para
repensar esta oportunidad puertorriqueña e idear métodos encaminados a
construir sus propias soluciones. Pero, como veremos, eso exige que las partes
definan sus respectivas posiciones.
Es hora de movilizar la emancipación
Puerto Rico reúne las
principales condiciones materiales necesarias para convertirse en una exitosa
república independiente: buena ubicación geográfica, infraestructura física
apropiada, disponibilidad de tierras fértiles, población capacitada, fuerte
cultura nacional. No obstante, por demasiado tiempo ha padecido un régimen
político ineficiente, descapitalizador y orientado al parasitismo, por lo cual
constituir la república independiente demanda una refundación del Estado. Esto
es, demanda un proceso de transición.
Hoy está claro que el
problema fundamental de Puerto Rico es depender de los subsidios
norteamericanos hasta caer en el estancamiento y retracción económica. El
régimen establecido resultó perjudicial para la subsistencia de su pueblo y la
gobernabilidad del país. En cambio, como dice Rubén Berríos, la independencia
“liberaría completamente la energía de un país cuya autoestima ha sido
pisoteada [y] abriría el camino hacia una sociedad moderna, con visión de
futuro, receptiva a todas las influencias culturales sin someterse a ninguna y
orgullosa de la propia”.
En estos momentos, en
el contexto latinoamericano y caribeño, eso puede conseguirse mejor si se logra
a los menores costos posibles. En la América hispánica del siglo XIX ello se
obtuvo gloriosamente, aunque al precio de grandes y prolongados sacrificios
humanos y daños materiales. En las Antillas eso no pudo conseguirse en aquel
entonces y, dos siglos después ese tampoco tiene que ser el modo de lograrlo.
Más que el relámpago de un grito de independencia con inmediata ruptura de todo
vínculo con la metrópoli, hoy existe la posibilidad de concertar con ella un
programa de descolonización. Esto es, de negociar un cronograma de sucesivas
transferencias de atribuciones, responsabilidades y recursos de las autoridades
coloniales a las instancias republicanas.
La cuestión no es
destacarse como enemigo de la superpotencia norteamericana, sino que a Puerto
Rico se le haga justicia y se respeten la soberanía, la autodeterminación y los
derechos de la nueva república. Y al mismo tiempo, constituir una república
sostenible, capaz de construir su propio desarrollo y asegurar el bienestar de
su pueblo. Esto exige disponer de recursos y formar cuadros, y será menos
difícil lograrlo con la cooperación que con la hostilidad de dicha
superpotencia. Al cabo, la cuestión no es erizar el problema sino resolverlo.
En su época, un
equivalente a eso fue lo resuelto en el caso del Canal de Panamá y de sus
instalaciones y áreas aledañas, para alcanzar el objetivo de establecer allí un
sistema no solo nacional sino eficaz y sostenible. Los plazos del cronograma
descolonizador permitieron no solo prever las acciones legislativas adecuadas y
las nuevas estructuras administrativas del Canal, sino formar al personal
técnico requerido y una nueva cultura organizacional. Y eso también facilitó
reconvertir los empleados panameños antes formados para servir al enclave
colonial en funcionarios con propósito de servicio a la nación. Con lo cual en
poco tiempo la vía acuática pasó a ser más eficiente, segura y rentable de lo
que era bajo administración estadunidense.
En Puerto Rico, esa
transición no tiene que ser tan prolongada como en Panamá donde, en tiempos de
la Guerra Fría, Washington tuvo que reacomodar grandes medios de su sistema
estratégico. Esas complicaciones ya no existen respecto a la isla.
Por otra parte, como en
el caso de las naciones europeas que hace años hicieron acuerdos de cooperación
con varias de sus antiguas colonias del Caribe, lo concertado en las
negociaciones entre Panamá y Estados Unidos no se enfiló a enfrentar a ambos
países sino a cambiar su género de relaciones al resolver las anteriores causas
de conflicto.
Esto no supone que la
naturaleza del imperialismo ha cambiado ni que negociar esa alternativa pueda
ser fácil. Pero sí implica entender que la coyuntura varió y la cuestión de
Puerto Rico ya no puede tratarse como expresión local de una contienda global
entre las superpotencias que rivalizaban por el predominio planetario, como en
la Guerra Fría, o en los tiempos cuando controlar la isla aseguraba una ventaja
estratégica. En el actual contexto aquellas circunstancias pasaron y esto exige
volver a preguntarse cuál debe ser el objetivo del pueblo puertorriqueño ante
la metrópoli imperial: ¿confrontar indefinidamente o independizarse ya? Y, en
consecuencia, cuál es el método para lograrlo. En otros casos sostener una
guerra prolongada finalmente permitió negociar un acuerdo, pero ¿es aplicable
ese ejemplo a una isla pequeña?
Para resolver el
problema de fondo el gobierno de Washington debe dejar claro qué opciones
estará dispuesto a considerar y bajo qué condiciones. En Puerto Rico se
plantean tres alternativas: mantener el régimen del ELA, anexionarse a Estados
Unidos o emanciparse como una república independiente. El Partido
Independentista propone convocar una Asamblea de Estatus en la que cada
alternativa esté proporcionalmente representada y formule su respectiva
propuesta. Al final, solo opciones realistas, no coloniales ni territoriales, y
susceptibles de negociarse con Washington, serían sometidas a los electores
puertorriqueños.
Una iniciativa similar debe
tener lugar en el Congreso norteamericano, en coordinación con la Casa Blanca,
para que los representantes de las diferentes visiones presenten sus opciones
descolonizadoras y las condiciones en que estarían dispuestos a admitirlas. Con
esto el pueblo de Puerto Rico quedaría debidamente informado para escoger entre
las alternativas no coloniales ni territoriales efectivamente disponibles.
Si el Congreso no hace
lo que debe y el ELA continúa exasperando al país eso atizará al voto
anexionista y un aciago día Washington podrá toparse con una petición de
estadidad salida de un referendo basado en la ficción de que esto solucionaría
todas las necesidades de la isla. Esa opción inadmisible metería al gobierno de
Estados Unidos en un embrollo político de consecuencias harto indeseables. El
modo de evitarlo a tiempo sería emprender lo que el PIP propone como un proceso
colaborativo de libre determinación para Puerto Rico. Y el tiempo para hacerlo
ya llegó.
Como hace más de 35
años ocurrió en Panamá, el objetivo de la emancipación de Puerto Rico ‑‑donde
una vez más un país chico deberá negociar frente a una gran potencia‑‑ solo
podrá alcanzarse concitando una continua movilización nacional y una poderosa
solidaridad continental y mundial. Sobre todo, en América Latina, en el Caribe
y en sectores significativos de la opinión pública estadunidense. En difíciles
tiempos de la Guerra Fría, Omar Torrijos demostró que esto es factible. Y al
construir esa conjunción de fuerzas, coronó con éxito aquel objetivo nacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario