Hacer una crítica radical del
patriarcado no sólo sirve para dejar de perjudicar a las mujeres, tarea
imprescindible por cierto, sino para sentar las bases de una futura sociedad
con una nueva concepción del poder, menos autoritaria y más horizontal.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América*
Desde Ciudad de
Guatemala
No es
ninguna novedad que las mujeres gozan de menos derechos que los varones en
prácticamente todos los rincones del mundo. Eso está comenzando a cambiar, muy
lentamente quizá, pero sin vuelta atrás. Ya hay transformaciones importantes en
curso, aunque todavía resta muchísimo por avanzar. Lo cierto es que el
patriarcado, con mayor o menor virulencia, sigue siendo aún una cruel realidad en
todo el planeta. No puede precisarse cómo seguirán esos cambios, con qué
velocidad, cuál será el producto de todo ello. El aporte aquí presentado
pretende ser un elemento más para esa gran transformación ya en marcha. Lo más
importante a destacar es que algo comenzó a moverse y debemos seguir impulsando
esa tendencia.
Amparados
en la pseudo explicación de "ancestrales motivos culturales", puede
entenderse –jamás justificarse– la lógica que hay en juego en el patriarcado. A
partir de descifrar eso, puede entenderse una retahíla de atrocidades: los
arreglos matrimoniales hechos por los varones a espaldas de las mujeres, el
papel sumiso jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación
clitoridiana; puede entenderse que una comadrona en las comunidades rurales de
Latinoamérica cobre más por atender el nacimiento de un niño que el de una
niña, o puede entenderse la lógica que lleva a la lapidación de una mujer
adúltera en el África.
En ese
orden –y es lo que tratará de explicitarse en este escrito– puede verse cómo
esa matriz fundamenta nuestras sociedades basadas en clases sociales,
asimétricas, y por tanto, violentas. Propiedad privada, familia, dominación y
patriarcado son elementos de un mismo conjunto. Es imposible –quimérico, podría
agregarse– pretender establecer un orden cronológico en todo ello. Lo cierto es
que, desde sus orígenes hasta la fecha, funcionan indisolublemente. El
pensamiento dominante de una época, la ideología –también las religiones, con
la importancia toral que han tenido y continúan teniendo en la actualidad en
todos los asuntos que podrían llamarse sociales, o éticos–, certifican esta
unión entre los elementos mencionados. Nuestras sociedades se basan
indistintamente en todo eso: propiedad privada, su defensa violenta (léase: guerras,
entre otras cosas, represión de toda protesta social, de todo intento de
cambio), y patriarcado son una misma cosa.
En toda relación
interhumana, la ideología dominante parte de la base (errónea por cierto) de
una situación "natural", que interesadamente podría tomarse por "normal".
Pero sucede que en la dimensión humana no hay precisamente "buenos"
y "malos", ángeles y demonios, una normalidad dada de antemano,
genética. Menos aún, una pretendida normalidad determinada por los dioses
(dicho sea de paso: ¿cuáles?, visto que existen tantos). Hay, en todo caso,
conflictos ("La
violencia es la partera de la historia",
anunciaba Marx con una clara inspiración hegeliana). El paraíso libre de
conflictos es un mito, está irremediablemente perdido.
Quizá
en un arrebato de modernidad podríamos llegar a estar tentados de decir que las
religiones más antiguas, o los albores de las actuales grandes religiones
monoteístas, son explícitas en su expresión abiertamente patriarcal,
consecuencia de sociedades mucho más "atrasadas", sociedades donde
hoy ya se comienza a establecer la agenda de los derechos humanos, incluidos
los de las mujeres, sociedades que van dejando atrás la nebulosa del así
llamado "sub-desarrollo". Así, no nos sorprende, por ejemplo, que dos
milenios y medio atrás, Confucio, el gran pensador chino, pudiera decir que "La mujer es lo más corruptor y lo más
corruptible que hay en el mundo", o que el fundador del budismo,
Sidhartha Gautama, aproximadamente para la misma época expresara que "La mujer es mala. Cada vez que se le
presente la ocasión, toda mujer pecará".
Tampoco
nos sorprende hoy, en una serena lectura historiográfica y sociológica de las
Sagradas Escrituras de la tradición católica, que en el Eclesiastés 22:3 pueda
encontrarse que "El nacimiento de
una hija es una pérdida", o en el mismo libro, 7:26-28, que "El hombre que agrada a Dios debe
escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse". O
que el Génesis enseñe a la mujer que "parirás
tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre
ti", o el Timoteo 2:11-14 nos diga que "La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo
no permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en
silencio".
Reconociendo
que los prejuicios culturales, racistas y machistas, siguen estando aún
presentes en la humanidad pese al gran progreso de los últimos siglos, desde
una noción occidental (eurocentrista), podría pensarse que son religiones
"primitivas" las que consagran el patriarcado y la supremacía
masculina. Así, ente la población africana, es común que en nombre de preceptos
religiosos (de "religiones paganas" se decía no hace mucho tiempo)
más de 100 millones de mujeres y niñas son actualmente víctimas de la
mutilación genital femenina, practicada por parteras tradicionales o ancianas
experimentadas al compás de oraciones religiosas a partir del concepto,
tremendamente machista, que la mujer no debe gozar sexualmente, privilegio que
sólo le está consagrado a los varones, mientras que eso por cierto no sucede en
sociedades "evolucionadas".
Incluso
podría decirse que si la religión católica consagró el machismo, eso fue en
tiempos ya idos, pretéritos, muy lejanos, y no es vergonzante hoy que uno de
sus más conspicuos padres teológicos como San Agustín dijera hace más de 1,500
años: "Vosotras, las mujeres, sois
la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las
primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al
hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle". Es
decir: la mujer siempre como objeto, y más aún: objeto peligroso.
En esa
línea, tampoco llama la atención que hace ocho siglos Santo Tomás de Aquino,
quizá el más notorio de todos los teólogos del cristianismo, y presente entre
nosotros en nuestra ideología cotidiana aunque no se lo cite textualmente,
expresara: "Yo no veo la utilidad
que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a
los hijos".
Las religiones,
y por tanto el sentido común dominante, ven en la sexualidad un
"pecado", un tema problemático. Sin dudas, ese es un campo
problemático. Pero no porque lleve a la "perdición" (¿qué será eso?)
sino porque es la patencia más absoluta de los límites de lo humano: la
sexualidad fuerza, desde su misma condición anatómica, a "optar" por
una de dos posibilidades: "macho" o "hembra".
La
constatación de esa diferencia real no es poca cosa: a partir de ella se
construyen nuestros mundos culturales, simbólicos, de lo masculino y lo
femenino, yendo más allá de la anatómica realidad de nacimiento. Esa
construcción es, definitivamente, la más problemática de las construcciones
humanas, y siempre lista para el desliz, para el "problema", para el
síntoma (o, dicho de otra manera, para el goce, que es inconsciente. ¿Cómo
entender desde la lógica "normal" que un impotente o una frígida
gocen con su síntoma?). A partir de esa construcción simbólica, se
"construyó" masculinamente la debilidad femenina. Así, la mujer es
incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya sinónimo de
malignidad; su sexualidad es una invitación a la perdición, a la locura.
De ahí
al moralismo condenatorio, un paso. "Adán y Eva y ¡no
Adán y Esteban!", vociferaba un predicador evangélico, Biblia en mano. No
caben dudas que el campo de la sexualidad y las relaciones afectivas en su
sentido amplio siguen siendo –no hay otra alternativa parece– el doloroso talón
de Aquiles de lo humano. ¿Por qué, indefectiblemente, en toda cultura y todo
momento histórico, se ocultan las "zonas pudendas"? Pero, ¿por qué
son pudendas?, justamente. ¿Por qué toda la construcción en torno a esto es
tan, pero tan problemática?
El psicoanálisis nos da
la pista: no queremos saber nada de la incompletud, de la falta, por eso
tapamos los órganos que nos ¿avergüenzan?, porque descubren que estamos en una
carencia original: no podemos ser al mismo tiempo todo, machos y hembras. Por
eso se prefiere una psicología de la felicidad que nos otorgue manuales y fórmulas
de autoayuda para ¿triunfar en la vida? y asegurar el "amor eterno"
(que, en realidad, no dura mucho), y nos exime de esta angustiante tarea de
reconocer la incompletud. Resaltar la misma no es muy grato, hiere nuestro
narcisismo; mantener la ilusión de la completud obviando el conflicto a la
base, es mucho más gratificante. Las religiones, en general, no dicen algo muy
distinto a esta psicología de la buena voluntad, de la felicidad. Por eso
todavía siguen ocupando un importante lugar en la dinámica humana.
Como un dato con algo
de "perturbador" (al menos para la conciencia tradicionalista y
reaccionaria) que no puede dejarse pasar inadvertido, valga considerar este
ejemplo que debería cuestionar radicalmente esta ideología de la virilidad, del
"macho": en la ciudad de Guatemala, (capital de un país conservador
desde el punto de vista ético, declaradamente cristiano –pero con un porcentaje
de abortos de los más altos de Latinoamérica, por supuesto clandestinos–), en
la última década la cantidad de travestis que ofrecen sus servicios en las
calles aumentó en un 1,000%.
¿Cómo leer el fenómeno?
¿Se vuelve más "degenerada" la sociedad, o se permite externar más
algo que estaba latente desde siempre? Considérese que quienes demandan el
servicio son siempre varones (¿oficialmente heterosexuales y monogámicos?). Si
subió tanto la oferta, es porque hay demanda, nos podrían decir los
mercadólogos. Esto de ser ¡puro macho! habría que empezar a ponerlo en
cuestión. Lo cual ayudaría a repensar críticamente –para buscarle alternativas,
claro está– a la ideología patriarcal.
Toda
esta misoginia que nos envuelve, este machismo que marca tanto a varones como a
mujeres, tan condenable sin dudas, podría entenderse como el producto de la
oscuridad de los tiempos, de la falta de desarrollo, del atraso que imperó
siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades contemporáneas
que tendrían todavía que "madurar" (y que, por ejemplo, aún lapidan en forma pública a
las mujeres que han cometido adulterio, como los musulmanes, o les obligan a
cubrir su rostro ante otros varones que no sean de su círculo íntimo).
El
Occidente "civilizado" ya no usa cinturón de castidad, pero es
realmente para caerse de espaldas saber que hoy, entrado ya el siglo XXI, la
Santa Iglesia Católica Apostólica Romana sigue preparando a las parejas que
habrán de contraer matrimonio con manuales como 20 minutos Madrid, del 15 de noviembre de 2004, año V., número
1.132, página 8, donde puede leerse que:
La profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa,
y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le
queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El
sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella
amar es darse por completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal
punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación
de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los
requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al
hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer
bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido.
La
idea de "pecado decadente" ligado a las mujeres, no sólo en el
catolicismo, sigue estando presente en diversas cosmovisiones religiosas, todas
de extracción patriarcal. Esta cita, que podría tomarse como una exageración,
es lo que sigue alimentando la ideología dominante. No hay cinturón de castidad…,
al menos en la realidad. Pero hay mucho que seguir trabajando aún en todo esto.
Patriarcado: ¿por qué?
Abrir una crítica
contra el machismo dominante –que, por lo visto, atraviesa la historia humana y
está presente en todas las latitudes– es imprescindible. Pero, ¿por qué? Podría
comenzarse diciendo que por una cuestión de equidad mínima, por justicia universal
y respeto por parte de los varones (dominadores hasta ahora) hacia las mujeres
(las dominadas). Sin dudas si alguien sale perjudicado en esta asimétrica
relación, es el género femenino. "Gracias dios mío por no haberme hecho
mujer", reza una oración hebrea.
Abundar con ejemplos acerca de esta injusta situación no es el objetivo de este
texto (sobran por demás en la vida cotidiana), pero partimos de saber que los
mismos son el punto de partida de la presente reflexión.
Por razones de la más
elemental ecuanimidad debería corregirse, de una vez por todas, esta aberración
del patriarcado. ¿Con qué derecho un varón tendría más cuota de poder que una
mujer? ¿Por qué lo que a uno de los géneros se le prohíbe ("canas al aire", por ejemplo) en otros se tolera, o se aplaude incluso?
¿Por qué la irracional, absurda y malintencionada visión de las mujeres como
malas conductoras de automóviles si estadísticamente está más que demostrado
que tienen menos accidentes que los varones? (porque no son tan irresponsables,
cuidan más su vida y la de los otros, cumplen más fielmente los reglamentos de
tránsito). ¿Por qué los golpes lo siguen recibiendo siempre ellas y no ellos?
Por supuesto que no hay
ningún "derecho natural", ninguna presunta determinación
biológica que lo "justifique". Es una pura construcción histórica, una
ideología del poder masculino que se ha impuesto, una nefasta injusticia –una
más de tantas– que pueblan la vida humana. No se trata, entonces, de hacer un mea culpa por parte de los varones "salvajes, malos y abusivos" para tornarse más "piadosos",
más "buenos". Definitivamente, no va por allí la cuestión.
Por cierto, un cambio
en la construcción de las relaciones humanas daría como resultado una
equiparación en derechos y deberes por parte de ambos géneros. De eso se trata,
y no de un "abuenamiento" de los machos violentos.
Pero se quiere poner
ahora el acento en otra vertiente. ¿Dónde nos lleva el patriarcado? ¿Por qué no
ser machistas? No sólo porque los varones no tienen ningún derecho sobre las
mujeres (¡que no son su propiedad, aunque todavía las mujeres casadas utilizan
el genitivo "Sra. «de» Fulano"!)
sino –y quizá esto puede ser lo fundamental– porque el modelo de sociedades
patriarcales que se ha venido construyendo desde que tenemos noticia, propiedad
privada de por medio, ha estado centrado en la supremacía varonil.
El poder, hasta ahora,
se ha venido concibiendo como un hecho "masculino". La representación del poder es siempre
un símbolo fálico (bastón de mando, cetro, báculo pastoral). Incluso los
prelados católicos, que hicieron voto de castidad, representan su mandato con
una evocación de aquello que no usan como órgano sexual y se une con lo fálico.
El falocentrismo nos atraviesa.
Decir que la organización
social es fálica apunta a concebir las relaciones interhumanas vertebradas en
torno a un símbolo, un articulador que representa:
la
potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural y no la
variedad puramente priápica del poder masculino, la esperanza de la
resurrección y la potencia que puede producirla, el principio luminoso que no
tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que eternamente mana del
ser (Lacan, 1958)
El falo, entonces, es el
gozne que ordena una realidad de subjetividades, y si bien se inspira en el
órgano sexual masculino, no es correlativo con él. El poder está concebido
fálicamente; por tanto, tiene los atributos masculinos. Hoy por hoy, en
nuestras patriarcales sociedades, una mujer que detente cuotas de poder, es
considerada "masculina". Una mujer dominante "las tiene bien puestas", es la Dama de
Hierro. Imagen masculinizada sin ningún atenuante.
Las sociedades que se
han tejido en torno a este resguardo de la propiedad privada han sido
tremendamente masculinizadas, entendiendo por "masculino" todo lo que se liga con los atributos de
un "macho": fuerza, poderío, supremacía. La resistencia femenina ante
el dolor de un parto, por ejemplo, ni siquiera se considera. Lo "importante"
es lo varonil. Si se pregunta por el trabajo de una mujer, la ideología
dominante sigue respondiendo: "no, no
trabaja; es ama de casa". ¿No es importante ese trabajo acaso?
Si ese ha sido el molde
con el que se edificaron las sociedades –machistas, basadas en la supremacía
del más fuerte, competitivas y llevándose todo por delante, destruyendo al otro
que termina siendo siempre adversario a vencer– los resultados están a la
vista. Más allá de pomposas declaraciones de igualdad, justicia, paz y
entendimiento (que nadie cree realmente, fuera de los actos protocolarios), la
historia se sigue definiendo por quién detenta el garrote más grande (hoy día
podría decirse: mayor cantidad de misiles nucleares intercontinentales).
Lo varonil: sinónimo de violencia
La "conquista"
–que es siempre agresiva, impositiva, muy de machos– sigue siendo lo dominante. Se "conquistan" mujeres, territorios, incluso el espacio
sideral. También en el campo del saber se habla de "conquistas"
científicas. Si esa es la matriz que nos constituye (¿machista, patriarcal,
centrada en el garrote más grande como definición última de nuestra dinámica?),
el resultado habla por sí solo. Ese es el mundo que tenemos: se gasta más en
armas que en satisfacer las necesidades básicas de la humanidad. Y aunque se
habla hasta el cansancio de paz y desarrollo equitativo, deciden los destinos
del mundo los que tienen poder de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas, los que tienen el garrote más grande (¿el tamaño sí importa?).
Si el mundo que,
propiedad privada de los medios de producción mediante, hemos construido se
basa en esa sed de "conquista" (machista), evidentemente ser machistas
no nos depara lo mejor. Al menos como especie, como humanidad. Una rápida
mirada al asunto podría hacer concluir que, sin dudas para los varones, sí hay
beneficios. ¡Por supuesto que en un sentido los hay!, pues las desiguales
cuotas de poder estipulan prebendas para unos (los varones, los machos) allí donde para la otra mitad
(las mujeres) hay penurias. Habría que ser ciego para no reconocer que los
golpes los reciben las mujeres y que los varones son los "beneficiados".
Pero pretendemos ir más
lejos en el análisis: las sociedades erigidas a partir de ese modelo de
dominación y competitividad (la abrumadora mayoría de las que se conocen), si
bien otorgan injustos e injustificados privilegios a los varones a costa de las
mujeres (más disfrute, menos trabajo, más ejercicio de poderes, más licencias
para todo), sirven en definitiva para erigir construcciones sociales violentas
e inequitativas que terminan por ser dañinas para todos los integrantes por
igual. La posible guerra nuclear o el ecocidio que se vive tocan a toda la
humanidad, no olvidarlo.
Las sociedades basadas
en la explotación económica de una clase sobre otra, que hacen de la guerra de
conquista (¿acaso alguna guerra no es de conquista?) una clave de su desarrollo,
las sociedades militarizadas y con patrones autoritarios; en otros términos:
prácticamente todas las sociedades que conocemos desde el surgimiento de la
propiedad privada cuando nuestros ancestros llegaron a la agricultura y se
hicieron sedentarios, todas siguen ese patrón machista. Por tanto, ese modelo
dominante no sólo a las mujeres –las principales desposeídas, golpeadas y
vejadas– sino a la totalidad del cuerpo social no le depara un mundo de rosas.
En todo caso, debe
admitirse que cualquier varón, no importando su ubicación socio-económica ni
adscripción étnica, se beneficia infinitamente más que cualquier mujer por el
solo hecho de su estructura anatómica, que dado el contexto social le permite
ser un "macho" con todas las prerrogativas concomitantes.
Para un mundo
patriarcal, tal como el que sigue habiendo más allá de los primeros cambios que
se empiezan a ver con una crítica a estos paradigmas, los varones ¿por qué
querrían renunciar a esos privilegios? Eso implicaría comenzar a compartir
cuotas de poder con el género femenino, y definitivamente nadie está dispuesto
a ceder su sitial de honor. ¿Acaso algún cambio en las relaciones de poder en
nuestra historia como especie fue pacífico alguna vez? Recordemos aquella
sentencia citada más arriba, que ahora podrá dimensionarse más acabadamente
después de todo lo dicho: “La violencia
es la partera de la historia”.
La cuestión básica por
la que se abre esta crítica no es sólo por el desarrollo de una nueva
masculinidad no violenta que podría pretenderse más ¿civilizada?, más ¿"buena onda"?
Bienvenida ella, por supuesto. Pero hay que ir más allá aún.
En todo caso, la
apuesta es reemplazar esos patrones machistas, patriarcales, masculinizantes,
por nuevas formas de concebir las relaciones humanas; o si se quiere decir de
otra manera: para plantearnos una crítica a la forma en que nos vertebra el
poder.
¿Qué hacer entonces?
Quizá puede enfocarse
la tarea no pensando en una nueva masculinidad más "humanizada", más
"suave", sino, siendo más amplios, considerando y proponiendo
nuevas relaciones humanas. Ello no sólo porque los varones deben ser "bondadosos"
y no maltratar a las mujeres (aunque suene cínico, o absurdo, dicho así).
Se trata de construir
una nueva sociedad que replantee la idea de poder. ¿O habrá que pensar que
estamos condenados al bastón de mando masculino? De hecho, si bien son muy
contados casos en el mundo, también hay sociedades donde el género masculino no
detenta el poder (los Minangkabau en Indonesia, los Mosuo en el Tíbet, etc.),
donde hay otras formas de "armar" la sociedad.
Si el poder
masculinizante dio como resultado en el mundo esta catástrofe que tenemos
actualmente, con sus interminables "conquistas" y violencia generalizada llevándose todo
por delante, es hora de empezar a pensar en una crítica radical de ese
paradigma machista y patriarcal que está a su base.
De continuar por ese
lado, tenemos la destrucción de la especie asegurada, y seguramente también del
planeta. Dato interesante: de activarse simultáneamente todo el potencial
nuclear bélico que hay sobre el planeta en estos momentos, la Tierra
estallaría, no quedaría ni rastro alguno de forma viva y la onda expansiva que
provocaría la explosión llegaría hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, sin
dudas (si es que así se le puede llamar). Pero ese ímpetu destructivo, esa
arrogancia arrolladora (¡muy machista!) no sirve para lograr un mundo más
equilibrado, no pudiendo resolver problemas ancestrales como el hambre, o la
conflictividad entre pares (continúa el racismo, el machismo, la competencia
descarnada). El "éxito" sigue
concibiéndose como destrucción del otro, ser más que el otro. Es evidente que,
falocentrismo por medio, "el tamaño sí importa"
¿Se terminarían todas esas aberraciones, injusticias y mezquindades
con un planteamiento alternativo, no machista? ¿Cómo encaja ahí lo de "nuevas masculinidades"? No lo sabemos, pero vale la pena
intentarlo. Aunque, siendo rigurosos, no es sólo una nueva masculinidad sino
una nueva forma de establecer las relaciones entre seres humanos. Decía Gabriel
García Márquez (The Time Magazine Special Issue Millennium, Octubre de 1992,
Vol. 140 N° 27):
Lo
único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la humanidad en el
Siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. La humanidad está
condenada a desaparecer en el Siglo XXI por la degradación del medio ambiente.
El poder masculino ha demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad
para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación
del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque
sólo fuera por eso, la inversión de poderes es de vida o muerte.
En sentido estricto, quizá no se trate de invertir los
poderes, tal como reclama el insigne colombiano, sino de plantear una nueva
forma de relacionamiento. O si se quiere decir de otro modo: es necesario
reformular la noción misma de poder, de ejercicio de poder.
¿Por qué no ser
machistas? No porque la llamada nueva masculinidad invite a los varones a "ser buenos"
con las mujeres. O, al menos, no sólo por eso. ¡No debemos ser machistas por
una elemental necesidad de preservar la vida!..., aunque para los varones
aparentemente resulte un beneficio ser servidos. El modelo violento, arrasador,
conquistador a que da lugar ese esquema viril, si bien pueda deparar presuntos
beneficios para el macho atendido servilmente por "sus" mujeres, en definitiva es el preámbulo
de otras formas de violencia, es decir: de nuestro actual mundo basado en la
injusticia, la impunidad, la corrupción, el chantaje y, cuando sea necesario,
la eliminación del otro.
Mientras no se
considere seriamente el tema de las exclusiones –todas, no sólo las económicas,
también las de género al igual que las étnicas– no habrá posibilidades de
construir un mundo más equilibrado.
Dicho en otros
términos: el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de
desarrollo social que en torno a él se ha edificado –bélico, autoritario,
centrado en el ganador y marginador del perdedor– no ofrece mayores
posibilidades de justicia.
Trabajar en pro de los
derechos de género es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de
la justicia. Eso no es sólo una tarea de las mujeres. ¡Es un trabajo
político-social-ideológico de todas y todos por igual! Y sin justicia no puede
haber paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza.
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aparecido en la Revista Análisis de la
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2015.
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