El progreso de la izquierda latinoamericana, tan notable en años
recientes, se está desbaratando por la amarga lucha emprendida entre las dos
izquierdas latinoamericanas. Aquellas personas y grupos que han intentado
alentar un diálogo significativo entre las dos izquierdas han constatado que no
son bienvenidos por ninguno de los dos bandos.
Immanuel Wallerstein/ LA
JORNADA
En más o menos los
últimos 15 años hemos visto la ocurrencia de un importante viraje en la
orientación política de América Latina. En un gran número de países los
partidos de izquierda llegaron al poder. Sus programas han enfatizado la
redistribución de los recursos para auxiliar a los segmentos más pobres de la
población. Han buscado también crear y fortalecer aquellas estructuras
regionales que incluyeran a todos los países de América Latina y el Caribe,
pero excluyendo a Estados Unidos y Canadá.
De inicio, estos partidos
tuvieron el logro de reunir a múltiples grupos y movimientos que buscaban
apartarse de los partidos tradicionales orientados a la política de derecha y a
los vínculos cercanos con Estados Unidos. Buscaron probar, como afirma el lema
del Foro Social Mundial, que “otro mundo es posible”.
Los iniciales entusiasmos
colectivos comenzaron a desvanecerse en múltiples frentes. Elementos de la
clase media comenzaron a sentirse más y más perturbados no sólo por la rampante
corrupción en los gobiernos de izquierda, sino también por los modos más y más
ásperos en que estos gobiernos tratan a las fuerzas de oposición. Este viraje a
la derecha de algunos simpatizantes iniciales de un “cambio” de izquierda es
normal, en el sentido de que es común que esto ocurra en todas partes.
No obstante, estos países
enfrentan un problema mucho más importante. Hay, y siempre ha habido,
esencialmente dos izquierdas latinoamericanas, no una. De ellas, una está
compuesta por aquellas personas y aquellos movimientos que desean remontar los
más bajos estándares de vida en los países del Sur, utilizando el poder del
Estado para “modernizar” la economía y, por tanto, “ponerse al corriente”
respecto de los países del Norte.
La segunda, bastante
diferente, está compuesta por aquellas clases más bajas que temen esa
“modernización”, que no mejorará las cosas sino que las pondrá peor, al
incrementar las brechas internas entre los más acomodados y los estratos más
bajos del país.
En América Latina, este
último grupo incluye las poblaciones indígenas, es decir, aquellas cuya presencia
data de antes de que varias potencias europeas enviaran sus tropas y sus
colonos al hemisferio occidental. También incluye a las poblaciones
afrodescendientes, es decir, a quienes fueron traídos de África como esclavos
por los europeos.
Estos grupos comenzaron a
hablar de promover un cambio civilizatorio basado en el buen vivir. Estos
segmentos sociales arguyen en favor del mantenimiento de modos tradicionales de
vida controlados por las poblaciones locales.
Estas dos visiones –la de
la izquierda modernizante y la de quienes proponen el buen vivir– pronto
comenzaron a chocar, a chocar seriamente. Así, si en las primeras elecciones
que ganó la izquierda las fuerzas de izquierda contaron con el respaldo de los
movimientos de las capas empobrecidas, eso ya no fue cierto en las subsecuentes
elecciones. ¡Muy por el contrario! Conforme transcurrió el tiempo, los dos
grupos hablaron más y más acremente y dejaron de comprometerse unos con otros.
El resultado neto de esta
partición es que ambos grupos –los partidos de izquierda y las clases más
bajas– se movieron a la derecha. Los representantes de las clases más bajas se
vieron aliados de facto con las fuerzas derechistas. Su demanda central
comenzó a ser el derrocamiento de los partidos de izquierda, sobre todo del
líder. Esto fue algo que podría haber resultado, con toda claridad, en el
advenimiento al poder de gobiernos derechistas que no están más interesados en
el buen vivir que los partidos de izquierda.
Entretanto, los partidos
de izquierda promovieron políticas desarrollistas que ignoraron en grado
significativo los efectos ecológicos negativos de sus programas. En la
práctica, sus programas agrícolas comenzaron a eliminar a los pequeños
productores agrícolas, que habían sido la base del consumo interno, en favor de
las estructuras megacorporativas. Sus programas comenzaron a semejar, de muchas
maneras, los programas de los previos gobiernos de derecha.
En resumen, el progreso
de la izquierda latinoamericana, tan notable en años recientes, se está desbaratando
por la amarga lucha emprendida entre las dos izquierdas latinoamericanas.
Aquellas personas y grupos que han intentado alentar un diálogo significativo
entre las dos izquierdas han constatado que no son bienvenidos por ninguno de
los dos bandos. Es como si ambos lados dijeran, están con nosotros o están
contra nosotros, pero no hay camino intermedio. Es muy tarde, pero tal vez no
sea demasiado tarde para que ambas partes revaloren la situación y rescaten de
la destrucción a la izquierda latinoamericana.
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