Este artículo fue publicado en el año 2012: en
aquel entonces aún se entendía lo que ser "progresista" significaba
-y lo que no significaba-. El texto dejaba claro que los gobiernos
"progresistas" correspondían a una etapa necesaria del desarrollo
capitalista de la región y estaban lejos de proponer un horizonte socialista,
una misión que correspondería a otros actores, los interesados en preparar la
subsiguiente etapa. Se dice en qué habría de consistir su tarea. En este
sentido, el actual debate sobre el "progresismo" es una regresión
respecto a lo que ya era claro hace cuatro años.
Nils
Castro
Algunos críticos insisten en que la mayoría de los
gobiernos “progresistas” latinoamericanos administran una fase postneoliberal,
pero no postcapitalista, del desarrollo de sus sociedades, economías y Estados.
No son revolucionarios, ya que el capitalismo sigue siendo el horizonte de su
gestión política. Esa observación es descriptivamente correcta pero calla las
razones de esa característica.
Con sus respectivos matices, esos gobiernos fueron electos
a consecuencia del daño y el rechazo sociales que las políticas neoliberales
acumularon en el pasado período. Son, pues, el resultado del voto
antineoliberal –pero no necesariamente anticapitalista– de millones de
ciudadanos. Voto captado, a su vez, por unas izquierdas que ofrecieron
programas electorales de baja intensidad, que prometían subsanar los efectos
más perversos del neoliberalismo, pero que no hablaban de remplazar al
capitalismo.
Después del colapso del “socialismo” soviético
todavía falta claridad sobre qué es lo que cada pueblo podrá entender por
socialismo y cómo construirlo (y en ese contexto se ha instalado esa noción de
“postcapitalista”, cuyo sentido es aún más impreciso). Si la opción que habrá
de remplazar al capitalismo por ahora continúa así de indeterminada,
difícilmente servirá para movilizar a millones de votantes, si de democracia y
votar se trata.
En otras palabras, esos gobiernos latinoamericanos
lograron elegirse y pueden sostenerse porque ofrecieron y cumplen programas que
la mayoría ciudadana ya podía asumir (aunque algunos críticos dictaminen que,
para el largo plazo histórico, esos no son los proyectos filosóficamente más
correctos…). Su elección se hizo posible porque esos programas han sido
programas políticamente acertados. En particular, ante una mayorías electorales
que aspiran a un cambio sin riesgos, escaseces, hiperinflaciones ni
sobresaltos.
Aún así, estos gobiernos progresistas son bastante
más fructíferos que aquellos que, en tiempos de las teorías prosoviéticas, eran
quiméricamente postulados como gobiernos “demócratico revolucionarios”. Son
progresistas respecto al pasado reciente y son progresistas porque han
extirpado parte de la herencia neoliberal y, sobre todo, porque le han dado
oportunidad de ciudadanía, empleo, alimentación y escolarización a millones de
latinoamericanos, y porque impulsan la integración regional y han recobrado
soberanía nacional.
En el ínterin, ese progresismo se asocia a cuatro
aspiraciones: una participación más autodeterminada y eficiente en el mercado
global; el reparto más justo de un mayor porcentaje de la riqueza social
generada por esa participación; solidaridad política latinoamericana y mayor
acotamiento de la influencia de los Estados Unidos en la región. Sin embargo, para
la mayoría de los electores lo que vale es la mejoría de sus expectativas
personales y familiares, y de sus posibilidades de organizarse para participar
en la modelación del futuro previsible.
Ahora, frente a la consistente contraofensiva de
las viejas y las nuevas derechas locales e imperiales, incluso los profetas más
críticos admiten, si no defender a estos gobiernos, al menos protestar cuando
se intenta derrocarlos. Obviamente, más vale la moderación de monseñor Lugo,
que iniciaba una perspectiva democratizadora, que el previsible retorno de la
barbarie stroessnerista y la consiguiente reinstalación de un baluarte regional
de la reacción.
Así pues, el asunto no está en cómo calificar a
esos gobiernos y sus limitaciones, sino en cómo prever y estructurar el paso a
la siguiente etapa. Esto es, cómo realizar la formación, concertación y
acumulación –ideológica y organizativa– de las fuerzas sociales apropiadas para
impulsar esa transición, y sostenerla. Más que una tarea de los gobiernos
progresistas y de los gurúes filosóficos esto es la misión principal de los
partidos y movimientos revolucionarios, una misión que desde ningún sectarismo
se podrá cumplir.
Al fin y al cabo, para tener gobiernos que vayan
más allá, antes habrá que contar con mayorías ciudadanas que quieran
emplazarlos y sostenerlos.
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