El futuro de la izquierda no es más difícil de predecir que cualquier
otro acontecimiento social. La mejor manera de abordarlo es haciendo lo que
llamo sociología de las emergencias. Consiste en prestar especial atención a
algunas señales del presente para ver en ellas tendencias, embriones de lo que
puede ser decisivo en el futuro.
Boaventura de Sousa Santos / Página12
En este texto dedico especial atención a un hecho que, por inusual,
puede señalar algo nuevo e importante. Me refiero a los pactos entre diferentes
partidos de izquierda.
- Los pactos. La familia de las izquierdas no tiene una fuerte tradición de pactos.
Algunas ramas de esta familia tienen incluso más tradición de pactos con la
derecha. Diríase que las divergencias internas en la familia de las izquierdas
son parte de su código genético, tan constantes han sido a lo largo de los
últimos doscientos años. Por razones obvias, las divergencias han sido más
amplias o notorias en democracia. La polarización llega a veces al punto de que
una rama de la familia ni siquiera reconoce que la otra pertenece a la misma
familia. Por el contrario, en períodos de dictadura los acuerdos han sido
frecuentes, aunque terminen una vez acabado el período dictatorial.
A la luz de esta historia, merece una reflexión el hecho de que en los
últimos tiempos estamos asistiendo a un movimiento pactista entre diferentes
ramas de las izquierdas en países democráticos. El sur de Europa es un buen
ejemplo: la unidad en torno a Syriza en Grecia a pesar de todas las vicisitudes
y dificultades; el gobierno dirigido por el Partido Socialista en Portugal
(Antonio Costa, foto) con el apoyo del Partido Comunista y del Bloco de
Esquerda a raíz de las elecciones del 4 de octubre de 2015; algunos gobiernos
autonómicos en España surgidos de las elecciones regionales de 2015 y, en el
momento en que escribo, la discusión sobre un posible pacto nacional entre el
PSOE, Podemos y otros partidos de izquierda como resultado de las elecciones de
diciembre. Hay indicios de que en otros lugares de Europa y en América latina
pueden surgir en un futuro próximo pactos similares.
Dos cuestiones se imponen. ¿Por qué este impulso pactista en democracia?
¿Cuál es su sostenibilidad?
La primera pregunta tiene una respuesta plausible. En el caso del sur de
Europa, en los últimos cinco años la agresividad de la derecha en el poder
(tanto la derecha nacional como la que se viste con la piel de las
“instituciones europeas”) ha sido tan devastadora para los derechos de la
ciudadanía y para la credibilidad del régimen democrático que las fuerzas de
izquierda comienzan a convencerse de que las nuevas dictaduras del siglo XXI
van a surgir bajo la forma de democracias de bajísima intensidad. Serán
dictaduras presentadas como “dictablandas” o “democraduras”: la gobernabilidad
posible ante la inminencia del supuesto caos en los difíciles tiempos que
vivimos, el resultado técnico de los imperativos del mercado y de la crisis que
lo explica todo sin necesidad de que ella misma sea explicada. El pacto resulta
de una lectura política de que lo que está en juego es la supervivencia de una
democracia digna de ese nombre y de que las divergencias sobre lo que eso
significa tienen ahora menos urgencia que salvar lo que la derecha aún no ha
conseguido destruir.
La segunda pregunta es más difícil de responder. Como decía Spinoza, las
personas (y, diría yo, también las sociedades) se rigen por dos emociones
fundamentales: el miedo y la esperanza. El equilibrio entre ellas es complejo,
pero necesitamos a las dos para sobrevivir. El miedo domina cuando las
expectativas de futuro son negativas (“esto está mal, pero el futuro puede ser
peor”); a su vez, la esperanza domina cuando las expectativas de futuro son
positivas o cuando, por lo menos, el inconformismo con la supuesta
inevitabilidad de las expectativas negativas es ampliamente compartido. Treinta
años después del asalto global a los derechos de los trabajadores; de la
promoción de la desigualdad social y del egoísmo como máximas virtudes
sociales; del saqueo sin precedentes de los recursos naturales, la expulsión de
poblaciones enteras de sus territorios y la destrucción ambiental que esto
significa; de fomentar la guerra y el terrorismo para crear Estados fallidos y
dejar a las sociedades indefensas ante la expoliación; de la imposición más o
menos negociada de tratados de libre comercio totalmente controlados por los
intereses de empresas multinacionales; de la supremacía total del capital
financiero sobre el capital productivo y sobre la vida de las personas y las
comunidades... después de todo esto, combinado con una defensa hipócrita de la
democracia liberal, es razonable concluir que el neoliberalismo es una inmensa
máquina de producir expectativas negativas para que las clases populares no
conozcan las verdaderas razones de su sufrimiento, se conformen con lo poco que
aún tienen y se mantengan paralizadas por el pavor a perderlo.
El movimiento pactista al interior de las izquierdas es producto de un
tiempo, el nuestro, de predominio absoluto del miedo sobre la esperanza.
¿Significará esto que los gobiernos surgidos de los pactos serán víctimas de su
éxito? El éxito de los gobiernos acordados por las izquierdas se traducirá en
la atenuación del miedo y en la devolución de alguna esperanza a las clases
populares, al mostrar, mediante una gestión de gobierno pragmática e
inteligente, que el derecho a tener derechos es una conquista civilizatoria
irreversible. Cuando regrese la luz de la esperanza, ¿las divergencias volverán
a la superficie y los pactos irán a parar a la basura? Si ello ocurriese, sería
fatal para las clases populares, que pronto regresarían al silencio y el
desaliento ante un cruel fatalismo, tan violento para las grandes mayorías como
benévolo para las pequeñísimas minorías. Pero también sería fatal para las
izquierdas en su conjunto, pues quedará demostrado durante décadas que las
izquierdas son buenas para corregir el pasado, pero no para construir el
futuro.
Para que eso no suceda, son necesarias dos clases de medidas durante la
vigencia de los pactos. Dos medidas que no se imponen por la urgencia corriente
del gobierno y que, por eso mismo, tienen que resultar de una voluntad política
bien determinada. Llamo a estas dos medidas Constitución y hegemonía.
- Constitución y hegemonía. Con la Constitución me refiero al conjunto de reformas constitucionales
o infraconstitucionales que reestructuran el sistema político y las
instituciones para prepararlos ante los posibles embates de la “dictablanda” y
el proyecto de democracia de bajísima intensidad. Dependiendo de los países,
las reformas serán diferentes, como diferentes serán los mecanismos usados. Si
en algunos casos es posible reformar la Constitución desde los parlamentos, en
otros será necesario convocar asambleas constituyentes originarias, dado que
los parlamentos serían el mayor obstáculo para cualquier reforma.
También puede suceder que, en un determinado contexto, la “reforma” más
importante sea la defensa activa de la Constitución vigente mediante una
renovada pedagogía constitucional en todas las áreas de gobierno. Pero habrá
algo común a todas las reformas: volver el sistema electoral más representativo
y transparente; fortalecer la democracia representativa con la democracia
participativa. Los teóricos liberales más influyentes de la democracia
representativa han reconocido (y recomendado) la coexistencia ambigua entre dos
ideas (contradictorias) que aseguran la estabilidad democrática: por un lado,
la creencia de los ciudadanos en su capacidad y competencia para intervenir y
participar activamente en la política; por otro, un ejercicio pasivo de esa
competencia y de esa capacidad mediante la confianza en las élites gobernantes.
En los últimos tiempos, y como lo demuestran las protestas que han sacudido
muchos países desde 2011, la confianza en las élites ha venido deteriorándose
sin que, sin embargo, el sistema político (por su diseño o por su práctica)
permita a los ciudadanos recuperar su capacidad y competencia para intervenir
activamente en la vida política. Sistemas electorales asimétricos,
partidocracia, corrupción, crisis financieras manipuladas, son algunas de las
razones de la doble crisis de representación (“no nos representan”) y de
participación (“no vale la pena votar, todos son iguales y ninguno cumple lo
que promete”). Las reformas constitucionales perseguirán un doble objetivo:
hacer la democracia representativa más representativa; complementar la
democracia representativa con la democracia participativa. Estas reformas darán
como resultado que la formación de la agenda política y el control del
desempeño de las políticas públicas dejen de ser un monopolio de los partidos y
pasen a ser compartidas por partidos y ciudadanos independientes organizados
democráticamente.
El segundo conjunto de reformas es lo que llamo hegemonía. La hegemonía
es el conjunto de ideas sobre la sociedad e interpretaciones del mundo y de la
vida que, por ser altamente compartidas, incluso por los grupos sociales
perjudicados por ellas, permiten que las élites políticas, al apelar a tales
ideas e interpretaciones, gobiernen más por consenso que por coerción, aun
cuando gobiernan en contra de los intereses objetivos de grupos sociales
mayoritarios. La idea de que los pobres son pobres por su propia culpa es
hegemónica cuando es defendida no sólo por los ricos, sino también por los
pobres y las clases populares. En este caso son, por ejemplo, menores los
costos políticos de las medidas para eliminar o restringir drásticamente las
asignaciones sociales. La lucha por la hegemonía de las ideas sobre la sociedad
que sostienen el pacto entre las izquierdas es fundamental para la
supervivencia y consistencia de ese pacto. Esta lucha tiene lugar en la
educación formal y en la promoción de la educación popular, en los medios de
comunicación, en el apoyo a los medios alternativos, en la investigación
científica, en la transformación curricular de las universidades, en las redes
sociales, en la actividad cultural, en las organizaciones y movimientos
sociales, en la opinión pública y en la opinión publicada. A través de ella, se
construyen nuevos sentidos y criterios de evaluación de la vida social y de la
acción política (la inmoralidad del privilegio, de la concentración de la
riqueza y de la discriminación racial y sexual; la promoción de la solidaridad,
de los bienes comunes y de la diversidad cultural, social y económica; la
defensa de la soberanía y de la coherencia de las alianzas políticas; la
protección de la naturaleza) que hacen más difícil la contrarreforma de las
ramas reaccionarias de la derecha, las primeras en irrumpir en un momento de
fragilidad del pacto. Para esta lucha tenga éxito es necesario impulsar
políticas que, a simple vista, son menos urgentes y compensadoras. Si esto no
ocurre, la esperanza no sobrevivirá al miedo.
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