La sociedad
venezolana es profundamente democrática y pacífica –tal y como lo ha demostrado
en los últimos diecisiete años–, pero estamos ante un duro pulso entre las dos
grandes fuerzas políticas, chavismo y derecha, que controlan, respectivamente,
el poder ejecutivo y el poder legislativo. La tentación de recurrir a la calle
y a las manifestaciones de masas va a ser muy grande.
Ignacio Ramonet / Le Monde Diplomatique
El año 2016 podría ser de
alta conflictividad en Venezuela. Por razones internas y por razones externas.
En el plano
interior, la amplia victoria en las elecciones legislativas
del pasado 6 de diciembre de la coalición opositora Mesa de la Unidad
Democrática (MUD) configura una Asamblea Nacional controlada –por
mayoría cualificada, y por primera vez desde 1999– por fuerzas hostiles a la
revolución bolivariana. Pero en cuyo seno, la bancada chavista del Partido
Socialista Unido de Venezuela (PSUV) sigue siendo la más numerosa con 51
diputados. Lo cual permite augurar, a partir del 5 de enero, un enfrentamiento
dialéctico de alta intensidad.
Con el
control de los dos tercios de la cámara legislativa, la oposición cree sin duda
que ha llegado la hora de la revancha y sueña con deconstruir pieza a pieza la
revolución bolivariana. Teóricamente podría hacerlo. La Constitución lo permite
siempre que se cuente también con el apoyo del Tribunal Superior de Justicia
(TSJ), que hace funciones de Tribunal Constitucional, y del Poder Ciudadano (integrado
por el Defensor del Pueblo, la Fiscal General y el Contralor General de la
República [1]). Pero sería un gravísimo error. La MUD no debe confundirse.
Porque está claro –un simple análisis de los resultados lo demuestra– que los
electores no le han dado mandato para ello, ni potestad absoluta para gobernar
jurídicamente. El enfrentamiento institucional podría ser frontal y brutal [2].
Sociológicamente,
el chavismo sigue siendo ampliamente mayoritario. En un eventual referéndum a
favor o en contra de la revolución bolivariana, todos los estudios concluyen
que una sólida mayoría votaría a favor de la continuidad del proceso. El 6 de
diciembre pasado, se trataba únicamente de elecciones legislativas, de designar
diputados, y no de cambiar de República, ni de cambiar de Presidente. Los
ciudadanos, inteligentemente, aprovecharon para enviar un mensaje de alerta y
de protesta a las autoridades. Muchos de ellos no imaginaban ni remotamente que
otorgarían a la oposición una victoria tan excesiva. Nunca fue un voto de
adhesión a un (oculto) programa de la MUD, sino un voto de advertencia a la
actual administración.
Y es
bastante normal. Porque desde hace largos meses, como consecuencia –en parte–
de una “guerra sucia” económica fomentada y auspiciada por las oficinas de la
Internacional conservadora, y también –tal y como lo ha denunciado el
presidente Nicolás Maduro–, a causa de “la asfixia de la burocracia y de la
corrupción”, la vida cotidiana se ha vuelto bastante infernal para la gente. El
desabastecimiento de productos de primera necesidad –tanto alimentarios como de
higiene personal y del hogar– y de medicamentos transforma el día a día de los
venezolanos en una incesante lucha para resolver escaseces que casi nunca antes
se conocieron a este nivel. Aunque muchos comentaristas no lo reconocen, las
autoridades han hecho un esfuerzo colosal y prioritario para combatir esta
plaga. Pero los electores consideraron que no fue suficiente. Y sancionaron con
su voto negativo esa ausencia de victoria en un frente capital.
Esa es la
causa principal de los adversos resultados del 6-D para el chavismo. Si a eso
añadimos diversos problemas que siguen sin solución –como los temas de la
inflación, de la inseguridad y de la corrupción, que contaminan la imagen de la
revolución bolivariana–, completamos el diagnóstico de un malestar general que
se ha tornado en sentimiento crítico contra los gobernantes.
La
oposición, decíamos, cree que le ha llegado su hora: la hora de la restauración
neoliberal. Y después de haber ocultado cuidadosamente su programa durante la
campaña electoral, ya está anunciando en voz alta su intención de multiplicar
las privatizaciones, de reducir los servicios públicos, de revocar las leyes
laborales, de liquidar los logros sociales, de desmantelar los acuerdos
internacionales… Ante semejante provocación (recordemos que el chavismo es
sociológicamente mayoritario), el presidente Maduro ha alertado a la opinión
pública y acelerado la constitución de un Parlamento Comunal cuya función en la
arquitectura del Estado aún no está clara, pero que podría funcionar como un
órgano representativo y consultivo de la sociedad en paralelo a la Asamblea
Nacional.
Todo indica
que puede haber choque de trenes. La sociedad venezolana es profundamente
democrática y pacífica –tal y como lo ha demostrado en los últimos diecisiete
años–, pero estamos ante un duro pulso entre las dos grandes fuerzas políticas,
chavismo y derecha, que controlan, respectivamente, el poder ejecutivo y el
poder legislativo. La tentación de recurrir a la calle y a las manifestaciones
de masas va a ser muy grande. Con el peligro que ello conlleva en términos de
enfrentamientos y de violencia.
Este
escenario de guerra civil tampoco es el deseado por la mayoría de los electores
cuyo mensaje del 6 de diciembre pasado significaba abiertamente una llamada al
diálogo entre oficialismo y oposición con un propósito claro: que las dos
fuerzas se entiendan para resolver los problemas estructurales del país.
Decíamos al
principio que, en 2016, la conflictividad podría ser alta en Venezuela también
por razones externas. Y es que este año se anuncia, en términos de coyuntura
económica internacional, como uno de los peores en los dos últimos decenios.
Esencialmente por tres razones: el derrumbe del precio de las materias primas
y del petróleo, la crisis de crecimiento en China y el aumento del valor del
dólar estadounidense.
Es inútil
insistir en que los precios del petróleo tienen una incidencia fundamental en
la vida económica de Venezuela, ya que más del 90% de los recursos en divisas
del país proceden de la exportación del oro negro. En dieciocho meses, los
precios del barril, que estaban en 115 dólares, se derrumbaron a 30 dólares… Y
no es imposible que, a lo largo del año, bajen hasta 20 dólares… Para cualquier
país petrolero (Angola, Argelia, México, etc.), eso representa en sí una
catástrofe, pero para Venezuela (y, en cierta medida, Ecuador o Bolivia), que
redistribuye en políticas sociales lo esencial de su renta petrolera, significa
un golpe muy duro y una amenaza mortal para el equilibrio de la revolución
bolivariana.
El segundo
parámetro exterior es China. Este país ha modificado su modelo de desarrollo y
crecimiento apostando ahora por su mercado interior (1.500 millones de
consumidores), por el aumento de los servicios y de la calidad de vida que la
contaminación amenazaba de muerte. Las tasas de crecimiento, antes del 10 o
12%, se han reducido al 6 o 7%. Consecuencia: la importación de materias primas
(minerales o agrícolas) se ha reducido, lo cual ha acarreado un derrumbe de los
precios que afecta de manera frontal a los países exportadores latinoamericanos
de metales (Perú, Chile) y de soja (Argentina, Brasil). Las crisis políticas
que están viviendo estos dos últimos países no son ajenas a esta situación, y
ello afecta indirectamente también a Caracas, socio importante de Brasilia y
Buenos Aires en el marco del MERCOSUR.
Por último,
el dólar. La decisión que tomó el 16 de diciembre pasado la Reserva Federal de
subir los tipos de interés en un 0,25%, después de nueve años sin hacerlo,
aumenta la fuerza del dólar. Que el dólar sea más rentable en Estados Unidos
alienta a los inversores a retirar sus capitales –invertidos masivamente en los
“países emergentes” desde que empezó la crisis en 2008–, y a desplazarlos hacia
Norteamérica. Consecuencia: el valor de la moneda de los “países emergentes”
(Brasil, Colombia, Chile) se desploma y se devalúa doblemente por el
reforzamiento del dólar y por la huida de capitales. Y todos los productos
importados se encarecen.
Semejante
contexto latinoamericano e internacional dibuja, para 2016, un entorno poco
favorable para la economía de Venezuela. Y coloca muy cuesta arriba la
perspectiva de hallar soluciones rápidas para resolver los problemas del país.
Desde que ganó las elecciones el 14 de abril de 2013, el presidente Nicolás
Maduro ha lanzado llamadas a la oposición y al sector privado en repetidas
ocasiones para establecer un Diálogo Nacional. Es muy importante, ante las
tempestades que se avecinan, que la MUD responda ahora a esas llamadas con
espíritu constructivo de responsabilidad. Venezuela se lo merece.
Notas
(1) Tres
cargos ejercidos actualmente por personalidades afines al Ejecutivo.
(2) Véase
Gisela Brito, “Asamblea Nacional, Ejecutivo y Tribunal Supremo de Justicia,
Claves sobre la disputa institucional en Venezuela”, América Latina en
movimiento, Quito, Ecuador, 18 de diciembre de 2015. http://www.alainet.org/es/articulo/174345
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