Si algo se puede afirmar con alguna certeza acerca de las dificultades
que están pasando las fuerzas progresistas en América Latina, es que tales
dificultades se asientan en el hecho de que sus gobiernos no enfrentaron ni la
cuestión de la Constitución ni la cuestión de la hegemonía.
Boaventura de Sousa Santos / Página12
Con la primera me refiero al conjunto de reformas constitucionales o
infraconstitucionales dirigidas a reestructurar el sistema político y las
instituciones para prepararlos ante posibles embates de los proyectos de
democracia de bajísima intensidad. Por hegemonía entiendo al conjunto de ideas
sobre la sociedad e interpretaciones del mundo y la vida que, cuando son
altamente compartidas, incluso por los grupos sociales perjudicados por esas
ideas, permiten que las élites políticas gobiernen más por consenso que por
coerción, aun cuando gobiernen en contra de los intereses objetivos de grupos
sociales mayoritarios.
En el caso de Brasil, el resultado de no haber enfrentado estas
cuestiones es particularmente dramático. Y explica en parte que los enormes
avances sociales de los gobiernos de Lula sean ahora tan fácilmente reducidos a
meros expedientes populistas y oportunistas, incluso por parte de sus
beneficiarios. Explica también que los muchos errores cometidos (para empezar,
el haber desistido de la reforma política y la regulación de los medios de
comunicación, entre otros, dejan heridas abiertas en grupos sociales
importantes, tan diversos como los campesinos sin tierra ni reforma agraria,
los jóvenes negros víctimas del racismo, los pueblos indígenas ilegalmente
expulsados de sus territorios ancestrales, pueblos indígenas y quilombos con
reservas homologadas pero arrinconadas, militarización de las periferias de las
grandes ciudades, poblaciones rurales envenenadas por agrotóxicos, etc.) no
sean considerados como errores, sino que sean omitidos y hasta convertidos en
virtudes políticas o, al menos, sean aceptados como consecuencias inevitables
de un gobierno realista y desarrollista.
Las tareas incumplidas de la Constitución y de la hegemonía explican
también que la condena de la tentación capitalista por parte de los gobiernos
de izquierda se centre en la corrupción y, por tanto, en la inmoralidad y en la
ilegalidad del capitalismo, y no en la injusticia sistemática de un sistema de
dominación que se puede realizar en perfecto cumplimiento de la legalidad y la
moralidad capitalistas.
El análisis de las consecuencias de no haber resuelto las cuestiones de
la Constitución y de la hegemonía es relevante para prever y prevenir lo que
puede pasar en las próximas décadas, no solo en América latina, sino también en
Europa y otras regiones del mundo. Entre las izquierdas latinoamericanas y las
de Europa del sur ha habido en los últimos veinte años importantes canales de
comunicación, que están todavía por analizarse en todas sus dimensiones. Desde
el inicio del presupuesto participativo en Porto Alegre (1989), varias
organizaciones de izquierda en Europa, Canadá e India (de las que tengo
conocimiento) comenzaron a prestar mucha atención a las innovaciones políticas
que emergían en el campo de las izquierdas en varios países de América latina.
A partir del final de la década de 1990, con la intensificación de las
luchas sociales, el ascenso al poder de gobiernos progresistas y las luchas por
asambleas constituyentes, sobre todo en Ecuador y Bolivia, quedó claro que una
profunda renovación de la izquierda, de la cual había mucho que aprender,
estaba en curso. Los trazos principales de esa renovación fueron los siguientes:
la democracia participativa articulada con la democracia representativa, una
articulación de la cual ambas salían fortalecidas; el intenso protagonismo de
movimientos sociales, de lo que el Foro Social Mundial de 2001 fue una muestra
elocuente; una nueva relación entre partidos políticos y movimientos sociales;
la sobresaliente entrada en la vida política de grupos sociales hasta entonces
considerados residuales, como los campesinos sin tierra, pueblos indígenas y
pueblos afrodescendientes; la celebración de la diversidad cultural, el
reconocimiento del carácter plurinacional de los países y el propósito de
enfrentar las insidiosas herencias coloniales siempre presentes. Este elenco es
suficiente para evidenciar cuánto las luchas por la Constitución y la hegemonía
estuvieron presentes en este vasto movimiento que parecía refundar para siempre
el pensamiento y la práctica de izquierda, no sólo en América Latina, sino en
todo el mundo.
La crisis financiera y política, sobre todo a partir de 2011, y el
movimiento de los indignados, fueron los detonantes de nuevas emergencias
políticas de izquierda en el sur de Europa, en las que estuvieron muy presentes
las lecciones de América latina, en especial la nueva relación
partidomovimiento, la nueva articulación entre democracia representativa y
democracia participativa, la reforma constitucional y, en el caso de España,
las cuestiones de la plurinacionalidad. El partido español Podemos representa
mejor que cualquier otro estos aprendizajes, incluso cuando sus dirigentes
fueron desde el principio conscientes de las diferencias sustanciales entre los
contextos político y geopolítico europeo y latinoamericano.
La forma en que tales aprendizajes se irán a plasmar en el nuevo ciclo
político que está emergiendo en Europa del sur es, por ahora, una incógnita.
Pero desde ya es posible especular lo siguiente: si es verdad que las
izquierdas europeas aprendieron con las muchas innovaciones de las izquierdas
latinoamericanas, no es menos cierto (y trágico) que éstas se “olvidaron” de
sus propias innovaciones y que, de una u otra forma, cayeron en las trampas de
la vieja política, donde las fuerzas de derecha fácilmente muestran su
superioridad dada la larga experiencia histórica acumulada.
Si las líneas de comunicación se mantienen hoy, y siempre salvaguardando
las diferencias de contextos, quizá sea tiempo de que las izquierdas
latinoamericanas aprendan también de las innovaciones que están emergiendo
entre las izquierdas del sur europeo. Entre ellas destaco las siguientes:
mantener viva la democracia participativa dentro de los propios partidos de
izquierda, como condición previa a su adopción en el sistema político nacional
en articulación con la democracia representativa; pactos entre fuerzas de
izquierda (no necesariamente solo entre partidos) y nunca con fuerzas de
derecha; pactos pragmáticos no clientelistas (no se discuten personas o cargos,
sino políticas públicas y medidas de gobierno), ni de rendición (articulando
límites que no pueden ser cruzados con la noción de prioridades o, como se
decía antes, distinguiendo las luchas primarias de las secundarias);
insistencia en la reforma constitucional para blindar los derechos sociales y
tornar al sistema político más transparente, más próximo y más dependiente de
las decisiones ciudadanas, sin tener que esperar elecciones periódicas
(refuerzo del plebiscito); y, en el caso español, tratar democráticamente la
cuestión de la plurinacionalidad.
La máquina fatal del neoliberalismo continúa produciendo miedo a gran
escala y, siempre que falta materia prima, trunca la esperanza que puede
encontrar en los rincones más recónditos de la vida política y social de las
clases populares, la tritura, la procesa y la transforma en miedo. Las
izquierdas son la arena que puede atajar ese aparatoso engranaje a fin de abrir
las brechas por donde la sociología de las emergencias hará su trabajo de
formular y amplificar las tendencias, los “todavía no”, que apuntan a un futuro
digno para las grandes mayorías. Por eso, es necesario que las izquierdas sepan
tener miedo sin tener miedo del miedo. Sepan sustraer semillas de esperanza a
la trituradora neoliberal y plantarlas en terrenos fértiles, donde cada vez más
ciudadanos sientan que pueden vivir bien, protegidos, tanto del infierno del
caos inminente como del paraíso de las sirenas del consumo obsesivo. Para que
esto ocurra, la condición mínima es que las izquierdas permanezcan firmes en
las dos luchas fundamentales: la Constitución y la hegemonía.
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