Hoy, en Argentina,
Brasil y Venezuela, el guión de la estrategia restauradora apunta a forzar la
tensión institucional, la disputa entre los poderes republicanos, la
intromisión en sus esferas de competencia, para provocar una ruptura que
justifique acciones de fuerza e intervenciones militares. El imperialismo sigue
de cerca estos ensayos.
Ilustración de Iván Lira. |
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Hace ya más de medio
siglo, el historiador estadounidense Frank Tannenbaum, un intelectual estudioso
de nuestros países y sus complejas realidades, llegó a la conclusión de que el
hilo conductor de la historia de América Latina estaba atrevesado por la
presencia permanente de las formas de dominación autoritaria, que hacían de la
democracia una excepción. “Dictadores y regímenes militares, revoluciones
palaciegas y golpes de Estado, violencia y dominación violenta han sido siempre
una constante política en el subcontienente americano”, decía el autor de The
future of democracy in Latin America (1955) y de Ten keys to Latin America (1962).
Esa excepcionalidad
democrática fue tristemente confirmada en las últimas tres décadas del siglo
XX, cuando dictaduras militares y gobiernos civiles al servicio del
imperialismo estadounidense, en el contexto de la Guerra Fría, asumieron las
doctrinas de seguridad nacional basadas en las tesis del enemigo interno y el peligro
comunista, y pusieron en marcha las
tácticas de guerra sucia y guerra de tierra arrasada, que dejaron
como saldo miles de víctimas mortales y desaparecidos, y un brutal
debilitamiento de las instituciones políticas. Ni siquiera las pretendidas transiciones democráticas, en las que
muchos pueblos depositaron sus esperanzas,
evitaron que las prácticas democráticas se redujeran a un ritual electoral
que poca influencia tenía en el rumbo de nuestros países y en la búsqueda del
bien común de nuestras sociedades.
Entrados en los años
1990, la década oprobiosa del neoliberalismo y del pensamiento único, a esa
democracia se le llamó de baja intensidad:
unos pocos –élites políticas, grupos económicos transnacionales, tecnócratas y
políticos reciclados- decidían por el destino de muchos. No había más
alternativas que los dogmas de fe económica proclamados por el Banco Mundial y
el Fondo Monetario Internacional. Y el imperio estadounidense, ahora hegemón
del mundo unipolar, bendecía o rechazaba a los gobernantes de turno.
No fue sino en el ocaso
de ese siglo, y a partir de una inédita articulación de resistencias de
movimientos sociales, pueblos indígenas, partidos políticos y liderazgos
emergentes, que América Latina se sacudió y acabó con la inercia ritualista de
la democracia (neo)liberal: anquilosada e incapaz ya de responder a las
demandas populares; democracia a la medida de las oligarquías, del capital
extranjero y de los factores de poder de la gobernanza
de la globalización. Primero en Venezuela, Brasil y Argentina, y después en
Bolivia, Ecuador y algunos países centroamericanos, los procesos políticos que
abrieron el siglo XXI latinoamericano a la esperanza constituyeron, también, un
avance democrático incuestionable –por más que le pese a los opinadores bienpensantes de la derecha y a los
gestores de la guerra mediática- al ampliar las dimensiones simbólicas,
discursivas y materiales de las prácticas y sentidos que la democracia (neo)liberal
había adquirido en la región.
Quizás la vieja
dominación histórica, oligárquica y capitalista, no fue derrotada todavía, y
acaso falte mucho para que eso suceda finalmente. Pero las fracturas y las
heridas infligidas en los últimos tres lustros por un amplio arco de fuerzas
políticas y sociales, enfrascadas en en la búsqueda de alternativas de
superación del neoliberalismo, no han sido menores. Por eso las derechas
criollas, en su contraofensiva restauradora, se han lanzado a dentelladas para
constreñir ese campo de resignificación de la democracia abierto a la disputa y a la construcción colectiva
por los procesos nacional-populares y progresistas.
Hoy, en Argentina,
Brasil y Venezuela, el guión de la estrategia restauradora apunta a forzar la
tensión institucional, la disputa entre los poderes republicanos, la
intromisión en sus esferas de competencia, para provocar una ruptura que
justifique acciones de fuerza e intervenciones militares. El imperialismo sigue
de cerca estos ensayos, y urde sus planes entre ambiguas declaraciones
diplomáticas y la cooptación de partidos políticos “opositores”, ministerios o
secretarías de gobierno, y mandos castrenses.
No serán el
kirchnerismo, el petismo o el chavismo los que perderán o vencerán en este
episodio decisivo al que hemos llegado: lo que está en juego, para todas y
todos nosotros, es la posibilidad de construir democracias posneoliberales, populares,
nacionales, participativas y socialmente justas. Es nuestra posibilidad de ser,
sin más, latinoamericanos y latinoamericanas que no renuncian a la utopía de la
emancipación y la liberación. No es tiempo de señalar culpables de las derrotas
o enfrascarse en discusiones estériles; como dijo Martí, “es la hora del
recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la
plata en las raíces de los Andes”.
Ojalá lo comprendamos
antes de que sea demasiado tarde.
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