La
experiencia de los tres lustros progresistas que iniciaron nuestro siglo XXI
debe discutirse examinando todas sus aristas, lo que debe hacerse con
autocrítica responsabilidad. No para imputar responsabilidades personales, sino
para sacar conclusiones sustantivas.
Nils Castro / ALAI
Los acontecimientos pronto
han demostrado que lo que hoy llamamos progresismo ‑‑fenómeno
político que según las particularidades de cada pueblo a inicios de este siglo
brotó en varias latitudes de América Latina‑‑ no fue un simple “ciclo” ni ha
concluido. Y que tampoco fue mero efecto de un cambio del precio internacional
de las materias primas. La evolución de nuestros pueblos es más compleja que
eso; su comportamiento político no oscila según los vaivenes del comercio, pues
las relaciones entre economía y sociedad no son así de pueriles.
Como recordamos, al
inicio los años 90 la acometida neoconservadora abanderada por Margaret Tatcher
y Ronald Reagan se potenció con el derrumbe soviético. Eso, además de imponer
un viraje de las políticas económicas que prevalecían, determinó asimismo
un tsunami ideológico que unas izquierdas divididas
y perplejas mal pudieron enfrentar. No obstante, ni esas políticas ni los
efectos culturales de aquel tsunami han finalizado.
La crisis global que emergió en 2008 desenmascaró al neoliberalismo, pero sin
que todavía hayamos creado las propuestas necesarias para remplazarlo.
Con todo, en menos de
10 años las prácticas neoliberales causaron daños e inconformidades populares
suficientes para levantar protestas y movimientos políticos que dieron pie a
una significativa marea progresista. Este fenómeno, más expresivo de un vasto
repudio que de nuevos proyectos factibles, animó los primeros tres lustros de
este siglo, incluso allá donde no pudo elegir gobiernos. Y donde sí lo
consiguió, además de realizar destacados avances contra la pobreza y la
inequidad, aportó significativos progresos de la autodeterminación nacional y
la solidaridad de nuestros países.
Obviamente, al hacerlo
todavía en tiempos de crisis de las izquierdas y restauración de la democracia
liberal, no había entonces bases sociales, político‑culturales ni organizativas
suficientemente desarrolladas para emprender revoluciones factibles
y sustentables. Caso por caso, eso deparó oportunidades para acceder al
gobierno, no para tomar el poder. Y por el lado opuesto, las élites criollas,
aunque forzadas a ceder la administración del gobierno, pudieron hacerlo sin
perder sus recursos económicos fundamentales.
Aun así, durante ese
período millones de latinoamericanos salieron de la marginalidad y adquirieron
ciudadanía, empleo, educación y salud, y sus naciones alcanzaron mayor
dignidad. Patrias y gentes pudieron ensayar nuevas expectativas. Incluso sin
revoluciones propiamente dichas, esa era una agenda de izquierda y fue peor que
ingenuo suponer que los progresos sociales y políticos alcanzados en esos años
pudieran repetirse sin causar, a su vez, una fuerte contraofensiva del
imperialismo y de las élites locales.
Con sobrados respaldos
económicos, socioculturales y mediáticos, la derecha tuvo condiciones y tiempo
para renovar objetivos, remozar imagen, reactualizar métodos y reconstruir
imagen política. Ya no solo para volver a Palacio a recuperar hegemonía, sino
para emprender un roll back más ambicioso: revertir
las conquistas populares cedidas desde los años 50 a la fecha. De la
estructuración y fines de ese contraataque ya me ocupé entonces.1
¿Quién nos hace
vulnerables?
Mas no todos los
éxitos después conseguidos por la contraofensiva reaccionaria pueden achacarse
a las artimañas y al poder financiero y mediático de las derechas locales, ni a
la coordinación y patrocinio del imperialismo. Estos son factores reales, pero
no suficientes para explicar sus logros. Los reveses de este progresismo deben
atribuirse también a las permisividades, omisiones y errores de sus liderazgos
y gobiernos, que minusvaloraron la indispensable coparticipación crítica de sus
partidos y de las organizaciones populares, y relegaron el diálogo y acuerdo
con las comunidades locales.
Poco útil es atribuir
el consiguiente reflujo del apoyo popular solo al poderío económico, la vileza
y los medios de comunicación de la clase dominante, y el respaldo de sus
mentores foráneos: estos medios han sido tan
eficaces como se lo facilitan las deficiencias de los liderazgos que con tales
fallas y errores los hicieron más vulnerables.
Entre estos, los
errores en política económica. El primero, característico de los procesos más
radicales: propiciar un rápido incremento del gasto
social y el consumo popular para resolver sus principales urgencias, con una
celeridad muy superior al crecimiento de la producción y la productividad, y de
la mejora de eficiencia institucional y la capacidad de obtener nuevos recursos
económicos. Con las conocidas consecuencias de desabastecimiento, endeudamiento
y pérdida del valor efectivo de los salarios. Acelerar el desarrollo nacional ‑‑el
de las fuerzas productivas‑‑ es costoso; exige formar recursos humanos,
asimilar tecnologías, crear infraestructuras. Eso exige exportar recursos
valiosos para adquirir insumos caros, en mejores condiciones de intercambio, o
contar con potente ayuda foránea.
Pero en la presente
coyuntura el error de política económica que los críticos señalan con mayor
acritud es el de haber justificado o hasta propiciado el extractivismo. Se
responsabiliza a los gobiernos progresistas de valerse de las empresas
extractivas –mineras, agrícolas u otras‑‑ como fuentes ingresos para resolver
necesidades sociales e inversiones en infraestructura y desarrollo. Y se los
acusa de hacerlo sin restringir sus actividades con las necesarias
fiscalizaciones, penalidades y compensaciones por los daños socioambientales
que generen.
No obstante, la
crítica al extractivismo, tal como algunos articulistas suelen abrazarla, puede
exhibir la frivolidad de una moda y conducirlos a disparates. La extracción de
materias o productos sin elaborar es una actividad común a muchas economías de
distinto sello. La primera cuestión es si la política económica de cada país
busca incrementar el valor agregado de esos productos mediante su
transformación por empresas y trabajadores nacionales, o si favorece un saqueo
colonial o neocolonial que exporta esos recursos primarios para elaborarlos en
el extranjero. ¿Esa extracción contribuye a desarrollar y valorizar la
respectiva economía y sociedad nacionales, o solo es un modo de explotar su
mano obra barata reproduciendo el subdesarrollo del país?
La otra cuestión está
en si las autoridades nacionales vigilan eficazmente que la regulación y
control de las actividades extractivas se prevén, conceden y realizan
garantizando los menores daños ambientales y su mejor compensación y
restauración, así como la suficiente protección y provecho para las comunidades
aledañas y los sectores nacionales afectados.
Este asunto siempre ha
estado entre las principales reivindicaciones de los movimientos de liberación
nacional y de las izquierdas en general. Con una excepción: mientras
prevaleció el modelo soviético (incluida su variante maoísta) primó el afán por
forzar a toda costa el crecimiento económico, con devastadoras consecuencias en
materia ambiental, hasta el colapso de ese modelo. Pero aun así el estalinismo
no fue un pecador solitario, puesto que ni el liberalismo clásico ni el
neoliberalismo han sido inocentes de esa misma práctica, que estos prosiguen
por razones mucho peores.
De hecho, nada
justifica el dislate de atribuirle al actual progresismo una índole
necesariamente extractivista, ni alegar que la izquierda y el progresismo son
diferentes porque la primera se opone a esa práctica, mientras que cometerla es
un atributo constitutivo del progresismo. Como tampoco la simpleza economicista
de suponer que el progresismo obedeció a un ascenso del precio internacional de
las commodities y su supuesta extinción a que este
bajó; ergo, que no hasta que estas vuelvan a
encarecerse.
Antes bien, durante
gran parte del siglo XX y lo que va del XXI, el progresismo ‑‑como noción
incluyente vinculada a las luchas por la liberación nacional y el desarrollo
social‑‑ ha sido la manifestación más visible de las izquierdas
latinoamericanas. Y ahora, una vez depurado de las deficiencias de su pasada
ofensiva regional, hay sobrados motivos para prever que volverá a serlo. Esa
anterior experiencia no fue la primera ni la única en que las izquierdas han
tenido errores.
Para evitar que estos
se repitan, una de las mejores aportaciones de sus críticos será idear mejores
modos de que los próximos gobiernos progresistas o revolucionarios puedan
resolver el imperativo de financiar su lucha contra el subdesarrollo, y
solucionar necesidades populares, sin recurrir a formas incorrectas de obtener
los recursos indispensables para ello.
Dado que consolidar un
gobierno nacional‑liberador y sus posibilidades de proyectarse a objetivos de
mayor alcance exige tanto superar el atraso como asegurar el desarrollo humano
y material de las fuerzas productivas, Fidel Castro dedicó al tema gran parte
de su pensamiento. A proponer y debatir estrategias y alternativas de combate
al subdesarrollo, así como formas de concertación y cooperación de los países
del Tercer Mundo y de Latinoamérica para cambiar las injustas condiciones del
comercio y el financiamiento internacionales, en defensa de los intereses de
sus pueblos, incluso sin que las diferencias de régimen político fueran
obstáculo para colaborar en ese objetivo común.
En el caso concreto de
Cuba, ese reto desde el comienzo ha sido extraordinariamente agravado por el
bloqueo estadunidense. En la primera época de la Revolución, el respaldo
económico y militar soviético fue importantísimo para resistir y avanzar. Pero
luego de esos tiempos los procesos progresistas, liberadores o revolucionarios
de otros países no pueden contar con ese tipo de solidaridad. Así, su capacidad
real para adquirir recursos tecnológicos y económicos para el desarrollo es una
dificultad objetiva de sus posibilidades reales. Tan grande que al parecer sus
críticos más severos prefieren no mencionarla.
De nueva cuenta, la
mesa está servida
Así las cosas, la
experiencia de los tres lustros progresistas que iniciaron nuestro siglo XXI
debe discutirse examinando todas sus aristas, lo que debe hacerse con
autocrítica responsabilidad. No para imputar responsabilidades personales, sino
para sacar conclusiones sustantivas sobre cómo prever, castigar y erradicar
tales deficiencias, e imprimirle más robusta y eficaz consistencia ética, política
y estratégica a nuestra participación en la próxima ofensiva popular. No apenas
para agregar más análisis diagnósticos, sino enfocándose en proponer mejores
opciones para vencer los anteriores problemas y los que ya cabe prever.
Entre otras, hay
fallas que ya es habitual señalar pero que reclaman mayor análisis. Una, la
insuficiencia y hasta el abandono del trabajo político y organizativo que
siempre debe sustanciar cada gestión administrativa de las izquierdas, no solo
en el ámbito laboral y sectorial, sino igualmente en el barrial y
comunitario, que es donde habitan, conviven y votan los
necesitados y sus familias.
Otra, el acomodamiento
y hasta la permisividad con los vicios del poder burocrático, que llegan hasta
admitir indicios de corrupción en algunos dirigentes devenidos en funcionarios,
desmintiendo así la calidad moral de la organización y del proceso políticos
que ellos representan. Y aún más, reducir unos partidos y movimientos surgidos
de la rebeldía, la lucha y la creatividad política, a la mera condición de
aparatos reelectorales. Al extremo, incluso de hacerlos “comprender” arreglos
con operadores de la política tradicional, a despecho de los principios cuya
práctica nos hace gente de izquierda y nos identifica como tales.
La corrupción es un
vicio políticamente asimétrico: salvo ocasionales excesos, en la
derecha es parte de una vieja cultura y se da por sentada. Pero a la izquierda
se la elige para combatirla, y tolerarla entre sus filas constituye una afrenta
que pone en entredicho los demás valores que la gente le reconoce a los
dirigentes de una organización progresista. En la izquierda, sin importar la
magnitud del delito, sus implicaciones políticas le dan trascendencia y, aunque
el castigo sea mayor, el conjunto del liderazgo demora en recuperar el
necesario liderazgo moral.
Como también debe
censurarse la bobada política de suponer que, si un gobierno progresista cumple
su deber elemental de solucionar demandas populares, sus beneficiarios
automáticamente le concederán una interminable gratitud de electores cautivos.
Resolver los problemas de la gente no es un favor, sino la misión de los
funcionarios. Cumplirla no supone un contrato electoral. Si el voto popular
echó a la anterior administración porque esa incumplía sus deberes, esto no
conlleva que los electores pasan a ser deudores de quien sí los realice.
Al revés, son los
funcionarios ‑‑mucho más si asumen la tarea a título de progresistas o
revolucionarios‑‑ quienes a diario deben volver a ganar confianza ciudadana. En
política electoral, son los funcionarios quien siempre está en deuda, pues el
pueblo cada vez tendrá nuevas demandas pendientes. Los electores no
votan para atrás sino hacia adelante: no
sufragan por lo que ya se resolvió, sino fiándole cierta confianza temporal a
quien se compromete a solucionar lo que falte. Quien recibe ese voto asume el
deber de honrar este compromiso para seguir mereciendo esa confianza.
Aun así, dicho
compromiso no concluye al entregar soluciones, sino al darles sentido
perdurable. Su adecuada interpretación, uso y mantenimiento deben reproducirse
más allá de la entrega. Cosa que también requiere promover la conciencia y
organización que aseguren el buen aprovechamiento y preservación de lo
recibido. La entrega solo culmina cuando sus beneficiarios se asuman como sus
responsables y defensores. Esa conciencia y organización participativa ‑‑y no
una vasalla gratitud‑‑ es lo que da significado político a los beneficios
entregados.
Uno se hace
revolucionario porque se indigna frente a una realidad injusta y decide
contribuir a cambiarla. Por consiguiente, la integridad ética es la principal
exigencia de la condición de revolucionario. Aun más que la astucia o la
habilidad de maniobra, que algunas veces también han servido para encubrir al oportunismo
o la pérdida de integridad moral y credibilidad ciudadana.
El proyecto
revolucionario es estratégico, no coyuntural. En este sentido, en ocasiones más
vale perder solos que ganar mal acompañados, si con esto robustecemos la
identidad, el ascendiente político y el liderazgo sociocultural que deben
diferenciar a la opción revolucionaria.
Por lo tanto,
transcurrida la pasada marea progresista, la experiencia de esos tres lustros
de logros y errores ahora ofrece un acervo continental de extraordinario valor,
que ya toca revisar con autocrítica responsabilidad. Y lo que da sentido a
examínar este caudal es obtener las conclusiones requeridas para erradicar las
deficiencias y potenciar los aciertos de esa experiencia, a fin de garantizarle
mejor armazón ética, cultura política, organización popular y eficacia a
nuestras prácticas, y concretarlas en el liderazgo de la venidera ofensiva
popular.
Ahora, mientras los
loros bizantinos olvidan los procesos de emancipación nacional y popular, y
especulan sobre “ciclos”, progresismos, reformas o revoluciones, otra ola
protestas sociales ha empezado a rodar. Las barbaridades de Macri y similares
vuelven a exhibir los abusos, incompetencias y fracaso de las viejas o “nuevas”
derechas como alternativa.
Como señala Joao Pedro
Stedile, aunque Bolsonaro use todo el tiempo toda la represión y el
amedrentamiento, y libere todas las fuerzas reaccionarias presentes en la
sociedad, para dar toda la libertad al capital con un programa neoliberal, esa
opción es inviable, no da cohesión social y no resuelve los problemas concretos
de la población. Eso, continúa Stedile, aunque complazca a los bancos agrava
las contradicciones y genera un caos social que lleva a los movimientos
sociales a retomar la ofensiva.2
Los despropósitos
neoliberales causan inconformidades populares que, a su vez, demandan
liderazgos y proyectos confiables La sólida votación obtenida por Gustavo
Petro, las expectativas que ya levantan frentes como Brasil Popular y Pueblo
Sin Miedo y una izquierda reencauzada, así como la aplastante victoria
electoral de López Obrador, están entre sus nuevas manifestaciones palpables.
Al propio tiempo, por
su lado, en Washington DC los dislates de un paquidermo arrogante evidencian
que el sistema de dominación imperial sigue perdiendo capacidad para proveerse
de visión, eficacia y liderazgo estratégicos.
Así pues, de nueva cuenta la
mesa de las condiciones objetivas suficientes para comenzar otra ofensiva
progresista está servida. Una ofensiva que no solo es de segunda generación
sino distinta, mejor dotada de experiencias, ideas y expectativas. Con lo cual
el asunto ya no radica en si los procesos progresistas, de liberación nacional
o con vocación socialista han amainado o concluyeron, sino en cómo corresponde
liderar sus próximas aspiraciones, para que en las nuevas circunstancias su
acometida sea más abarcadora y asuma objetivos sostenibles de mayor alcance.
¿Cuánto hemos
aprendido de nuestra anterior experiencia? ¿Cómo actualizar, compartir e
instrumentar sus lecciones en las actuales condiciones? La pasada ofensiva
brotó en unas condiciones socioculturales que las izquierdas afrontaron no solo
fragmentadas, sino también sin aun sin madurar una comprensión de la crisis del
modelo soviético, ni de sus puntales políticos e ideológicos, como tampoco del
cambio de las circunstancias internacionales, ni de las opciones que estas
podrán deparar.
En aquella coyuntura
fue posible captar el voto, más que la adhesión, de unos pueblos exasperados
pero aún cohibidos por la sombra de la hegemonía imperial y recientes
dictaduras. Y por eso culturalmente inhibidos de aspirar a mayores
expectativas, aún percibidas como riesgosas. En tales condiciones, ese crédito
electoral posibilitaba acceder al gobierno, no al poder.3
En contraste hoy, en
vísperas de otra ofensiva progresista, toca asumir dos misiones previas ante
una situación que ya no es la misma. Por una parte, colaborar con amplia parte
del pueblo ‑‑con la diversidad de sus comunidades concretas‑‑ para superar
rezagos político‑culturales y organizativos, tanto en el sector laboral como en
sus asentamientos locales. Por otra, ofrecer nuestras propuestas como parte del
esfuerzo para superar la fragmentación conceptual y política de las izquierdas.
Es decir, promoviendo vías de diálogo y cooperación para juntar fuerzas y
hacerle camino a nuevas posibilidades, no solo proponiéndose ir más lejos, sino
articulando las fuerzas necesarias para lograrlo.4
Es malsano ignorar la pluralidad que
dinamiza a cada pueblo y clase social embrollando el concepto de unidad con el
de su acepción monolítica. Como asimismo equiparar a los sujetos políticos y
sus vanguardias con escuadrones militares, extrapolando una metáfora didáctica
de tiempos de la guerra civil en Rusia. Es indispensable apreciar las
diversidades, una vez que la unidad es un proceso que se construye entre
diferentes, puesto que sin diferencias no haría falta construirla.
Mientras se deja
alargar discrepancias, las contraposiciones resaltan sobre todo lo que haya en
común. Sin embargo, entre corrientes de izquierda y progresistas la mayoría de
las veces será más ‑‑y de mayor rango estratégico‑‑ lo que ellas comparten,
aunque se deje de reconocer. Esto remarca lo acertado de la propuesta de
empezar por poner sobre la mesa los respectivos proyectos y hallar en qué
campos coinciden (con lo cual no pocos prejuicios irán descartándose).
No es necesario lograr
unidad en cada uno de los aspectos conceptuales y propuestas, sino allí donde
ya es posible coordinar colaboraciones. Como proceso que es, la unidad se construye haciendo camino al
andar, pues al propiciar acercamientos donde ya cabe cooperar, se
amplían las posibilidades de coincidir en otras áreas y perspectivas. La
fertilidad de la estrategia frenteamplistaconsiste en que se
empieza por lo mínimo esencial y las convergencias crecen en tanto se lucha en
común por objetivos que lo ameriten, sin que las diferencias obstruyan la
marcha. Lo que asimismo es prueba de buena fe.
Para abrir camino
En tiempos en que
prevalecía el marxismo dogmático, una de las primeras lecciones de Fidel Castro
y la Revolución cubana fue sobre la efectividad de la acción y la experiencia
conjuntas como medio para producir organización y pensamiento compartidos. El
Movimiento que salió a la luz el 26 de Julio de 1953 se inició tras convocar a
jóvenes honestos y patrióticos ‑‑martianos‑‑ con base en una condición, sin
detenerse a discriminar su pluralidad de ideas políticas y orígenes sociales.
La condición moral mínima de estar dispuestos a tomar las armas contra la
dictadura para erradicar la política corrupta, hacer efectiva la independencia
nacional y erigir una democracia socialmente comprometida. Propuesta que poco
después sería argumentada en La historia me absolverá, un
proyecto de liberación y desarrollo nacionales. Desde esa condición inicial,
combatir juntos y compartir las vicisitudes populares sustentó la formación
ideológica de esos jóvenes y de la mayor parte del pueblo cubano, más que
cualquier catecismo doctrinario.
Doctos analistas hoy
calificarían ese proyecto de reformista, desarrollista, socialdemócrata o progresista,
dictaminando que no pasa de proponer un adecentamiento del capitalismo, no una
propuesta revolucionaria. Pero en su condición de proyecto de liberación
nacional, ese del Moncada se fundó en poderosas convicciones patrióticas y de
solidaridad social, y tuvo gran capacidad de convocatoria no solo por sus
argumentos sino por el ejemplo cívico de sus militantes. Proyecto que, a partir
de 1959, avivado por su rápida ejecución y por el hostigamiento norteamericano,
en vísperas de Playa Girón hizo posible darle piso popular efectivo a la
vocación socialista emanada de su matriz nacional‑liberadora y desarrollista.
Esa experiencia debe
recordarse ante los encabezados con que algunos hoy pontifican sobre el
progresismo latinoamericano. Califican este fenómeno latinoamericano y actual
apelando a clichés estáticos y excluyentes como los de reforma o
revolución, o de intención anti neoliberal o anti capitalista, que
reducen el análisis a las taxonomías con que la lógica formal disecciona un objetoaislado y
estático. Y así eluden la fatiga de discernir e interpretar la red de
contradicciones con que la lógica dialéctica opone y asocia una diversidad de
factores, en el trabajo de comprender y explicar un proceso.5
En la actual situación
de las naciones latinoamericanas y su contexto continental y global, somos
parte activa de una transición histórica distinta de la confrontada en 1962
cuando la II Declaración de La Habana, o durante la retracción, crisis y
derrumbe del modelo soviético, y bajo la ofensiva neoconservadora y el apogeo
del neoliberalismo, o en medio de la primera oleada progresista iniciada por
Hugo Chávez. No pocas veces, los esquemas o clichés verbales que en uno o más
de esos períodos parecieron útiles para entenderlo no son apropiados para
comprender las potencialidades de otro. En situaciones tan modificadas, los
anteriores modos de concebir y alcanzar las metas deseadas pueden dejado de ser
eficaces, y tocará calificarlos con otros adjetivos.
Para abrirle camino al
otro futuro posible, durante esta transición no solo es deseable y necesario ir
más allá que en la anterior oportunidad, sino indispensable articular y formar
las fuerzas requeridas para emprender camino, ampliarlo y sostenerlo. En la
inminencia de esta nueva marea de inquietudes populares, urge capacitar esas
legiones, al tiempo que luchar para revertir la contraofensiva de la derecha y
discutir qué objetivos proponernos al recuperar iniciativa, y cómo avanzar a
corto y mediano plazos en esa dirección, con los destacamentos sociales que
efectivamente lo pueden hacer posible.
Son estas fuerzas
reales quienes determinarán cuánto y hasta adónde se puede hacer y sostener en
la práctica política, no los juegos de palabras más sutiles, ni menos una
campaña de caza y lapidación de presuntos reformistas. Las indignaciones
organizadas de la gente atizan el acontecer mejor que las exhibiciones verbales,
donde algunos articulistas malgastan sus pericias intercambiando sentencias y
entierros políticos en vez de aportar ideas que resuelvan problemas y despejen
caminos.
Porque si de fuerzas
se trata, hay que formarlas. Por lo pronto, tal como Frei Betto resume la
actual perspectiva, antes de que se haga tarde “solo le queda a la izquierda
volver al trabajo de base, organizar a las clases populares, promover la
alfabetización política del pueblo”6.
Notas:
1[1]. Ver, por ejemplo, ¿Quién es la
“nueva” derecha?, en Alai del 14-4-2009; Una coyuntura
liberadora… ¿y después?, en Rebelión del 23-7-2009; Una liberación por
completar, en Alai del 17-8-2009; La brecha por llenar, premio
del concurso Pensar a contracorriente, La Habana,
febrero de 2010; El reto de las izquierdas latinoamericanas, en
Rebelión del 27-4-2012; ¿Por qué y para qué son progresistas estos
gobiernos?, en Rebelión del 20-7-2012; Las disyuntivas
progresistas y la contraofensiva de las derechas, en Rebelión 1-12-2014;
La contraofensiva de las élites dominantes, en Alai del 2-12-2013; La contraofensiva
de las derechas y las opciones de las izquierdas, en Rebelión del
5-11-2014; Combatir errores y sumar nuevas fuerzas, en Alai
del 24-10-2016 y Convertir indignación social en militancia política, en Alai
del 14-11-2016.
2[1]. Ver Joao Pedro Stedile,
“Tenemos que retomar el trabajo de bases”, Brasil de Fato, 30 de octubre de
2018.
3[1]. Una parte de las
izquierdas así entró al Órgano Ejecutivo, al elegir Presidente sin ganar la
mayoría en los comicios parlamentarios, estaduales y municipales, ni influencia
en el Órgano Judicial, tal como unos 30 años antes ocurriera con Salvador
Allende y la Unidad Popular.
4[1]. Entre las izquierdas
todavía pesa una mala forma de discutir, en la que el debate no busca
desarrollar ideas sino descalificar al contrincante. Hace falta diferenciar
tiempos y objetivos. Marx contra Proudhon, Engels ante Dühring o Lenin frente a
Kautsky respondieron otra circunstancia: la de
tres polemistas geniales en el momento de zanjar puntos críticos de una
decisión estratégica. Su ejemplo no vale para dirimir controversias tácticas,
ni mucho menos para suplir la falta de mayores argumentos. Lamentablemente,
desde el siglo XIX ‑‑y en particular en períodos de descomposición política
como el estalinismo, el maoísmo y sus secuelas‑‑ no faltan publicistas más
dados a denigrar a posibles interlocutores que a generar conocimiento y
propiciar cooperaciones.
5[1]. Al fin y al cabo, reforma
y revolución no son dos puntas incompatibles de una disyuntiva estática sino
polos de una interrelación dialéctica, así como la lucha contra el capitalismo
comienza por derrotar a su extremo neoliberal.
6[1]. Ver Sergio Ferrari,
entrevista Frei Betto: Volver al trabajo de base, promover la alfabetización
política del pueblo, en Sur y Sur, del 22 de agosto de 2018.
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