El siglo XXI podría
ser también el parto de una nueva era
para la humanidad. La polarización creciente en el escenario de la política
internacional amenaza con precipitar a
la especie en el abismo sin fondo de su autoaniquilación, pero también podría
ser el arrebol de un nuevo amanecer.
Arnoldo
Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
Como consecuencia de la
Guerra Fría que siguió a la peor masacre de la historia de la humanidad como
fue la II Guerra Mundial, el mundo se dividió en dos bandos o polos
antagónicos, no sólo ideológicamente sino
en todos los ámbitos; era continuar la guerra por otros medios,
especialmente recurriendo al uso de la
tecnología más avanzada de que se
servían los medios de comunicación masiva,
las ciencias humanas, especialmente la psicología entendida como
“ingeniería de la conducta” (Skinner) y la sociología (Parsons, Merton), fueron concebidas como instrumentos
ideológicos para controlar las reacciones
de los sectores populares. Todo ese impresionante desarrollo de las
ciencias se lo apropió una minoría
plutocrática que actualmente conforma el
club más exclusivo – y excluyente - de la historia. Al desaparecer con el fin de
siglo uno de esos polos, la Unión
Soviética, debido a que no fue capaz de seguir el crecimiento exponencial de la revolución científico-técnica de sus
rivales de Occidente, el mundo en la última década del siglo pasado dio la
impresión de volver a lo que había sido la hegemonía de Occidente desde la
llegada de Colón al Nuevo Mundo y que se había roto por la bipolaridad que
caracterizó la recién pasada Guerra Fría, como era la de consolidar un imperio
único que no tuviera fronteras ni geográficas, ni culturales, ni políticas, con
el fin de explotar los recursos naturales y la mano de obra esclava de una
periferia que vivía mayoritariamente en el Sur.
Pero la dinámica de los
procesos históricos no es mecánica sino dialéctica, es decir, siempre engendra
un polo contrario, de donde se nutre la energía con la que se producen los
acontecimientos que configuran la historia. Esa dinámica no es más que
violencia; por lo que las páginas de la historia nos hablan las más de las
veces de muerte y exclusión, por un lado y, como legítima y heroica respuesta, de rebeldía y protesta por el
otro. Pero ese retorno a un mundo unipolar no duró más que una corta década; a
la euforia contenida en la apresurada proclama lanzada eufóricamente al mundo
por los líderes occidentales anunciando
mesiánicamente el triunfo del capitalismo y de sus pretendidos valores
“democráticos”, siguió muy pronto la
reacción cuestionadora de una periferia abrumadoramente mayoritaria, mientras
el horizonte se cubría de oscuros nubarrones anunciando apocalípticamente el
inminente fin de la especie sapiens, debido a su propio e incontrolado
crecimiento capaz de inducir a un suicidio colectivo por causa de un holocausto
nuclear, o de la destrucción en el
ámbito ecológico. La euforia se convirtió en zozobra.
El entorno político que envuelve al siglo XXI no puede entenderse si no es tomando
conciencia de que éste podría ser el último
período de la corta trayectoria de la especie sapiens en la bioesfera.
Pero la raíz del problema no radica en el método científico y su aplicación en
el ámbito de la tecnología; todo lo
contrario, ese es uno de los mayores – si no el mayor- logro del homo sapiens
en sus aproximadamente sesenta mil años
de existencia sobre la tierra. El problema está en el uso del poder que de ahí
se desprende. En otras palabras, el problema de hoy para la humanidad es ético
debido a que no se logra crecer en la conciencia de los valores a la velocidad que lo hacen
los avances de las ciencias y su aplicación en el campo de la
tecnología.
Tomando como trasfondo
ese apocalíptico escenario, el segundo decenio de este siglo es testigo de la
decadencia y el paulatino descenso de la hegemonía política – no así cultural -
de Occidente. Las causas están a la
vista según los datos estadísticos; vivimos hoy
la más escandalosa desigualdad que conoce la historia de la humanidad,
como lo muestra el hecho de que ocho
individuos (no hablo de empresas trasnacionales ni de clanes familiares
plutocráticos, sino de individuos con nombres y apellidos) poseen más riquezas
y, con ello, poder político e ideológico-mediático, que el 30% de los países
que componen la humanidad actual y que llenan la franja más pobre. Occidente no
ha sido capaz de resolver los problemas que él mismo ha provocado. La crisis
económica de 2008 de raíces
estructurales, fue temporalmente aliviada en sus peores consecuencias por el auge comercial de China; pero hoy ha
vuelto a recrudecer debido a las políticas reaccionarias del actual gobierno
norteamericano que cree ilusoriamente resolverla encerrándose en el
ultranacionalismo, que, por desgracia,
hoy parece contagiar a los tories británicos, a algunos países del
Centro de Europa y al Brasil de los militares fascistoides.
El mundo unipolar se ha
convertido en un mundo polarizado; la guerra y la violencia desenfrenada en la
sociedad civil, son vistas por los
centros hegemónicos como instrumentos para activar la desfalleciente economía;
en el entorno de Trump se menosprecian
los más elementales principios del derecho internacional, incluso se llega a
minimizar el rol de las Naciones Unidas;
los medios de comunicación mínimamente críticos se ven cuestionados, y
se legitima lo que es llamado “la postverdad”, que no es más que aplicar lo que
decía Hitler de que la gente considera mentiras
tan sólo a las pequeñas mentiras, pero acepta sin pestañar las mentiras
tanto más fácilmente cuanto más grandes sean, se violenta la división de poderes estipulada por la Constitución, se emplea un
lenguaje procaz y falaz, aupando a los sectores más retardatarios de una
sociedad civil cada vez más dividida y
enfrentada.
En Estados Unidos la
frontera Sur y en Europa las costas del Mediterráneo se han convertido en
trincheras de guerra rodeadas de campos de concentración, incapaces de
detener y contener a legiones de gentes compuestas por humildes trabajadores con sus mujeres y sus niños,
hambrientos, tanto de comida como de
justicia y reconocimiento; y todo como consecuencia de siglos de
injusticia social, corrupción y
represión política a que los rubios del Norte han sometido a las periferias de
unos pueblos, a los que sólo les interesa para obtener acumulación de
plusvalía, gracias a la implacable extracción de materias primas y a la
explotación de mano de obra semiesclava. Pero ese desgarrador éxodo no se
detendrá ni siquiera con amenazas de exterminio
policíaco o de hambruna. Se les
ve como una amenaza cuando en realidad sólo sueñan con disfrutar aunque sea una
migaja de lo que se les ha pintado por los medios de comunicación hegemónicos
como un paraíso. Ninguno de esos interminables grupos que atraviesan el
Mediterráneo, a las desgarradoras caravanas que asedian la frontera Sur de los
Estados unidos, consideran a esos países como enemigos; todo lo contrario,
sienten por ellos una admiración que conmueve por su ingenuidad y
autenticidad; tan sólo buscan
desesperadamente satisfacer su hambre y sentir un mínimo de respeto a sus vidas tan amenazadas en sus propios
países de origen. Muy similar a lo que, según la historia, sucedió en el último siglo antes de la caída
del Imperio Romano; los pueblos del Norte no querían destruir Roma, sino tan
sólo participar de sus logros civilizatorios; por eso cuando lograron el poder, acabaron con su
hegemonía política, pero adoptaron la lengua y no pocas de sus instituciones;
el derecho, la filosofía y el arte grecorromanos fueron reconocidos como
patrimonio de la humanidad. Con ello, se dio origen a una nueva época de la
historia: la cristiandad medieval.
El siglo XXI podría ser
también el parto de una nueva era para la humanidad. La polarización
creciente en el escenario de la política internacional amenaza con precipitar a la especie en el abismo sin fondo de su
autoaniquilación, pero también podría ser el arrebol de un nuevo amanecer. De
todos y cada uno de nosotros depende construir, no sólo nuestro futuro y de
nuestros hijos y nietos, sino de la humanidad entera. El primer paso para
lograrlo consiste en tomar conciencia de nuestra responsabilidad ciudadana.
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