sábado, 10 de noviembre de 2018

El protestantismo predica la moral de un capitalismo que ya no existe

A estas alturas, a la vista de este imperialismo mundial destructor, que impone un intercambio desigual y deudas artificiales y que no respeta leyes de mercado ni ecosistemas vitales, predicar una moral protestante de supuesto éxito económico por la aprobación divina es cuando menos diabólico, para usar los mismos términos de la prédica cristiana protestante.

Karel Cantelar / Especial para Con Nuestra América
Desde La Habana, Cuba

El protestantismo, con las doctrinas de Lutero, Zuinglio, Hus, Calvino, más la iglesia anglicana del sanguinario Enrique VIII, sentó las bases de un cristianismo no católico que con el tiempo se ramificó en movimientos adicionales para un total mundial que hoy supera las 30 mil denominaciones.

La Reforma protestante cabalgó a lomos de un capitalismo que hacía su acumulación originaria a costa del sudor y la sangre de los esclavos africanos de la trata y de la mita impuesta a los indígenas americanos. Asumió la fe de manera diferente al catolicismo, negando su escolástica inalcanzable para los “simples”, acercando la hermenéutica bíblica a las mayorías y estableciéndola como una relación individual del hombre con Dios, una interpretación más pedestre del Evangelio y en lengua vernácula.

Dos legados fundamentales dejó la Reforma para evaluar la conducta humana en sociedad: el libre albedrío supuestamente otorgado por Dios al ser humano y su inescapable naturaleza egoísta y por tanto malvada.

Mientras tanto, los pensadores no prelados de la época desarrollaban el liberalismo, una doctrina que se acomodaba a los intereses de una clase social que se había enriquecido a finales de la Edad Media pero que no tenía derechos políticos: la burguesía, que se puso a la cabeza de las revoluciones sociales de Europa y los futuros Estados Unidos, y desarrollaron teorías acerca de la libre concurrencia y la libre competencia, como elementos de las leyes del mercado que supuestamente con su “mano invisible” regula el flujo de los bienes, los servicios y por tanto de la riqueza.

Los economistas clásicos y los padres fundadores de los Estados Unidos insistieron en los derechos individuales y en las bondades de este liberalismo, revolucionario en comparación con el saqueo teocrático de la nobleza y del clero de los tiempos medievales, pero con la mira circunscrita a la clase burguesa que se fortalecía. No se preocuparon, sin embargo, de los derechos de los que en realidad producían la riqueza.

El protestantismo fue la ideología que dio apoyo al capitalismo, porque la moral protestante del trabajo y de la sociedad muestra al “triunfador como alguien que ha recibido la aprobación divina. Del lado opuesto, los “perdedores” pareciera que no han recibido la aquiescencia divina para prosperar, y en consecuencia se les inculca una auto-culpabilidad ante la sociedad.

Han pasado cinco siglos desde el Renacimiento y el capitalismo, desde finales del siglo XIX, dejó de ser liberal, de libre concurrencia y de libre competencia para convertirse en monopólico y cartelizado. Las élites financieras de las potencias industriales no quieren socios en competencia leal, sino subordinados; no quieren iguales sino súbditos; no quieren comercio justo sino saqueo y falso liberalismo para los ninguneados, mientras aplican proteccionismo y subsidios para sí mismos. Como si fuera poco, en las grandes crisis provocadas por ellos mismos, salvan a las mega-empresas privadas monopólicas con el dinero de los contribuyentes.

A estas alturas, a la vista de este imperialismo mundial destructor, que impone un intercambio desigual y deudas artificiales y que no respeta leyes de mercado ni ecosistemas vitales, predicar una moral protestante de supuesto éxito económico por la aprobación divina es cuando menos diabólico, para usar los mismos términos de la prédica cristiana protestante.

De este modo, un sector importante y creciente en feligresía del protestantismo, coincidente en lo político con la alta jerarquía católica internacional, demoniza a los líderes que intentan empoderar gradualmente a las mayorías y manipula a millones de personas para mantenerlas en la ignorancia sobre las causas últimas de su pobreza perpetua y heredada.

Es una prédica reaccionaria, que lleva el pensamiento de la gente sencilla tres o cuatro siglos atrás, haciéndoles creer que viven en un sistema que ya no existe, con el objetivo de que piensen, accionen y sobre todo voten contra sí mismos. Un movimiento específico parece estar diseñado ex profeso para esto: el pentecostalismo carismático, cuyas ramificaciones acompañan en su labor comunicacional al monstruoso acaparamiento mediático que ha logrado el capitalismo imperial actual. Contribuye con todas sus fuerzas a que los pueblos, por ellos manipulados, se pongan al cuello el dogal del saqueo, la deuda y la sumisión política, coartando todo camino de desarrollo propio y soberano.

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