El
título de nuestro artículo le hace un guiño al nombre de la icónica película de
Charles Chaplin, y al dicho de Deng Xiaoping, el padre de las reformas
políticas y económicas de liberalización de la economía socialista China, quien
dijo “ser rico es bueno”.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa Rica
El
guiño alude a que hay un cambio fundamental, un “giro” (como aman decir hoy
quienes pretenden estar teóricamente al día) en la vida política contemporánea;
un giro que vuelve aceptable, bueno y hasta deseable lo que antes se rechazaba
y era hasta condenable.
En la
China anterior a Deng Xiaoping ser rico no era una opción, un horizonte al que
se debiera aspirar sino todo lo contrario, era sinónimo de lo que no se quería,
de lo que se había superado, de lo que se había dejado con grandes esfuerzos en
el pasado.
“Ser
rico es bueno” alude de forma magistral al giro copernicano que llevó a la
China de vuelta al capitalismo, a su despegue económico espectacular y a la
potenciación en su seno de todas las lacras que acarrea este sistema.
Nosotros
no somos chinos y no manejamos de esa forma magistral los aforismos, pero como
ellos quisiéramos poder sorprender aunque sea una de las dimensiones del giro
en el que habría que inscribir el triunfo de Donald Trump en los Estados
Unidos, de Víctor Orban en Hungría, de Jair Bolsonaro en Brasil, de Matarella
en Italia…
La
vulgaridad que se instaura en la vida política contemporánea no debe achacarse
solamente a estos líderes “de nuevo tipo”, sino más en general a un ambiente de
época que se expresa sobre todo en las redes sociales. Son dos niveles que se
alimentan y legitiman mutuamente, contra lo que todavía se protesta pero que
cada vez adquiere mayor naturalidad.
Hay,
pues, una naturalización de la vulgaridad política que en las redes sociales se
expresa sin dar la cara abiertamente, y que el político “trumpiano” no tiene
empacho en proclamar a cara descubierta a los cuatro vientos.
Es
una vulgaridad política que saca a flote y evidencia corrientes de pensamiento
subterráneas que han estado siempre presentes pero no se manifestaban
abiertamente, que se expresaban en corrillos y en los chistes entre amigos, en
las murmuraciones cómplices, en las miradas de compinches.
Una
corriente que cuando salió a flote y se entronizó públicamente en el poder dejó
una estela de la que a los pueblos que la sufrieron les ha costado recuperarse
decenas de años.
La
vulgaridad dominante alcanzó niveles paradigmáticos con el fascismo. Sin querer
ser aforístico, Albert Leo Schlageter, un icono del nacional socialismo alemán y del nazismo, dijo: “Cuando
oigo la palabra cultura, echo mano a la pistola”.
Dos días después de su elección como
presidente, Jair Bolsonaro instó en Brasil a los estudiantes a denunciar a los
profesores que los estén “adoctrinando”, y quien será su ministro de educación
valora retomar la visión creacionista en las escuelas.
No se trata solo de la educación y la
cultura. Las mujeres y la población homosexual ha sido siempre blanco
predilecto de estas ideas. En la España de Francisco Franco circulaban los
manuales del ala femenina del falangismo que enaltecían a la mujer sumisa al
servicio del varón y de los hijos, orgullosa de los pisos brillantes de su
hogar.
Eso sucedió con el fascismo y lo que pasa
ahora es una actualización. Por eso no está del todo desencaminado llamarle
neofascismo, por lo menos en esta dimensión de lo ideológico y lo cultural.
Lo que ha sucedido con el fascismo debería
hacer que pusiéramos las barbas en remojo. Pero somos de la única especia que
tropieza dos veces con la misma piedra.
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