El
resultado de las elecciones del 6 de noviembre
sería una suerte de empate entre la derecha neofascista y una gama de
fuerzas que van desde el neoliberalismo hasta el progresismo para quien Trump
resulta obviamente odioso por su misoginia, racismo y fundamentalismo
religioso.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de México
Después
de la oleada de gobiernos progresistas en América latina, el péndulo ha girado
hacia la derecha desde el triunfo de
Macri en la Argentina de noviembre de
2015. La elección en Brasil de Jair
Bolsonaro a fines de octubre de 2018, confirmó ese vuelco hacia una derecha que va desde la derecha
neoliberal hasta la que se ha empezado a perfilar en diversos países del mundo,
entre ellos Estados Unidos de América: la derecha neofascista. Hoy tenemos en
los dos países más grandes del continente americano a un gobierno en funciones
y otro más que pronto lo estará, con este tinte ideológico. Erróneamente se ha
calificado a esta derecha neofascista
como “populista de derecha”. Se le distinguiría así de la ideologizada caracterización de
“populismo de izquierda” a los gobiernos progresistas latinoamericanos surgidos en los primeros tres lustros del
siglo XXI.
En
realidad lo que estamos observando como consecuencia de la crisis neoliberal es
el surgimiento de una oleada reaccionaria que tiene un discurso
y prácticas que recuerdan al fascismo europeo del siglo pasado. En las
elecciones del martes 6 de noviembre de 2018, esta derecha neofascista
encabezada por Donald J. Trump sufrió una derrota parcial. Viendo los
acontecimientos desde la perspectiva pesimista, el hecho cierto es que la
anunciada “ola azul” de los demócratas no se observó. Trump ha dicho que los
republicanos y él mismo, obtuvieron un gran triunfo y en parte tiene razón:
conservaron la mayoría en el Senado, ganaron la mayoría de las gubernaturas en
disputa y una carta ascendente para enfrentar al presidente estadounidense en
2020, Beto O’Rourke, fue derrotado en Texas por el republicano Ted Cruz. Con
ello, una de las estrellas ascendentes del Partido Demócrata sufre un traspiés
significativo en su carrera por la candidatura presidencial de su partido.
Desde una perspectiva optimista, Trump y los republicanos han perdido el
control de la cámara baja (diputados o representantes) después de ocho años de
predominio. Proyectos acariciados por el presidente como son la eliminación del
programa de salud, el muro fronterizo, la
feroz campaña antimigrante, se enfrentarán a un muro de contención.
Tendrá que hacer malabarismos como los que tuvo que hacer Barack Obama para
coexistir con una cámara baja opositora. Con la desventaja de que Trump no es
Obama y está acostumbrado a un estilo despótico de ejercicio del poder.
Obama
ha celebrado los resultados de las elecciones intermedias como el inicio de la
derrota de una derecha que por sus tintes aislacionistas y proteccionistas, resulta incómoda para el
establishment neoliberal. El resultado de las elecciones del 6 de
noviembre sería una suerte de empate
entre la derecha neofascista y una gama de fuerzas que van desde el
neoliberalismo hasta el progresismo para quien Trump resulta obviamente odioso por
su misoginia, racismo y fundamentalismo religioso. Ese empate puede verse con
optimismo como lo hace Obama, pero también puede verse con pesimismo porque
constata que pese a toda la campaña mediática y las tropelías de Trump, a la
derecha neofascista estadounidense todavía le queda oxígeno.
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