sábado, 1 de agosto de 2015

Ah… ¡qué Francisco!

Francisco está demostrando que la Iglesia se halla en una encrucijada: se renueva o muere. No es casual, entonces, que su evangelio incomode a los cardenales conspiradores del Vaticano, que quieren hacer una nueva Santa Alianza guerrera y oscurantista, e incendiar el mundo en defensa de mezquinos privilegios con la única finalidad de la ganancia acumulativa.

José Steinsleger / LA JORNADA

No hay devoto más necio que un ateo recalcitrante. Y viceversa. El uno piensa que el peaje al reino de Dios es negociable. El otro cree que negar su existencia es más fácil que pasar por el ojo de la aguja. El primero enaltece lo intangible, el alma, lo espiritual. El segundo, lo concreto, el cuerpo, lo material. Flojera de mollera que, en ambos, doblegan los atributos (¿divinos?) de su razón.

Pero en el siglo pasado vivió Pierre Teilhard de Chardin (1885-1955), jesuita, científico (paleontólogo) y filósofo notable que, por su cuenta, planteó en el seno de la Iglesia superar el dogma de los soldados de Loyola. Que desde el Concilio de Trento (1541-63) enfrentaban a los protestantes con el rancio pensamiento de Agustín de Hipona: “Dios y el alma. Nada más”.

Formado en la inescrutable Compañía de Jesús (aunque tomando distancia de ella cuando la razón lo exigía), Teilhard de Chardin contribuyó a superar el dilema que atenazaba a millones de católicos: ¿era posible renovar la fe, y pensar sin obstinación? Sin querer, él sintonizaba con el satírico, influyente y católico escritor inglés G. K. Chesterton, quien decía que las ideas cristianas se habían vuelto “locas”.

En todo caso, y como bien observó el marxista y politólogo argentino Rodolfo Puiggrós (1906-80), las ideas cristianas “…ya estaban locas al quebrarse la unidad teológica de la alta Edad Media (desde la caída del imperio romano en 476, hasta inicios del siglo XI), cuando la enajenación religiosa embargaba la totalidad de la conciencia del hombre, y no han recuperado su original correspondencia con la realidad social” ( Juan XXIII y la tradición de la Iglesia, Ed. Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968, p. 184).

Amurallada en los viejos dogmas, la Iglesia condenó a Teilhard de Chardin. Le impidió el acceso a cátedras y le prohibió escribir sobre filosofía. Dos años después de su muerte, el Santo Oficio decretó: “…sus libros deben ser retirados de las bibliotecas de los seminarios y de las instituciones religiosas, no se los debe vender en las librerías católicas, y no deben traducirse a otros idiomas”.

Fue en vano. Los libros de Teilhard de Chardin no permanecieron quietos en los estantes. “Tenían alas como los de Abelardo”, dice Puiggrós. Así, la Iglesia no pudo evitar que “…monjes, clérigos, feligreses, creyentes, ateos, buscaran en el pensamiento del sabio jesuita respuestas a un mundo en crisis” (id. ant.). Entre ellos, Angelo Giuseppe Roncalli, luego Juan XXIII (1958-1963). Y uno más: el joven seminarista y técnico químico de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, a quien por un pelito de diferencia el Colegio Cardenalicio eligió papa el 13 de marzo de 2013.

Imposible asegurar que Bergoglio (luego Francisco), llegó al trono de Pedro gracias a su lectura de Teilhard de Chardin. No obstante, en poco más de dos años parecería que su pensamiento sintoniza con las ideas del jesuita francés, en el sentido de que los hombres avanzan por etapas contradictorias. Y que si al orbe católico le interesa renovarse, debe comprender lo que sucede en el mundo, e ir al encuentro de las aspiraciones revolucionarias de las masas.

Hijo legítimo de América, bien sabe Francisco que “…la doctrina de la Conquista fue elaborada por los teólogos juristas españoles durante la crisis religiosa que dividió a los europeos en reformistas y contrarreformistas. Crisis que reflejaba la descomposición del sistema feudal y estimuló las tendencias hacia la monarquía absoluta, en desmedro del poder de los señores y con ventajas para la incipiente burguesía” (Puiggrós).

Francisco está demostrando que la Iglesia se halla en una encrucijada: se renueva o muere. No es casual, entonces, que su evangelio incomode a los cardenales conspiradores del Vaticano, que quieren hacer una nueva Santa Alianza guerrera y oscurantista, e incendiar el mundo en defensa de mezquinos privilegios con la única finalidad de la ganancia acumulativa.

Dijo Teilhard de Chardin en El fenómeno humano (1950): “El hombre se perfecciona por medio de su mayor capacidad de reflexión, mas no ya por la reflexión de un individuo sobre sí mismo, sino de millones de reflexiones que se buscan y se refuerzan”.

De ahí las estimulantes palabras que en días pasados Francisco dirigió a los movimientos sociales en Bolivia: “…el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las élites. Está, fundamentalmente, en manos de los pueblos”.

Resulta poco serio, por consiguiente, atribuir pontificados como los de Juan XXIII o Francisco a “maniobras especulativas” de la Iglesia para prolongar la vigencia de una institución con mil 500 años de existencia.

En Francisco, los pueblos oprimidos encontraron a un nuevo y formidable aliado. Por ello, sus enemigos también son los nuestros: la mitad del Vaticano, el one per cent que posee las riquezas del mundo, y los devotos o ateos de pacotilla que, sintiéndose depositarios de la verdad absoluta o escudándose en el derecho a “pensar distinto”, practican la deshonestidad intelectual.

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