América Latina y el Caribe solo tienen opción de
presencia real en el escenario internacional, si logra constituirse en un
bloque de poder que aprovechando sus potencialidades, complementando las
carencias de unos con las abundancias de otros, generando así una economía
integrada y una visión general de los problemas planetarios que acepte la
multidiversidad de ideas que bullen en la región.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
La semana pasada esbozábamos elemento de orden general
respecto de la proclama del Libertador y su relación con la integración y la
identidad nacional para intentar entender cuánto valor pudiera tener la máxima
bolivariana en las condiciones actuales. Sin embargo, en las condiciones
actuales es imposible sustraer este debate a la noción de modernidad. La complejidad
de los conceptos que se relacionan y la búsqueda de explicaciones, direccionan
necesariamente a este paradigma que sobre todo en años recientes ha manifestado
una multivisión que le atrapa en un espacio amplio que va desde los que
enarbolan la idea de su crisis o incluso su fin, hasta el de su vigencia
siempre renovadora.
En este sentido, la idea de modernidad podría dar
cuenta de un discurso a través del cual se puede tomar conciencia de los
cambios que se producen. Sin embargo, la aparición de la globalización
introduce nuevos elementos a esta discusión, toda vez que como plantea Renato
Ortiz “modernidad y nación son configuraciones sociales que históricamente
aparecen juntas”. La primera surge con la Revolución Industrial, aunque se
manifiesta en la práctica a través de la nación. La segunda se revela a partir
del desarrollo de una modernidad propia. La nación permite el surgimiento de un
nuevo tipo de organización social. La globalización admite la ampliación de los
espacios de la modernidad, que ya no se manifiestan solamente en los estrechos
límites del Estado-nación sino que abarca todos los confines del planeta, lo
cual le concede un novedoso ámbito “universal”. Esta situación conduce a que se
transite de una modernidad a múltiples modernidades. Así mismo, conlleva un
fenómeno contradictorio que actuando como fuerzas opuestas enfrenta a la
globalización con el desarrollo de lo local. Es lo que se ha dado en llamar
glocalización.
La glocalización es un término que proviene de la
fusión de las palabras globalización y localización. Surgió en los años 80 del
siglo pasado en Japón en el marco del desarrollo de sus prácticas comerciales.
Este término que podría ser considerado como paradigmático en términos de las
inter relaciones entre globalización e identidad nacional propone la premisa de
“pensar globalmente y actuar localmente” lo cual puede ser aplicado a cualquier
persona, comunidad o sociedad. El mismo
busca adaptar un cierto entorno de características específicas que se
diferencian de otras a partir de una determinada demanda o, planteado de otra
manera busca adaptar patrones globales a condiciones locales.
Esta manifestación de la modernidad exhibe finalmente
una de las características claves de la influencia de la globalización en el Estado
y la nación, toda vez que la distancia espacial ya no supone una distancia
temporal. En los hechos, la modernidad desconecta el espacio local al poner en
contacto lugares muy alejados de distintas latitudes y longitudes del planeta,
lo cual determina nuevos tipos de relaciones sociales.
En esa medida, se puede concluir diciendo que la
globalización además de ampliar los efectos de las actividades económicas
políticas y culturales a cualquier lugar del mundo y de reordenar el espacio y
el tiempo de la vida social, ha comenzado a construir una nueva dimensión que
ha intensificado positiva o negativamente
la interacción e interconexión entre los Estados y las naciones.
Ha generado un fenómeno paradójico de defensores y
detractores que enarbolan propuestas variadas para sostener sus ideas. Lo
cierto es que la globalización ha provocado un “terremoto” en las acepciones
tradicionales en las nociones de Estado y nación en el pensamiento político
contemporáneo en el marco de un debate que sólo parece haber comenzado. Las
manifestaciones asociadas a su surgimiento, así como las externalidades propias
de su desarrollo aportarán diferentes puntos de vista que darán luces a la
conformación de nuevas identidades que debilitarán al Estado, en tanto la
nación, el principal soporte que ha tenido desde su nacimiento, de paso a otras
expresiones de organización de la sociedad e identificación de los individuos
entre sí y con los demás.
Por supuesto, hay poderes interesados en el
debilitamiento del Estado, su fragilidad permitiría imponer actuaciones y
decisiones supranacionales desde poderes fácticos no identificados y desde los
gobiernos de las potencias que dominan el quehacer político y económico global.
Los intentos de quebrar el concepto de soberanía (incluso aceptado por Ban
Ki-moon, Secretario General de la ONU) como columna vertebral del sistema internacional que permite la
convivencia pacífica entre las naciones que viven en la Tierra y garantiza la paz mundial, son
expresión del deseo de algunas potencias globales de imponer las normas de
comportamiento y conducta que los Estados y naciones deberían asumir en el
sistema. Detrás de todo ello, está la intención de copar y controlar zonas de
influencia y espacios para obtener materias primas, energía, alimentos y agua,
base fundamental para el control estratégico de la vida en el planeta.
En este marco, América Latina y el Caribe solo tienen
opción de presencia real en el escenario internacional, si logra constituirse
en un bloque de poder que aprovechando sus potencialidades, complementando las
carencias de unos con las abundancias de otros, generando así una economía
integrada y una visión general de los problemas planetarios que acepte la
multidiversidad de ideas que bullen en la región. He aquí, donde la genialidad
visionaria del Libertador Simón Bolívar cobra presencia 200 años después. En
medio de la guerra de independencia, cuando arreciaba la ofensiva española y
las huestes patriotas se sumían en un período de reflujo de la lucha, el
Libertador tuvo la capacidad de ver mucho más lejos del espacio estrecho que
para él era Venezuela, y mucho más allá del límite temporal al que podía
inducir la victoria independentista.
Sólo un hombre
con perspectiva estratégica respecto del futuro de la región y con visión de
largo plazo podía prever lo que habría de suceder en lo inmediato y después,
cuando las nuevas repúblicas comenzarán a trazar su camino de vida
independiente.
Los agoreros dirán que eso es imposible dadas las
profundas diferencias ideológicas que hoy encuadran la vida política de la
América Latina y el Caribe, pero la configuración del porvenir que trazaba
Bolívar no estaba ajena a esa circunstancia. En la Carta de Jamaica ya
vislumbraba la lucha como un proceso que sufriría trastornos, dificultades y
plazos distintos en su realización. Apuntaba que “porque los sucesos hayan sido
parciales y alternados no debemos desconfiar de la fortuna”, y no tenía temor
ante la circunstancia cierta que ya vislumbraba respecto de aquellas
oligarquías agazapadas que se preparaban para usufructuar de la independencia
“En unas partes triunfan los independientes mientras que los tiranos en lugares
diferentes obtienen sus ventajas, ¿cuál es el resultado final?, ¿no está el
Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa?”
Ante esto, Bolívar nos dejó la Patria como legado; la
misma debe transformarse en el blasón insustituible con que podríamos resistir
ante los modernos intentos de avasallaje, el imperativo que tenemos es concluir
la construcción de una identidad que nos permita recorrer el camino, aceptando
todos los obstáculos, entre ellos los de fatuos intereses de oligarquías que
usurparon la patria para crear Estados nacionales e intereses acorde a esa
visión estrecha y comprometida con una minoría. Hoy el Libertador se levanta
señero para recordarnos que “La patria es la América”.
Todavía las oligarquías se ensañan y no aceptan que así
sea. Las de Chile negocian con Bolivia encumbrándose sobre intereses nacionales
que no son los de uno ni de otro pueblo. Los dominicanos de misma estirpe
niegan su sangre mestiza cuando esos mismos intereses los llevan a crear leyes
para despreciar al pueblo haitiano, hermano oprimido del que vive del otro lado
de la Española… y así, a lo largo de la región nos sorprendemos repitiendo
consignas que enarbolan un supuesto interés nacional que no genera beneficios
para ningún pueblo. A 200 años, Bolívar nos lo recuerda, “. Luego que seamos
fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección,
se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la
gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes
prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias
y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a
Colombia libre, que las convidará con un asilo”.
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