Por los acontecimientos que se estando viviendo en los primeros seis
meses del año 2015 queda claro que el modelo económico y político de
estos últimos treinta años ha cumplido lo suyo. Los problemas a los que nos
enfrentamos los chilenos en la segunda década del nuevo siglo son otros. Por
ello es cada vez más claro que para superarlos el país requiere de nuevas
herramientas políticas y nuevas estrategias de desarrollo.
Manuel Barrera / Especial para
Con Nuestra América
Desde Santiago de Chile
En estos días de fines
del verano e inicios del otoño, 2014- 2015, a las catástrofes naturales se les
ha añadido una severa crisis de credibilidad respecto del sistema político y de la gran empresa. La
confianza de los ciudadanos en las instituciones y actores del sistema político
y del económico ha llegado a niveles históricos mínimos. Todo ello, catástrofes
y desafección, han traído desazón en la población y afectado su ánimo. La
crisis de credibilidad, en especial, ha
impactado especialmente a la subjetividad del hombre/mujer común. La desconfianza se ha instalado en gran parte de
los chilenos. La desconfianza es un sentimiento cercano del miedo, ambos
empobrecen el tejido social del país. A ese nivel constituye un proceso que aumenta el estado de ansiedad,
incertidumbre y malestar, muy presentes en esta etapa que vive, hoy por hoy, no
sólo nuestro país sino gran parte de la humanidad.
Las causas objetivas en Chile, detrás de estos sentimientos, no son
nuevas. Se vienen gestando desde tiempo atrás en nuestra historia reciente:
muchas tienen que ver con el tipo de transición que tuvimos de la dictadura a
la democracia. Una transición concertada con el dictador, ambigua, prolongada
en el tiempo. Nuestra democracia se construyó con las normas constitucionales
heredadas del régimen militar. Con los sectores y personas participantes en el
poder dictatorial que conservaron el poder económico y gran parte del poder
político. Con la misma ley laboral, el mismo régimen previsional, de salud, de
educación. Incluso los medios de
comunicación escritos favorables a los sectores opositores al régimen militar
disminuyeron en número en relación a los que tuvieron durante los años de
dictadura. Además, la mayoría de los exonerados de las instituciones del
Estado, como las universidades por ejemplo, siguieron fuera de ellas. Los que
se incorporaron fueron, en los substancial, los militantes destacados de los
partidos. El poder político ha sido monopolizado por los partidos políticos de
todas las tendencias. Cuando el Senado debe decidir nombramientos en
instituciones del Estado suele producirse un cuoteo político entre gobierno y
oposición, cualquiera sea la naturaleza y calidad de esas instituciones. Al
interior del Ejecutivo ha habido, a veces, un reparto de posiciones de poder
entre las tendencias que conviven al interior de los partidos. Algunos de ellos
están constituido por neo-tribus, es decir, tribus urbanas, grupos de amistad
que surgen de determinadas familias, de colegios particulares de la élite,
“trenzas” formadas por leales entre sí, que se auto promueven rebasando, a
veces, el marco nacional y proyectándose incluso a las organizaciones
internacionales. Este es un rasgo propio de las sociedades tradicionales,
claramente contrario a los valores de la modernidad.
A su vez la economía ha mejorado, pero lo que más ha aumentado es la
riqueza de los ricos.
Por su parte las ciudades son centros de desigualdad, lo que es
insostenible para una sociedad urbana civilizada. Ello facilita el aumento de
la delincuencia, lo que ha agregado mayor ansiedad en una población cada vez
más expuesta a los robos y otros actos de violencia. Frente a la delincuencia
en muchas poblaciones de la capital y en ciudades provinciales la gente tiene
la sensación que el Estado los ha abandonado a su suerte. Que su defensa de la
delincuencia corre por su propia iniciativa. De hecho pareciera que amplios
sectores políticos, y la izquierda muy
en especial, no percibieran el drama del ciudadano común que debe organizar su
vida considerando como una de sus prioridades, la defensa personal y familiar
frente a la delincuencia tanto de sus bienes como, incluso, de sus vidas.
De modo que las causas objetivas de la desafección política no son
nuevas. Lo que es nuevo es que ahora se manifiesta con fuerza un cambio en la
subjetividad de gran parte de la población. De repente las carencias,
frustraciones y dificultades de la comunidad y las personas han quedado al
descubierto. En la misma medida en que ha quedado al descubierto la vinculación
espuria del poder político con el poder económico.
La historia del país desde 1970 adelante ha sido tan pletórica de
circunstancias políticas, económicas y sociales
profundas y diversas en su sello
ideológico, que es casi imposible que
dejara intacto tanto el sistema de valores que orientaba la existencia de la
sociedad como la orientación misma de las personas. Tanto en su acción exterior
como en su subjetividad.
Cuando ocurren episodios que afectan la subjetividad de las personas se
está en presencia de un fenómeno que no puede enfrentarse con las herramientas
que tradicionalmente usan los gobiernos para resolver problemas objetivos,
situados en el mundo de lo real. Por ello, si
los agentes públicos y privados- gobierno, parlamento, judicatura,
partidos políticos, movimientos sociales, organizaciones gremiales- no dan
respuesta a estos problemas, aumenta el
temor al futuro. Las instituciones pierden, aún más, su pasada legitimidad por
esa falta de eficacia.
En este proceso de des institucionalización sólo tres actores, en el
mundo globalizado de hoy, tienen el poder suficiente para crecer de modo
independiente y acelerado: el capital transnacional; el sistema de
ciencia/tecnología y la opinión pública.
Actualmente es posible constatar que en las democracias occidentales
existe una creciente capacidad de la opinión pública para erigirse en la
institución universal dominante. De ahí la importancia de ganar la batalla de
las ideas, de los sentimientos, de las expectativas de futuro en la opinión
pública que en tiempos de escepticismo político puede inclinarse hacia sectores
no democráticos.
La opinión pública se está constituyendo, en una primera instancia, en
un contrapoder versus las oligarquías económicas, políticas, mediáticas,
culturales y sociales. En el pasado fueron los sindicatos, la clase obrera, los pobladores los emblemas
de esa oposición. Actualmente lo es la ciudadanía, el pueblo, la gente en su
conjunto. Se refuerzan estas tendencias con una sociedad civil organizada y
actuante.
Así se empieza a limitar el margen de acción de los poderes
oligárquicos. Es decir, el poder del dinero y el consiguiente abuso de las
grandes empresas, el control mediático, el
antidemocrático sistema binominal
y la composición de las cámaras a que ha
dado origen, todo ello tiende a limitarse por una opinión pública informada y
deliberante.
Es el momento de recordar que la palabra “crisis”, del griego “krisis” y
ésta del verbo “krinein”, significa
“separar” y “decidir”. Designa el momento de tomar decisiones. Quizás ha
llegado el momento, en Chile, de instalar las bases para la vigencia de una
democracia más participativa. De modo que
los ciudadanos, los auténticos titulares del poder, tengan la
posibilidad de incidir en las grandes decisiones.
En la situación del país la toma de decisiones tiene un sentido de
urgencia. En el mundo actual la rapidez, promovida por el desarrollo
tecnológico, se ha constituido en una variable fundamental en una variedad de
ámbitos, incluyendo los sociales y políticos. En Chile el cambio tanto de la
realidad política como de la social es
evidente. Y está pidiendo a gritos un nuevo paradigma para la vinculación de
los individuos con la sociedad. Uno
clave es, sin duda, la participación democrática.
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