Treinta años después
del Caracazo, Venezuela es una vez más el escenario de una batalla decisiva. La
administración Trump, con la complicidad de la oposición apátrida y el concurso
de oligarquías vasallas y traicioneras, se ha lanzado a dentelladas contra la
Revolución Bolivariana, con el objetivo confeso de apropiarse de las inmensas
riquezas naturales del país suramericano.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
En 1989 se produjo en
Venezuela el estallido social antineoliberal conocido como el Caracazo. Aquel levantamiento contra
los programas de ajuste del Fondo Monetario Internacional marcó un punto de
inflexión en la historia contemporánea de América Latina: fue el inicio de las sublevaciones populares
–“plebeyas”, al decir de Álvaro García Linera- contra el capitalismo neoliberal
y el orden político y social que se impuso en la región en la década 1970,
particularmente desde que se perpetró el golpe de Estado en Chile y el
asesinato del presidente Salvador Allende.
El Caracazo despertó del letargo y la resignación a los
pueblos latinoamericanos, que padecían todavía los dolores y desgarramientos
infligidos durante los años del terrorismo de Estado, de la guerra sucia y la represión sistemática
de las fuerzas políticas y organizaciones de izquierda. Muchos de los
acontecimientos que cambiaron el rostro de nuestra América en las décadas
siguientes, las del llamado giro
posneoliberal, tuvieron en ese desbordamiento de la ira popular en los
cerros y barrios de Caracas su antecedente originario: desde el triunfo de Hugo
Chávez en las elecciones de 1999, pasando por los triunfos electorales de
gobiernos nacional-populares que se sucedieron en Centro y Suramérica, hasta la
derrota del ALCA en 2003 y la creación de la comunidad de Estados
Latinoamericanos y del Caribe en 2010, en lo que representó el punto culminante
de la construcción de una nueva arquitectura de la integración regional.
Aquel levantamiento
sacudió los pilares del régimen político fraguado en los hornos de la Guerra
Fría y del anticomunismo; en los pactos oscuros entre élites oligárquicas que,
bajo la lógica perversa del bipartidismo, saquearon sin escrúpulos los
recursos, bienes y empresas públicas; y por supuesto, en el sometimiento al
imperialismo que soñaba con tender las redes del panamericanismo desde Alaska
hasta la Tierra del Fuego. Esa fue la gran osadía del bravo pueblo venezolano,
con su rebeldía emancipatoria que empezaba a iluminar la búsqueda de caminos
propios para una América Latina que había permanecido demasiado tiempo postrada
de rodillas ante un supuesto destino inexorable: el de la explotación y la
desesperanza. El imperio nunca perdonó ese arrebato de dignidad.
Treinta años después
del Caracazo, Venezuela es una vez
más el escenario de una batalla decisiva. La administración Trump, con la
complicidad de la oposición apátrida y el concurso de oligarquías vasallas y
traicioneras, se ha lanzado a dentelladas contra la Revolución Bolivariana, con
el objetivo confeso de apropiarse de las inmensas riquezas naturales del país
suramericano. Y como ya lo hicieron en Irak, Afganistán, Libia y Siria, los
funcionarios del Departamento de Estado agitan los tambores de la guerra en
nombre de la democracia made in USA,
en un ejercicio de cinismo que necesita echar mano de alambicadas inversiones
ideológicas -al mejor estilo de Orwell- con las que pretenden convencer a la
opinión pública que las víctimas son los victimarios, que la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la
fuerza.
Un nuevo capítulo en la
historia del imperialismo se abre a partir del conflicto venezolano y, por los
apoyos y alineamientos que no han tardado en anunciarse desde Europa, Rusia,
China e Irán, es altamente posible que las consecuencias político-militares de
un desenlace fatal se expandan
rápidamente de lo local a lo regional, y de lo regional a lo global.
Luis Hernández Navarro,
editor del diario mexicano La Jornada,
habla de este momento como el de la irrupción de “la democracia de las cañoneras” que prepararan el
camino para “la rapiña y la sujeción colonial de las naciones”, evocando con
ello lo vivido hace un siglo, cuando Washington consolidó su hegemonía en el
Caribe y América Central, a sangre y fuego, por medio de una agresiva política
de intervenciones militares. No podemos dejar a Venezuela sola ante esta
amenaza y se impone acompañarla solidariamente, por todos los medios a nuestro
alcance, en la opción por la paz y el diálogo. Abandonar la patria de Bolívar a
los apetitos del imperialismo estadounidense sería un error que la historia no
perdonaría jamás a la actual generación de latinoamericanos y latinoamericanas.
Aquel pasado de humillación y despojo no puede ser nuestro futuro. No
merecemos.
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