Pese a la ilusión de “la paz y la democracia”
tan pregonada por la elite transnacional a raíz de la pacificación, las raíces
del conflicto regional han persistido, es decir: la extrema concentración de la
riqueza y del poder político en manos de las minorías elitistas al lado de la
pauperización y la impotencia de una mayoría desposeída.
William Robinson / ALAI
Las caravanas de migrantes hacia los Estados Unidos evidencian la magnitud de la crisis centroamericana. |
Varias décadas después de la finalización de
las guerras de revolución y contrainsurgencia en Centroamérica, la región una
vez más está al borde de una implosión. El Istmo ha estado sumido en una
reanudación de las luchas de masas y la represión estatal, el desmoronamiento
de los frágiles sistemas políticos, la corrupción sin precedente, la violencia
del narcotráfico, y el despojo y migración forzada de millones de obreros y
campesinos. El telón de fondo de esta segunda implosión de Centroamérica
–reflejando la crisis galopante del capitalismo global– es el agotamiento de
una nueva ronda del desarrollo capitalista que se produjo a raíz de las
convulsiones de los 1980 al ritmo de la globalización.
Perdidos entre los titulares sobre los refugiados
centroamericanos que huyen a Estados Unidos están tanto el contexto histórico
que desató el éxodo como las transformaciones estructurales mediante las cuales
la globalización capitalista ha llevado a la región a la situación de hoy día.
Los movimientos revolucionarios de masas durante las décadas de 1970 y 1980
lograron desalojar del poder a las dictaduras arraigadas y abrir los sistemas
políticos a la competencia electoral. Pero no lograron alcanzar la justicia
social sustancial ni democratizar el orden socioeconómico.
La globalización capitalista en el Istmo a
raíz de la pacificación, desencadenó un nuevo ciclo de modernización y
acumulación. Transformó la antigua estructura oligárquica de clase, generando
nuevas elites y capitalistas transnacionalmente orientados y clases medias de
alto consumo. Pero al mismo tiempo desplazó a millones, agravando la pobreza,
la desigualdad, y la exclusión social, e hizo estragos al medio ambiente,
ocasionando una oleada de emigraciones y nuevas rondas de movilizaciones de
masas entre aquellos que se quedaron. Así, las mismas condiciones que dieron
origen al conflicto en la primera instancia se vieron agravadas por la globalización
capitalista.
Pese a la ilusión de “la paz y la democracia”
tan pregonada por la elite transnacional a raíz de la pacificación, las raíces
del conflicto regional han persistido, es decir: la extrema concentración de la
riqueza y del poder político en manos de las minorías elitistas al lado de la
pauperización y la impotencia de una mayoría desposeída. Con el golpe de estado
en Honduras en 2009, la masacre de los manifestantes pacíficos en Nicaragua en
2018, y el regreso de los escuadrones de la muerte en Guatemala, esta ilusión
ha sido definitivamente destrozada. Los regímenes centroamericanos ahora
enfrentan crecientes crises de legitimidad, el estancamiento económico, y el
colapso del tejido social.
El modelo transnacional del desarrollo
capitalista
En tanto Centroamérica fue envuelta en la
globalización desde los 1990 y en adelante, una nueva generación de
capitalistas y elites estatales transnacionalmente-orientados forjaron una
hegemonía neoliberal en conjunto con Washington y los institutos financieros
internacionales (IFIs, principalmente la Agencia para el Desarrollo
Internacional de EEUU, el FMI, y el Banco Mundial). Impusieron la
privatización, la austeridad, la desregulación de los mercados laborales,
nuevos regímenes de inversión para facilitar el acceso del capital
transnacional a los abundantes recursos naturales y las fecundas tierras de la
región, y los tratados de libre comercio, entre ellos el CAFTA (Tratado de
Libre Comercio de Centroamérica) en 2004.
El modelo transnacional de acumulación abarcó
la introducción de nuevas actividades económicas que integraron la región a las
cadenas transnacionales de producción y servicios, parte misma de la
globalización capitalista que ha involucrado una vasta expansión de las
operaciones de la minería, la agroindustria, el turismo, la extracción
energética, y los mega-proyectos de infraestructura a lo largo de América
Latina, alimentando una economía global voraz y desbordando las arcas de las
corporaciones transnacionales. Al igual que los anteriores ciclos del
desarrollo capitalista, una expansión de las exportaciones y una mayor
integración a la economía mundial resultaron en una reactivación del
crecimiento y de la inversión en los 1990 y en adelante.
La evolución de la economía política
centroamericana refleja fielmente la de la economía global en su conjunto. La
economía mundial pasó por un periodo de prosperidad en las décadas de los 1950
y 1960, seguido por crisis, el estancamiento, y la transición en las décadas de
los 1970 y 1980, para luego pasar al boom de la globalización en los 1990 y los
primeros años del siglo XXI. Reflejando esta evolución, el Istmo experimentó
una tasa de crecimiento anual promedio de 5.7 por ciento entre 1960-1970, tasa
que disminuyó a 3.9 por ciento entre 1970-1980, y luego desplomó a apenas el
0.8 por ciento en la década tumultuosa de 1980-1990. Pero luego, en sincronía
con la economía global, el crecimiento se recuperó, llegando a un promedio anual de 4.0 por ciento
durante el boom de la globalización entre 1990-2008. A raíz
del colapso financiero de 2008, las tasas de crecimiento en Centroamérica
comenzaron a disminuir de nuevo.
La globalización como una época cualitativamente nueva en la evolución
continua y abierta del capitalismo mundial ha
sido caracterizada sobre todo por el surgimiento de un sistema globalmente
integrado de producción, finanzas y servicios. En Centroamérica, el modelo transnacional
de acumulación que se echó a andar durante el boom ha involucrado una vasta
expansión de: las maquiladoras produciendo ropajes, productos electrónicos, y
otros productos industriales; los complejos agroindustriales; la minería y la
extracción de materias primas; la banca global; el turismo; y la “revolución
del comercio”, o la extensión de los Wal-Mart y las otras supertiendas, tal
como he escrito en mi libro Conflictos Transnacionales.
Las zonas francas establecidas a partir de
finales de los 1980 ahora están repartidas por el paisaje urbano
centroamericano. Algunas 70 zonas actualmente emplean unos 800,000 obreros y obreras, la
mayoría de ellas mujeres jóvenes, y han insertado a la región inextricablemente
en la Fábrica Global.
La extensión de los complejos turísticos
transnacionales ha convertido a Centroamérica en un punto caliente para el
Patio de Recreo Global. Las comunidades indígenas, afro-descendientes, y
mestizas han luchado en contra del despojo, de la degradación ambiental, y de
la mercantilización de las culturas locales de cara a los mega-proyectos
turísticos tales como la Ruta Maya en toda la región, Roatán en Honduras, San
Juan del Sur en Nicaragua, Costa del Sol en El Salvador, o la provincia de
Guanacaste en Costa Rica, entre otros. La llegada del Supermercado Global ha
involucrado la invasión de los conglomerados transnacionales de tiendas
minoristas, tales como Wal-Mart y las cadenas de la comida rápida, las cuales
han desplazado a miles de pequeños comerciantes, han interrumpido las economías
locales, y han propagado una cultura e ideología de consumismo.
La globalización también ha traído una mayor
expansión del agri-negocio transnacional. En Honduras, los capitalistas locales
y transnacionales han agarrado vastas extensiones de tierras agrícolas de
comunidades campesinas, afro-descendientes, e indígenas y las han convertido en
plantaciones de palma africana. En Guatemala también, la palma africana
sembrada por suministradores locales de los grandes conglomerados
agroindustriales ADM y Cargill viene desalojando a un número creciente de
comunidades campesinas y explica en
parte el reciente repunte de migraciones al exterior. En Nicaragua, los
campesinos desplazados por el agronegocio transnacional han entrado y
colonizado lo que queda de la frontera agrícola. En Costa Ricala penetración del agronegocio transnacional ha
desatado sendas luchas campesinas contra
el desplazamiento.
Pero lo más devastador para la ecología y la
subsistencia de las comunidades locales ha sido una nueva ronda de actividad
extractivista, que incluye la minería, los hidrocarburos, la industria
pesquera, y la silvicultura, para no mencionar los mega-proyectos de
infraestructura tales como el canal interoceánico en Nicaragua y la presa Agua
Zarca en Honduras. Y nuevamente el Altiplano indígena en Guatemala ha sido
azotado por los conflictos en tanto las comunidades locales luchan en contra de
una verdadera invasión de intereses de la minería de oro, plata y otros metales
y de los hidrocarburos. Han enfrentado los escuadrones de la muerte en su
resistencia a la intensificada colonización de sus territorios por el
agronegocio y la minería.
Los activistas anti-minería han enfrentado
amenazas de muerte y asesinatos en El Salvador, donde se estima que el 90 por ciento de las aguas de superficie ha
sido contaminado por las
sustancias químicas tóxicas, los metales pesados, y los desechos como resultado
de la minería. Estos activistas obtuvieron una victoria histórica cuando el
gobierno aprobó legislación imponiendo una prohibición absoluta a la extracción
de metales. Los activistas ambientales y comunitarias en Nicaragua que luchan contra las concesiones que
ha otorgado el gobierno a las compañías
transnacionales para proyectos de minería de oro de gran escala, han enfrentado
la policía anti-motín, al igual que los activistas en la zona norte del
vecino país de Costa Rica.
Grietas en la fachada: estancamiento
económico, trastorno política, y colapso social
El precario orden social generado por la
globalización solamente podía ser sostenido mientras seguía expandiendo la
economía y mientras los despojados podían migrar al Norte. Pero la reanudación
del crecimiento desde los 1990 ha dependido de tres factores que ahora están
alcanzando sus límites: un fuerte incremento del flujo de la inversión
corporativa transnacional, el aumento constante de la deuda externa, y las
remesas enviadas por los centroamericanos que viven en el exterior.
Después de una década de fuga de capitales y
la desinversión en los 1980, Centroamérica volvió a ser un destino atractivo
para las inversiones del capital transnacional en los años 1990. La inversión corporativa transnacional subió
de un promedio anual de $165 millones en los 1990, a $631millones entre 2000 y
2010, y luego se disparó entre 2011 y 2017 a $6,500 millones (aunque un 45 por
ciento de este último incremento correspondió a Costa Rica), en tanto el
excedente de capital desde Norteamérica y Asia buscó nuevas oportunidades de
inversión en el exterior luego del colapso financiero de 2008.
Sin embargo, desagregando esta última cifra,
la inversión directa extranjera, de hecho, experimentó un marcado descenso
comenzando en 2016, alcanzando apenas $1,000 millones. Paralelo a la entrada de
este capital transnacional de inversión, la economía centroamericana ha
acumulado niveles de endeudamientocada vez
más elevados. La deuda externa regional pasó de $33 mil millones en 2005 a $79
mil millones en 2018, nivel que representa casi la mitad del PIB regional y que
no es sostenible.
Pero sobre todo los $20 mil millones que envían los migrantes
centroamericanos se han
convertido en un salvavidas económico para la economía regional, mientras la
emigración funge como una válvula de escape que contiene las explosiones
políticas. Las remesas aportan un sorprendente 18
por ciento y el 19 por ciento del PIB en El Salvador y en Honduras,
respectivamente, mientras la cifra se sitúa en 10 por ciento para Guatemala y
Nicaragua. De hecho, las remesas representaron la mitad del crecimiento del
PIB en estos cuatro países en 2017, y un increíble 78 por ciento para El
Salvador. En otras palabras, la economía regional colapsaría sin el dinero que
los centroamericanos en el Norte envían a casa.
Pero los beneficios del crecimiento nunca
filtraron hacia abajo, a la mayoría empobrecida, con la excepción de la
expansión de algunos programas sociales en Nicaragua durante los primeros años
del retorno al poder de Daniel Ortega en 2007, y algunos programas que logró
introducir el gobierno del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN)
en El Salvador. Sin embargo, en tanto ahora la economía global vacila hacia una
recesión (o peor) y los flujos de inversión disminuyen, existen cada vez menos
oportunidades para la expansión capitalista en el Istmo. Desde un promedio anual de crecimiento de cuatro
por ciento en el período 1990-2008, la tasa de crecimiento descendió a 3.7
por ciento en 2012, a 3.5 por ciento en 2017, y a un estimado 2.6 por ciento en
2018.
La globalización y el neoliberalismo han hecho
estragos a las clases trabajadoras y populares, dejándoles escasamente
preparados para sobrevivir a la recesión económica venidera y el estancamiento
local. Unasombroso 72 por ciento de
los trabajadores labora en condiciones de precariedad, a menudo en el sector
informal, y siete de cada ocho empleos nuevos son precarios. La población
centroamericana se ha incrementado de 25 millones en 1990 a 40 millones en 2017 pero
el mercado laboral no es capaz de absorber la mayoría de los nuevos entrantes,
lo que ayuda a entender el repunte de la emigración al exterior. El número de
los emigrantes casi se duplicó entre 2000 y 2017, cuando
alcanzó los 4.3 millones.
La crisis social ahora conduce a una escalada
de conflicto político y un espiral sin precedente de corrupción. El modelo de
la globalización ha sido impuesto por las élites estatales corruptas que han
gozado del respaldo de los gremios empresariales en cada país, la clase
capitalista transnacional, y las IFI. Estas élites facilitaron las condiciones
para que el capital local y transnacional se aprópien de los recursos y la mano
de obra de la región a cambio de la oportunidad de saquear el estado. La larga
lista de los casos de corrupción en la región ha resultado en el
encarcelamiento de varios ex-presidentes y en cargas presentadas contra decenas
de altos oficiales gubernamentales.
En Guatemala, el presidente Otto Pérez Molina,
militar retirado quien participó en el genocidio contra la mayoría indígena de
ese país durante la contrainsurgencia de los 1980, dimitió en 2015 de cara a
las masivas protestas contra la corrupción generalizada de su gobierno y
eventualmente fue enjuiciado y condenado a penas de prisión. El actual
presidente Jimmy Morales, elegido luego de la dimisión de Pérez Molina,
disolvió la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG),
formada en 2006 para investigar la corrupción, el narcotráfico, y el genocidio,
una vez que la Comisión lanzó acusaciones de fraude y lavado de dinero contra
él, miembros de su familia, y otros altos funcionarios. Morales, con el apoyo
del poderoso gremio de capitalistas, CACIF, se maniobra ahora para permanecer
en el poder después que termine su mandato actual a mediados de este año, en lo
que aparenta ser el descenso hacia el autoritarismo.
El contexto más amplio a la inestabilidad
política en Guatemala es el resurgimiento de la movilización de masas entre la
mayoría pobre e indígena y el retorno de la represión generalizada y las violaciones
sistemáticas de los derechos humanos,
incluyendo el retorno de los escuadrones de la muerte que
aterrorizaron a la población durante décadas, hasta que la firma de un tratado
de paz en 1996 puso fin a la guerra civil de cuatro décadas. El CODECA (Comité
de Desarrollo Campesino), el CCDA (Comité Campesino del Altiplano), el CUC
(Comité de Unidad Campesina), y otras organizaciones indígena, campesina,
estudiantil, y obrera han organizado la resistencia de masa a lo largo del
país, y están reclamando por una Asamblea Nacional Constituyente para refundar
la Republica y desarrollar “una alternativa al capitalismo”.
En Honduras, varios miembros del gobernante
Partido Nacional y miembros de la familia del ex-presidente Porfirio Lobo,
llevado al poder por el golpe de estado de 2009, y del actual presidente Juan
Orlando Hernández, elegido para un segundo mandato en elecciones fraudulentas
en 2017, han sido implicados en el narcotráfico, la malversación, y otros
crímenes (la participación generalizada en el narcotráfico de las fuerzas
militares y policiacas en Guatemala y Honduras –cuerpos represivos financiados
por Estados Unidos– es un secreto a voces). El asesinato en 2016 de la
dirigente indígena Berta Cáceres acaparó los grandes titulares internacionales,
aunque han sido tachados para el asesinato decenas
de dirigentes de los pujantes movimientos de indígenas, estudiantes,
trabajadores, campesinos, y afro-descendientes.
En El Salvador, los tribunales condenaron al
ex-presidente Antonio Saca a 10 años de prisión y emitieron un orden de arresto
por malversación para el ex-presidente Mauricio Funes, quien se refugió en
Nicaragua. El Procurador de la Republica está investigando otros altos
funcionarios por corrupción, entre ellos, algunos del gobernante FMLN, el cual
probablemente será depuesto en las urnas en marzo próximo. En Nicaragua, el gobierno nepotista y dictatorial del Presidente
Daniel Ortega y su esposa, la Vice-Presidenta Rosario Murillo, y su
círculo íntimo, han hecho pactos con la oligarquía tradicional, enriqueciéndose
mediante el saqueo de los recursos estatales en alianzas con el capital
transnacional, y han desplegado el ejército, la policía, y fuerzas
paramilitares para reprimir violentamente a los campesinos, los obreros, y los
movimientos sociales y estudiantiles, quienes se oponen a sus políticas.
La crisis del capitalismo global y el futuro
de Centroamérica
El capitalismo global enfrenta actualmente
una profunda crisis estructural de la polarización
social y la sobreacumulación. Dados los niveles
sin precedente de desigualdad mundial, el mercado global no puede absorber la
creciente producción de la economía global, la cual está enfrentando límites de
su expansión. La continua expansión en años recientes ha sido alimentada en el
consumo basado en el endeudamiento, la frenética especulación en el casino
global que ha inflado una burbuja tras otra, y la militarización impulsada por
los Estados en tanto el mundo entra a una economía global de guerra.
En estos momentos la economía global está al
borde de una nueva recesión. Además, el sistema enfrenta una crisis política de
la hegemonía y una escalada de tensiones internacionales. En el cuadro más
amplio, esta crisis constituye el telón de fondo de la segunda implosión de
Centroamérica.
La crisis ha resultado en una fuerte
polarización mundial entre una izquierda y fuerzas populares insurgentes, por
un lado, y por el otro lado, la ultra-derecha en cuyos bordes hay tendencias
abiertamente fascistas. Se desarrolla en Centroamérica una nueva ronda de
protesta popular de masas, en tanto que los regímenes locales pierden
legitimidad, se vuelven más corruptos y represivos, y amenazan una ruptura con
el orden constitucional, tal como ya ha sucedido en Honduras y Nicaragua y
podría suceder en Guatemala. Como respuesta, los gobiernos de la región han
recurrido a falaces leyes anti-terroristas para contener la protesta social.
Los proyectos de la ultra-derecha y del
fascismo del siglo XXI están resurgiendo en Europa, Estados Unidos, Brasil,
Israel, las Filipinas, Turquía, y en otros países. En todos estos casos, las
comunidades más vulnerables han sido identificadas como chivos expiatorios para
la crisis, sobre todo los refugiados y los inmigrantes. Se trata de una
estrategia para canalizar hacia estos grupos identificados la profunda
inquietud y ansiedad social provocados por la creciente inseguridad
socioeconómica. Esto nos ayuda a entender la respuesta fanáticamente racista y
hasta fascista del gobierno de Trump hacia los refugiados centroamericanos.
Ni el fascismo, ni implosión son inevitables.
Todo dependerá de la capacidad de las fuerzas populares en Centro- y
Norteamérica de movilizarse para preservar el Estado de derecho y empujar hacia
adelante la agenda de la justicia social que pudiera paliar los efectos de la
crisis. De lo contrario, una recesión económica podría tumbar el castillo
centroamericano de naipes.
* William
I. Robinson es profesor de Sociología, Universidad
de California en Santa Barbara.
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