La clase
media siempre está pendiente de vínculos que teje, sobre todo, con la crema a
la que sirve y emula. Intenta imitarla y va a la vanguardia de lo que vendrá.
Lee revistas de moda, sigue los movimientos de los centros culturales de los
países centrales. Si puede,
y
siempre está a la pesca de becas en el extranjero, hace cursos en Estados
Unidos o Europa...
Roberto Utrero Guerra /
Especial para Con Nuestra América
Desde
Mendoza, Argentina
En estos
tiempos absurdos, buenos para pocos y desesperados para los más. Los extremos
saben qué hacer y a quién votar. El problema lo tienen los indecisos, los que
se prendieron a las promesas del cambio. No hay lugar para los tibios, para los
cultores de: ni muy cerca que te quemes ni muy lejos que te hieles. Los del
justo medio, en especial la clase media, la eterna clase media. La pequeña
burguesía, exageradamente creída y extendida. Aquella que tan bien definía
Mario Benedetti con palabras simples: ni ricos ni pobres, medio culta, siempre
a mitad de camino. En momentos movidos, se habla mucho de ella, de sus pro y
contra.
Argentina se
ha caracterizado por su movilidad social ascendente, producto justamente de su
clase media. País formado por un gran aporte migratorio, también se lo
distingue por su amplio movimiento obrero organizado, por sus luchas sociales,
los derechos conquistados por los grandes sindicatos iniciados por aquellos
obreros europeos que llegaron en el siglo XIX.
Pero hablamos
de la clase media, aquella que hace 100 años se enorgullecía por “m’hijo el
dotor”; aquella que impulsaba la Reforma Universitaria del ’18, durante el
gobierno de Yrigoyen, primer gobierno popular tras la sanción de la Ley Sáenz
Peña. Aquella que vive de apariencias y acuñó frases como: “no hay que mostrar
la hilacha” o, “si hay miseria, que no se note”. Esa que vive simulando,
añorando épocas de gloria, días de vino y rosas. Que guarda la ropa con
naftalina y anda con traje pasado de moda y las señoras, con estolas
apolilladas. Que “no comen esas porquerías que comen los pobres”, como decía la
célebre Mafalda de Quino. ¡No señor! Cada tanto, medialunas de manteca o
masitas de confitería tradicional, aunque de noche cene té en saquitos con
galletas criollitas y picadillo de carne. Eso sí, siempre saca la vieja vajilla
Limoge de la abuela y los cubiertos de alpaca.
Tampoco es de
salir a quejarse a la calle, mucho menos manifestarse masivamente. Nada de
romper con el orden instituido. Hay que guardar las costumbres (se repite a sí
misma), “quedarse en el molde”, “muzarela” como decían los tanos haciendo un
gesto con el pulgar y el índice de cerrar la boca con un cierre, como la mafia.
Siempre tiene
un tío socialista o anarquista como oveja negra, pero… para equilibrar, están
las plegarias de la abuela o las tías chupa cirios que confiesan sus pecados
ante el señor cura.
De todos
modos, su socialismo muy a lo Ingenieros y su “hombre mediocre”, no deja de ser
aristocrático, nada de juntarse con la chusma revoltosa que votó al Peludo
Yrigoyen, la misma que décadas más tarde , un 17 de octubre, para ser más
exactos, metió sus patas en la fuente de la Plaza. Imperdonable, tanto como
aquellos caudillos federales venidos del Litoral que ataron sus pingos en la
Pirámide de Mayo, allá por 1820, “el año de la anarquía”, como lo definió la
historia oficial.
La clase
media es moderada, prudente, discreta, soporta lo indecible que, hasta podría
decirse que la estructura impositiva está hecha a su medida o, al menos,
conforma sus aspiraciones. Por eso tributa a las ganancias y se considera
(entre pequeños rentistas, propietarios, comerciantes y empresarios),
profesional “independiente”. Adhiere a los colegios profesionales y desdeña
sindicatos. La defensa de sus intereses es pasiva. No comulga con las luchas
encarnizadas de los de abajo, de los obreros a los que, estima siempre son
esclavos de una ideología y declaman la lucha de clases como un catecismo
profano.
Tiene metidos
a fuego valores que jamás trasgrede: honrar las deudas y juntar unos pesitos
bajo el colchón por si las moscas. Sabe del ahorro y las vacas flacas porque se
lo trasladaron padres y abuelos acunándola en sus brazos. Es capaz de grandes
sacrificios, que se rompa pero que no se doble, como decía don Leandro N. Alem.
Quien se suicidó por no soportar contubernios ni chanchullos.
Pero, también
tiene sus agachadas y lo sabe. La clase media siempre está pendiente de
vínculos que teje, sobre todo, con la crema a la que sirve y emula. Intenta
imitarla y va a la vanguardia de lo que vendrá. Lee revistas de moda, sigue los
movimientos de los centros culturales de los países centrales. Si puede, y siempre está a la pesca
de becas en el extranjero, hace cursos en Estados Unidos o Europa.
Generalmente, prefiere Francia o Inglaterra, aunque en economía y ciencias
exactas se inclina por el país del norte que lleva la delantera en desarrollo
tecnológico. Entonces sueña con empleos en una transnacional y, de ser posible,
consigue una gerencia en Latino América, porque siempre la nostalgia le tira,
como el mate y el asadito con los amigos. Cosas de la que no puede prescindir.
De allí que intenta armar pareja con colegas o de familias conocidas. Cree en
el mejoramiento de la raza a través del pedigrí: morenos con rubias ojos
celestes, le parece una maravilla de la naturaleza. Esas locuras del Fiürer
tenían sus razones, piensa para sí. Es racista aunque lo ignore y jamás lo
confiese. Más de una vez murmura por lo bajo: “negros de mierda” observando a
los morochos en el tren camino de la obra. Le horroriza el olor a humo, al que
asocia con la pobreza, el rancho o la tapera. Pensamiento que cuadra con aquel
posterior: “algo habrán hecho” cuando los milicos de la dictadura en pleno
Mundial ’78 enarbolaban la bandera: los argentinos somos derechos y humanos, mientras
miles padecían torturas, cautiverios y desapariciones. Sospecha que no meterse lo
exculpa de participar en intrigas políticas. Siempre se excusa con aquello de
¿yo?, argentino. Frase con la que siempre salió del paso mirando al costado.
Sin embargo,
le corroe ser extranjera en su propia tierra y desconfía secretamente de todo
lo que lo rodea y ha aprendido. Hay algo de trampa en las consignas escolares.
Siendo sincera consigo misma, siempre pensó que la “conquista del desierto” fue
un genocidio y avasallamiento de los aborígenes. Pero sigue pensando que
aquellos hombres fueron los pilares de la Argentina moderna, agro exportadora.
Vamos, del granero del mundo. País de las vacas y las mieses. Advierte sin
embargo, que todo eso es una farsa, un telón de fondo que armaron unos pocos y,
en consecuencia, es convidada de piedra. Le hacen creer en un como sí, pero que
no es. Pesadilla que la suele agobiar en momentos críticos de su vida en donde
advierte ciclos recurrentes de la vida social, política y económica decidida en
otros lados. Sabe que en algún momento deberá ser protagonista de cambios, pero
escapa la nalga al jeringazo. Sabe, pero intenta ignorar, que ha sido el eje de
los cambios. La legendaria heroína de la movilidad social ascendente. Creadora,
hacedora cultural y dinamizadora de la economía. La única que asume riesgos
porque, de no hacerlo, se cae, porque su suelo son arenas movedizas. Y… tiene
pánico de ser pobre. Por eso siempre tira un cabo hacia arriba, a sabiendas que
de allá no recibirá ayuda. Porque, los ricos, no son solidarios y viven
mirándose el ombligo en su burbuja de cristal. De hecho, se hace pero no es.
Esquiva. No tiene traje de luces, pero es como un torero.
Va al club a
juntarse con los que considera iguales, practica tenis o golf y tiene gustos
sofisticados como si fuera de la elite. Cuando puede va al Colón y, siempre
está pendiente del qué dirán. Le interesa mucho la opinión de los demás y hace
lo posible para andar en auto nuevo, juntarse a tomar un cafecito en la
confitería de moda y espera que le pidan su opinión sobre la actualidad, aunque
la ocasión no llegue nunca ni a nadie le interese.
Siempre
pertenece al partido gobernante o tiene parientes en el mismo. Como muchas
familias cancheras, suele poner los huevos en varias canastas. Esto es, que los
miembros de la familia estén en todos los partidos, por si las moscas.
Igualmente, siempre abarca abogados, jueces y fiscales, como antes curas y
militares. Siempre es bueno que tener “un palenque ande rascarse”. Dicho del
Viejo Vizcacha del Martín Fierro, tan caro a la viveza criolla. Picardía muy
desarrollada entre los pibes piolas de la clase media, al estilo del legendario
Isidoro Cañones, el padrino del indio Patoruzú, personajes del célebre dibujante
Dante Quinterno.
Ese es su
pasado prehistórico. Descubre de pronto que ha vivido de nostalgia, de impulsos
inerciales. Que no ha construido una base de sustentación propia, porque
siempre ha vivido de prestado, hasta de sueños y aspiraciones ajenas.
Para colmo,
mira en derredor y desconoce el entorno. El paisaje ha variado, las imágenes
son difusas. Nada es sólido ni concreto. Las relaciones humanas y las reglas
sociales son fugaces. Quiere tomarlas con la mano y se le escurren entre los
dedos. Los cuerpos han perdido densidad. Tan pronto son viscosos, como líquidos
o gaseosos. Los tres estados que conocía de la materia sólo han quedado en su
memoria. Entonces, con las pocas luces que le quedan comienza a preguntarse:
¿qué pasó? Y la extiende a un colectivo inmediato para no sentirse en la más
cochina soledad, ¿qué nos pasó?, ¿cómo llegamos a este estado?, ¿por qué todo
es precario? Se detiene de repente porque sabe que las respuestas van a ser más
dolorosas que las preguntas. El primer remordimiento que aparece es que ha sido
muy egoísta, que ha estado encerrada en su burbuja, creyéndose a salvo. Que de
nada le valieron las técnicas de autoayuda ni las escapadas a Miami. Todo se ha
desmoronado. Tiene que reinventarse y todo lo conocido es un pesado lastre.
Mira a los costados y todos esos bultos que tenía a su lado cobran formas de
personas como ella y andan tan desorientados como ella también, buscando a
tientas el camino. Allí están los desclasados o sin clase: laburantes
desempleados, los cartoneros y changadores, las empleadas domésticas con sus
bebés al hombro, los viejos jubilados de la mínima que salen a rebuscar restos
de comida y una multitud de “negros choriplaneros” a los que tanto criticaba.
Los pocos
obreros, docentes y empleados estatales organizados manifestándose frente a la
más cruda indiferencia oficial. Esos inquilinos indiferentes del Estado que
ayudó a empoderar. Es más, esos que defienden sus derechos son reprimidos por
cuerpos de elite tipo tortugas ninjas salidos de una película de terror.
Vuelve con
más remordimiento y desesperanza a observar las caras lindas a las que votó y
tanto le mintieron. Ninguna promesa se cumplió salvo el cambio. Todo cambió
para peor.
En ese
escenario precario, todo se ha precarizado, sobre todo la política[1]. La clase media se siente
desconcertada, ya no sirven
los partidos tradicionales y la han convencido de la desaparición de las
ideologías. Ante la grieta dicotómica fabricada por los medios: lo actual
(fracasado en todos sentidos) que mira al futuro y el pasado pretérito, el
progresismo “que se robó todo”, hay figuritas intercambiables que los seducen a
través de la redes, carecen de los viejos punteros y no tienen base
territorial. Son un algoritmo más. Entonces, gran parte de la clase media, esa
masa de indecisos (según los encuestadores, los llamados “tentadores independientes”)
no sabe por quién optar. Vuelve la inercia de la costumbre a decepcionarla. No
cree en nada y cuando se la urge,
explota: “todos los políticos son iguales”, vuelve a repetirse
atolondradamente.
Ahora deberá
optar, elegir un destino común más amplio e inclusivo. Hacerse cargo de la
responsabilidad que le compete. No ser tibia. Meterse en el fango con traje y
corbata.
Luego de esta
desgarradora experiencia predadora, los constructores del país, los laburantes,
los jóvenes esperanzados que apuestan a una mejor educación a través de sus
maestros y profesores, los médicos y enfermeros, los científicos que eligieron
hacer ciencia para los argentinos, los diversos profesionales y técnicos. En
definitiva, los habitantes del campo y la ciudad que saben desde siempre que
Argentina es su lugar en el mundo, su patria, la tierra de sus mayores y sus
hijos. La tierra soñada por los próceres de la historia, la porción del paraíso
prometida, bendecida con todos los climas y recursos y una extensión envidiable. Tiene la convicción de
que esta vez no va a equivocarse. Está segura que va a volver y ser mejor. No
dejará dudas culturales para diletantes a quienes les dé lo mismo estar o no
estar, luchar o dejar en manos de otros el protagonismo de forjar un país
mejor, más justo y solidario, más comprometido con los que menos tienen y han
sido más castigados. Un nunca más a este despojo a que fue sometida la
república.
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