Venezuela no debe
sufrir la misma desgracia que Numancia, porque allí se define mucho del futuro
inmediato de nuestros pueblos: si cae, si las armas del imperialismo y sus
vasallos se imponen a la razón, al derecho y la dignidad nacional, toda nuestra
América perderá con ella.
En su novela Numancia (2009, Barcelona: Edhasa), el
profesor José Luis Corral reconstruye la historia de veinte años de asedio de
las tropas del imperio romano a la capital del pueblo celtíbero, que culminó en
el año 133 a.C., cuando la mayoría de los numantinos, después de su feroz
resistencia, optó por suicidarse antes de presenciar la caída de su ciudad a
manos de las legiones de Publio Cornelio Escipión Emiliano, hijo adoptivo de
Escipión el Africano, vencedor de Aníbal en Cartago. En uno de los pasajes
finales de la obra, el general victorioso ordena saquear lo que quedase de
valor en la ciudad y después prenderle fuego, a lo que Marco Tulio, uno de sus
subalternos, replica: -“Pero general, no tenemos autorización del Senado para
destruir Numancia”. La respuesta de Escipión fue contundente: -“Aquí la única
autoridad válida es la mía”. Corral continúa se relato en estos términos: “Tras
ser saqueada Numancia, las murallas y muchas casas fueron derribadas y los
legionarios prendieron fuego a lo que quedó de la antaño orgullosa ciudad de los
celtíberos. Sus tierras fueron repartidas entre las ciudades vecinas, las
mismas que durante el asedio habían aprovisionado a los romanos y habían
rechazado ayudar a los numantinos”.
En el vértigo de los
acontecimientos que se suceden en torno a la situación de Venezuela, en la
disputa de posiciones y argumentos, y entre los bramidos furiosos de Washington
y los esfuerzos diplomáticos de países como México, Uruguay, Bolivia y el
CARICOM, no hemos podido dejar de pensar en el país suramericano como una
Numancia del siglo XXI: esa hacia la que hoy marchan las legiones para ejercer
la brutal ley del imperio sobre un pueblo que, desde el triunfo democrático de
la Revolución Bolivariana en 1999, bajo el liderazgo de Hugo Chávez, supo
recobrar su dignidad en el ejercicio de la soberanía y la autodeterminación, e
insuflar ilusión y esperanza en todo el mundo.
Ahora, las
especulaciones quedan atrás y ceden su lugar a las amenazas inminentes. Una
reciente declaración del Gobierno de Cuba advierte con absoluta
claridad el rumbo que toma la intervención militar en ciernes: “Entre el 6 y el
10 de febrero de 2019, se han realizado vuelos de aviones de transporte militar
hacia el Aeropuerto Rafael Miranda de Puerto Rico, la Base Aérea de San Isidro,
en República Dominicana y hacia otras islas del Caribe estratégicamente
ubicadas, seguramente sin conocimiento de los gobiernos de esas naciones, que
se originaron en instalaciones militares estadounidenses desde las cuales operan
unidades de Fuerzas de Operaciones Especiales y de la Infantería de Marina que
se utilizan para acciones encubiertas, incluso contra líderes de otros países”.
En el documento, Cuba denuncia las sanciones económicas unilaterales impuestas
al gobierno venezolano como un mecanismo para agravar el estado de cosas en el
país y así “fabricar un pretexto humanitario para iniciar una agresión militar
contra Venezuela”, para lo cual los estrategas estadounidenses se han propuesto
“introducir en el territorio de esa nación soberana, mediante la intimidación,
la presión y la fuerza, una supuesta ayuda humanitaria, que es mil veces
inferior a los daños económicos que provoca la política de cerco, impuesta
desde Washington”.
A este plan se han
sumado los gobiernos derechistas de Colombia, Brasil, Chile y Argentina, cuyos
ejércitos facilitarán fuerzas de tarea y apoyo logístico a los mandos
estadounidenses a partir del día 23 de febrero. La declaración del gobierno
cubano concluye en estos términos: “Se decide hoy en Venezuela la soberanía y
la dignidad de América Latina y el Caribe y de los pueblos del Sur. Se decide
también la supervivencia de las normas del Derecho Internacional y la Carta de
las Naciones Unidas. Se define si la legitimidad de un gobierno emana de la voluntad
expresa y soberana de su pueblo o del reconocimiento de potencias extranjeras”.
Nada más cierto.
América Latina está
siendo arrastrada hacia un corredor sin salida por las ambiciones de
Washington, de los sectores más radicales de la oposición venezolana y de las
derechas criollas que acuden al convite como mastines hambrientos. Una
conflagración militar en Venezuela -que no sería otra cosa sino una guerra
continental- alcanzaría dimensiones dramáticas, como lo ha señalado
el expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero, porque la Revolución Bolivariana “tiene una
capacidad de resistencia muy superior de la que se imagina la comunidad internacional”;
pero además, porque el conflicto irradiaría a toda la región e incluso más
allá, por los factores de poder global involucrados en apoyo a uno y otro
bando, y la naturaleza de sus alianzas.
Esto crearía
condiciones de inestabilidad social, política y militar, que sumirían a los
países latinoamericanos en una prolongada crisis, de consecuencias
inimaginables. No olvidemos que fue el propio presidente de los Estados Unidos,
Donald Trump, quien declaró
en Miami, en un acto de campaña, que después de la aventura suramericana
los objetivos de la ofensiva imperial serán Cuba y Nicaragua, para acabar con
lo que llamó el nuevo “eje del mal”: Caracas, La Habana y Managua. Y para
actuar contra esos países hermanos, el emperador no tendrá reparos en decir,
como Escipión Emiliano, que la única autoridad es la suya.
Venezuela no debe
sufrir la misma desgracia que Numancia, porque allí se define mucho del futuro
inmediato de nuestros pueblos: si cae, si las armas del imperialismo y sus
vasallos se imponen a la razón, al derecho y la dignidad nacional, toda nuestra
América perderá con ella. Y sin ese valladar inmenso que durante años ha sido
la Revolución Bolivariana, la doble amenaza de la restauración neoliberal y del
neofascismo se extenderá peligrosamente por el continente, sin contrapesos que
pongan freno a su galope mortal. No podemos dejarla sola, aunque no falten
gobiernos que opten por la dolorosa traición histórica que sufrieron los
numantinos. Necesario es que Venezuela triunfe, y que prevalezca en paz para
que siga decidiendo su destino sin interferencias.
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