La exaltación de los
ánimos en los partidos y en la sociedad nos dificulta discernir lo que está
efectivamente en juego: ¿qué Brasil
queremos? ¿Un país justo o un país rico? Lógicamente lo ideal sería
tener un país justo y simultáneamente rico. Pero los caminos que escogemos para
este propósito son diferentes. Unos lo impiden, otros lo hacen posible.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Si queremos que sea justo
debemos optar por el camino de la democracia republicana, es decir,
poner el bien general de todos por encima del bien particular. La consecuencia
es que habrá más políticas sociales que atiendan a los más vulnerables,
disminuyendo así nuestra perversa desigualdad social. En otras palabras, habrá
más justicia social, más participación en los bienes disponibles y con eso una
disminución de la violencia. Fue lo que hizo el gobierno Lula-Dilma sacando del
hambre y de la miseria a cerca de 36 millones de personas, junto con otros
programas sociales.
Si queremos un país rico
optamos por la democracia liberal (que guarda rasgos de su origen
burgués) dentro del modo de producción capitalista o neoliberal. El
neoliberalismo pone el bien privado por encima del bien común. En función de
eso, prefiere inversiones en grandes proyectos y dar facilidades a las
industrias para que sean eficientes y consigan conquistar consumidores para sus
productos. Los pobres no están del todo olvidados, pero solo reciben políticas
pobres.
Thomas Piketty en su
libro El capitalismo en el siglo XXI mostró que el mejor medio jamás
pensado para alcanzar la riqueza es el capitalismo. Pero reconoce que allí
donde él se instala, se introducen pronto desigualdades, pues está montado para
la acumulación privada y no para la distribución de la renta. Lo muestra mejor
en su otro libro La economía de las desigualdades (Siglo XXI, 2015). En
otras palabras, las desigualdades son injusticias sociales, pues la riqueza se
hace generando pobreza: impone recortes salariales, ajustes económicos que
perjudican las políticas sociales y laborales y dificulta la ascensión de las
clases del piso de abajo. Predomina la competencia y no la solidaridad. El
mercado dirige la política, se practica la privatización de bienes públicos y
el Estado mínimo no debe intervenir, correspondiéndole la seguridad y la
garantía de los servicios básicos.
Y aún más: la búsqueda
desenfrenada de riqueza de algunos implica la explotación de los bienes y
servicios naturales hoy casi agotados hasta el punto de que hemos tocado los
límites físicos de la Tierra. Un planeta limitado no soporta un crecimiento
ilimitado de riqueza. Necesitamos casi una Tierra y media para atender las
demandas humanas, lo que la convierte en insostenible, haciendo inviable la
propia reproducción del sistema del capital.
La macroeconomía
capitalista es impuesta por los países centrales, especialmente por Estados
Unidos, como forma de control y de alineamiento forzado de todos a las
estrategias imperiales. Pero como observó el macroeconomista de la Universidad
de Oregón, defensor del capitalismo, Mark Thoma, ahora el capitalismo ya no
funciona, pues la crisis sistémica actual parece insolvente. El orden
capitalista está conociendo su límite.
¿Cuál es la manzana de la
discordia en la política actual en Brasil? La oposición optó por la macroeconomía
neoliberal. Líderes de la oposición proclaman que los salarios son
demasiado altos, que Petrobrás así como el Banco de Brasil, la Caixa y los
Correos deberían ser privatizados. Ya conocemos esta fórmula. Es cruel para los
pobres y perjudicial para los trabajadores, pues favorece la acumulación y así
las desigualdades sociales. El capitalismo es bueno para los capitalistas, pero
malo para la mayoría de la población. La riqueza no puede hacerse a costa de la
pobreza y de la injusticia social.
Hay que añadir además un
elemento geopolítico que no cabe aquí detallar. Los Estados Unidos no toleran
una potencia emergente como Brasil, asociada a los BRICS y a China, que penetra
cada vez más en América Latina. Hay que desestabilizar los gobiernos
progresistas y populares con la difamación de su política y de sus líderes.
El PT y los partidos y
grupos progresistas quieren el camino de la democracia republicana y
participativa. Buscan garantizar las conquistas sociales y ampliarlas. No
es nada seguro que la victoria del neoliberalismo vaya a mantenerlas, pues
obedece a otra lógica, la del capital, que es la maximización de los
beneficios.
El gobierno actual busca
un camino propio en la economía y en la política internacional, con la
conciencia de que, dentro de poco, la economía mundial será principalmente de
base ecológica. Ahí emergeremos como una potencia, capaz de ser la mesa puesta
para el hambre y la sed de todo el mundo. Ese dato no puede ser despreciado.
Pero la centralidad será superar la vergonzosa desigualdad social, la pobreza y
la miseria mediante políticas sociales con acento en la salud y en la
educación.
La oposición férrea al
gobierno Lula-Dilma tiene como motor propulsor la liquidación de este proyecto
republicano pues le cuesta aceptar la ascensión de los pobres y su participación
en la vida social.
Pero este es el proyecto
que responde a la angustia que devoraba a Celso Furtado durante toda su vida: «¿por
qué Brasil siendo tan rico, es pobre, y con tantas virtualidades, continúa
atrasado?». La respuesta dada por Lula-Dilma mitiga la queja de Celso
Furtado y es buena no sólo para los pobres sino para todos.
Comprender esta cuestión
es entender el foco central de la crisis política brasilera que subyace a las
demás crisis.
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