El triunfo derechista en América Latina
ciertamente frustra antiguas esperanzas. Lo más grave es que produce un corte
histórico que detiene el avance de todas las izquierdas, cuya recuperación
puede tardar años.
Abunda la investigación social sobre los
gobiernos progresistas en América Latina. El libro de José Natanson, La
nueva izquierda (2008), tempranamente estudió el ascenso de Hugo
Chávez (1999-2013) en Venezuela (a quien le sucedió Nicolás Maduro, desde
2013); Inácio Lula da Silva (2003-2010, sucedido por Dilma Rousseff, 2011-2016)
en Brasil; Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2015) en
Argentina; Tabaré Vásquez (2005-2010 y luego desde 2015) en Uruguay; Michelle
Bachelet (2006-2010 y luego 2014-2018) en Chile; Evo Morales (desde 2006) en
Bolivia, y Rafael Correa en Ecuador (2007-2017).
Sin embargo, Bachelet no debiera incluirse
en el grupo porque no siguió las mismas líneas de acción que mantuvieron los
otros mandatarios. Pero también han sido identificados en el grupo progresista
Manuel Zelaya (2006-2009) en Honduras, Daniel Ortega (desde 2007) en Nicaragua,
y Fernando Lugo (2008-2012) en Paraguay.
Todos ellos abrieron el nuevo ciclo
histórico de la región. Sin embargo, ha sido distinto el modo de caracterizar a
esos gobernantes en la ciencia social latinoamericana. Se coincide en
señalarlos como progresistas, democráticos, nacionalistas, latinoamericanistas;
pero los más radicales (Bolivia, Ecuador y Venezuela) son, además,
antimperialistas y de nueva izquierda. Pero también han sido ubicados como
reformistas y hasta “populistas”, término indiscriminado, muy manoseado e
inexacto.
Con los gobernantes identificados en la
nueva izquierda, el neoliberalismo y el modelo empresarial de los 80 y 90 fue
cuestionado; el partidismo y la clase política anterior, que fuera responsable
de apadrinar el camino económico seguido, igualmente fue desplazada; los
movimientos sociales, la izquierda marxista y la nueva izquierda se vieron
favorecidos por la orientación ciudadana y popular de los gobernantes.
Los gobiernos de nueva izquierda lograron
Constituciones aprobadas por referéndum en Venezuela (1999), Ecuador (2008) y
Bolivia (2009), estableciendo así la nueva institucionalidad; restauraron el
rol regulador del Estado sobre el mercado, y fortalecieron amplios servicios
públicos. Está claro que aseguraron una época post-neoliberal, no fácil
calificar en su contenido económico, aunque he sostenido que se afirmó un tipo
de capitalismo social latinoamericano, que bien puede entenderse
como camino viable para la edificación de una nueva sociedad y quizás del Socialismo
del Siglo XXI.
En Bolivia se constituyó un efectivo Estado
plurinacional. El respaldo electoral en varios procesos aseguró la continuidad
política y la hegemonía del partido de gobierno en Venezuela o Ecuador. Las
Misiones venezolanas movilizaron a los sectores populares, que también formaron
organizaciones de base. El latinoamericanismo adquirió importancia en la
geopolítica mundial. Y los logros sociales de los gobiernos progresistas han
sido destacados por organismos internacionales como el FMI, BM, Cepal o el PNUD,
además de los estudios latinoamericanistas más serios.
Puede entenderse que las fuerzas centrales
de oposición a los gobiernos progresistas han sido el imperialismo, las elites
empresariales más poderosas, la clase política y los partidos tradicionales, las
derechas de todo tipo, y particularmente el sector más influyente de medios de
comunicación privados que, como nunca antes, se convirtieron en agentes de
lucha ideológica diaria.
La ruptura de las izquierdas tradicionales
y el minoritario sector de marxistas dogmáticos con los gobiernos de nueva
izquierda, tuvo otras lógicas. En Ecuador, y durante décadas, esas fuerzas no
fueron capaces de generar alternativas electorales y menos aun de poder
social. Desde 1979 han sido sectores minoritarios aunque sonoros y
activistas; durante el gobierno de Correa pasaron del apoyo inicial a la
enemistad política, incluso arrastrando consigo a las cúpulas dirigentes de los
movimientos sociales.
Se resintieron porque Correa no puso en
marcha sus particulares proyectos políticos, sus sueños de vanguardia
revolucionaria y su utópico anhelo por acabar con el capitalismo a su modo y
según sus concepciones. Experimentaron la pérdida de sus antiguas prebendas.
En los procesos electorales de la última
década no llegaron a representar ni el 5% de los votantes. En la campaña
electoral de 2017 de esos sectores provinieron en buena parte los
argumentos utilizados por la derecha para combatir el “continuismo” de la
candidatura de Lenín Moreno, e incluso quedó definido un sector marxista que
promovió el voto por el millonario ex banquero Guillermo Lasso, apareciendo así
un marxismo pro-bancario inédito en la historia política de la izquierda
latinoamericana.
El combate al progresismo latinoamericano
no descartó el golpe de Estado directo contra Chávez (2002) y Correa (2010); la
desestabilización institucional interna; o el “golpe blando” (formulado por
Gene Sharp) para derrocar a Zelaya en Honduras, Lugo en Paraguay y a Rousseff
en Brasil. Pero el “kichnerismo” perdió las elecciones en Argentina, en 2015,
frente a Mauricio Macri.
Sin embargo, nunca se pensó que en Ecuador
se produjera otro fenómeno inédito: todos los sectores políticos, incluyendo la
oposición, creyeron que el triunfo electoral del binomio Lenín Moreno-Jorge
Glas, auspiciado por Alianza País (AP) daría continuidad a la Revolución
Ciudadana. Nadie esperó que el flamante gobierno, iniciado el 24 de mayo de
2017, diera un giro.
Moreno inauguró su propio estilo,
estableció el diálogo nacional como estrategia de gobierno, y remarcó tajantes
diferencias: “De a poco toda la gente va a ir abandonando su comportamiento
ovejuno y va a empezar a respirar verdaderamente esta libertad nueva, que es
como me siento yo a gusto”, afirmó; también, “Ahora se ha dado en llamar revolución
a cualquier pendejada”; y además, “Pensamos encontrar una mesa servida, pero no
ha sido así. Encontramos que cada año, hay que pagar diez mil millones de
dólares. El presupuesto total de educación, más el presupuesto de las Fuerzas
Armadas, la Policía y la Secretaría de Riesgos… Esa es la mesa servida que nos
dejaron. ¡Carajo! ¡Servida de deudas! Servida de deudas”.
Si en la esfera política los diálogos
sirvieron para que el partidismo y la clase política tradicionales revivieran
tras el combatido “ostracismo” de una década, en materia económica las cámaras
de la producción que representan los intereses de la elite empresarial y
bancaria del país, recuperaron su antiguo protagonismo y exigen que se abandone
definitivamente el “modelo correísta”, abriendo la economía a la iniciativa
privada, con retiro del Estado, vinculación al mundo globalizado y flexibilidad
laboral.
La correlación de fuerzas sociales cambió
en el tránsito del “correísmo” al “morenismo”. Y la diferenciación marcada por
el nuevo gobierno con todo lo que significó la herencia de su antecesor ha
llegado a tal nivel que en la VII Convención de AP, realizada el 3 de diciembre
de 2017, y en la que participó Rafael Correa, se acordó procesar la expulsión
de Lenín Moreno del partido, denunciando la “traición” a la Revolución
Ciudadana y el “engaño” al pueblo; y el pronunciarse por el NO en 3 de las 7
preguntas de la consulta popular impulsada por el gobierno (se realizará el 4
de febrero de 2018) y que tratan sobre la no reelección indefinida, la
intervención en el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social
(encargado de nombrar a las autoridades de control del Estado) y la ley de
plusvalía.
Por todas las vías descritas, el ciclo de
los gobiernos progresistas y de nueva izquierda en América Latina ha concluido
en la mayoría de países. En el nuevo ciclo post-progresista, se ha retomado el
camino neoliberal (como en Argentina y Brasil); hay condena política a los
antiguos gobernantes contra quienes se arguyen procesos judiciales (Cristina
Fernández, Dilma Rousseff o Lula); se denigra o desvaloriza todo lo que se
logró en el pasado inmediato; se encuentra apoyo en las fuerzas más
tradicionales y reaccionarias, que fueron ejes de la oposición; se abandona el
latinoamericanismo; se hace uso de la persecución política y se aprovechan los
escándalos de corrupción para levantar los ánimos ciudadanos.
El triunfo derechista en América Latina
ciertamente frustra antiguas esperanzas. Lo más grave es que produce un corte
histórico que detiene el avance de todas las izquierdas, cuya recuperación
puede tardar años. Pero les obliga a repensar algo que estuvo siempre presente
en su forma de concebir la política: la necesidad de trabajar seriamente entre
los sectores populares y laborales, para crear bases que tengan capacidad para
sostener a los regímenes de izquierda en el largo tiempo e imponer finalmente
su hegemonía para la construcción de una nueva sociedad.
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