Se ha
popularizado como estigma llamar “populista”, primero, a quienes vinculan sus
propuestas electorales o gubernamentales con los intereses populares y, después
de la llegada de Donald Trump al poder, con quienes hacen gala de lo que otrora
llamábamos pura y simplemente demagogia.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa Rica
El
“populismo de izquierda” tendría un modelo paradigmático en América Latina, el
chavismo. Recurrentemente, una y otra vez, el fantasma del “populismo chavista”
es sacado a relucir en cuanto proceso electoral tiene lugar en nuestra tierras.
Ese fantasma que se agita ha sido previa y concienzudamente armado, de tal
manera que cuando se saca a relucir, en la cabeza del futuro votante ya existe
un paquete de ideas que lo caracterizan como lo más abominable del mundo.
En
las campañas electorales latinoamericanas siempre ha habido algún referente
maldito de este tipo. Durante toda la segunda mitad del siglo XX fue el
comunismo y la Revolución Cubana o, como se le llamó desde la derecha, el
castrismo. Se habló del comunismo y el castrismo desde el maniqueísmo y los
prejuicios, igual que como ahora se hace con el chavismo y lo que llaman
populismo.
Como
muy bien lo explicó Ernesto Laclau, el populismo está lejos de ser lo que estas
caracterizaciones simplonas y demagógicas propalan. Pero la verdad es que el
problema aquí no es si quienes utilizan estas falacias como arma política
entienden o no qué es realmente el populismo; lo que a esta gente le interesa
es erigirse con una bandera descalificadora de las propuestas políticas que se
asocian a los intereses populares y, en América Latina, que propugnan por la
defensa de la soberanía nacional y la unidad e integración de la región
independientemente de los Estados Unidos de América.
Quiere
decir esto que el término populismo, tal como se usa en la forma que venimos
mostrando, ha sido construido a partir de una verdadera estrategia, muy bien
montada, en la que participan en primer lugar los medios de comunicación –como
baluarte de primera línea de la guerra ideológica-, pero en la que participa
todo el arsenal político ideológico del status quo a través de un constante
bombardeo que no da tregua en ningún momento.
Llegar
a un proceso electoral en estas condiciones implica, para los partidos de
izquierda o progresistas, situarse en un terreno minado previamente con bombas
ideológicas que orientará a los ciudadanos a remitirse a un arsenal de
prejuicios ya bien establecido en mente y corazones.
Efectivamente,
quienes utilizan tales estrategias político electorales parten con ventaja.
Pero su repetida utilización, y el contraste con lo que posteriormente hacen
una vez llegados al poder, acumulan en amplios sectores de la población
frustración, desencanto y descreimiento. Llega el momento en que sus mensajes
se vacían de sentido y aparecen descarnadamente como lo que son: meras mamparas
para continuar haciendo lo de siempre, llenando los bolsillos de los de
siempre, viendo al Estado como un botín del que solo ellos saben sacar
beneficios.
Llegados
a este punto no queda sino desenmascararse, recurrir a otras estrategias en las
que sale a relucir el fraude, la violencia y la represión. Esa es su famosa
democracia, buena mientras les sea útil, dejada de lado cuando ya no sirva a
sus fines.
Contra
eso, como siempre se ha dicho pero poco se ha llevado a la práctica, queda la
unidad; amplia y respetuosa; dialogante, verdaderamente democrática. Tal vez el
mejor ejemplo en esta Nuestra América de esto es el Frente Amplio del Uruguay.
Los frenteamplistas uruguayos no han estado ni están exentos de problemas y
contradicciones, pero han sabido mantenerse unidos y salir adelante desde las
catacumbas de la clandestinidad hasta la dirección del gobierno.
El
prejuicio del populismo puede ser vencido.
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