El militarismo es a las Fuerzas Armadas y a la Defensa
Nacional, lo que el clericalismo a la
Iglesia y a la fe católica: una perversión, un desvío interesado y de tinte
corporativo.
Carlos Romero Sosa / Especial para Con
Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina
La
presunción sobre el trágico final de los 44 tripulantes del submarino ARA San
Juan y en forma previa las jornadas de
amargura de sus familiares, acompañados por la solidaridad del pueblo todo, desencadenó,
como si se abriera otra Caja de Pandora,
aparte de especulaciones de todo tipo y color sobre el accidente, una
serie de maliciosos aprovechamientos del mismo destinados a crear en la
ciudadanía una suerte de cargo de conciencia colectivo por la situación actual
de las Fuerzas Armadas, con la cantinela de que la democracia no supo qué hacer
con ellas. Una forma de reivindicar a la dictadura que las ocupó en la guerra
sucia, la guerra demencial contra Gran Bretaña y la casi contienda con Chile.
La
prensa “grande” y “seria” -al decir del nacionalista de derecha Ramón Doll-, que hoy se denomina
“multimedios”, hace correr como un
reguero de pólvora -y nunca mejor empleada la imagen tratándose de cuestiones
castrenses-, el lobby militarista, favorable no sólo a elevar el
presupuesto de las Fuerzas Armadas, algo que podría considerarse si no fuera
porque de acabarse de aprobar la reforma previsional, en detrimento de los
haberes de los jubilados y a no ser que se intente otro zarpazo a sus sueldos de
hambre, es evidente que no debe haber de dónde conseguir fondos para
mejorar el presupuesto militar ni ningún
otro.
Pero
lo peor es que ya se arrojan ideas sobre cambios de roles de las fuerzas. De
allí a que se exija que controlen la seguridad interna violando las leyes
23.554 de Defensa Nacional del año 1988
y 24.059 de Seguridad Interior
promulgada en 1992 y actualizada según las leyes 25.520 y 25.443, hay un paso. Lo preocupante es que hacer
propaganda de ello hasta que prenda en el
inconsciente colectivo, puede ser muy oportuno para un gobierno
neoliberal que más temprano que tarde se las verá con la protesta social en
ascenso, a la que por cierto no tiene escrúpulos en reprimir como lo prueban
las muertes de Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel.
El
militarismo es a las Fuerzas Armadas y a la Defensa Nacional, lo que el clericalismo a la Iglesia y a la fe
católica: una perversión, un desvío interesado y de tinte corporativo. Por
cierto que los partidarios del militarismo
han sido y son los mismos del clericalismo con el manido y simplificador
recurso de identificar la Cruz y la
espada, vinculando la dimensión sobrenatural con la terrena, algo que sin
embargo un derechista ultramontano y militarista como el profesor Jordán Bruno
Genta, doctrinario de gran predicamento
en los años sesenta y setenta del siglo pasado entre los cuadros de la Fuerza
Aérea Argentina, diferenció tibiamente: “Las
Fuerzas Armadas de la Nación son las únicas instituciones de servicio y
jerarquía en el orden humano –la Iglesia Católica es de orden divino- que
todavía permanecen en pie”, escribió en su obra “Guerra
Contrarrevolucionaria”. Aunque a renglón
seguido citando al fascista español
Calvo Sotelo soltó sus afirmaciones militaristas: “Por ser la columna vertebral
de la Patria, el armazón que la sostiene y la armadura que la
defiende, su resquebrajamiento es también el de la Patria. (…) El destino de la
Patria es el de las armas: se salva o se pierde con ellas.”
Si
se piensa bien ni los próceres San Martín, ni Belgrano fueron propiamente
militaristas; y más allá de las batallas ganadas contra los españoles y las
geniales intuiciones tácticas como el Éxodo de Jujuy, el creador de la
bandera merecería por sus concepciones
doctrinarias, ser reconocido –también- como un prócer civil a lo José Martí. Y
más cerca aún, tampoco lo fueron los generales Enrique Mosconi y Manuel Savio
que colaboraron con gobiernos constitucionales. Ni el legalista general Eduardo
Broquen que se negó a reprimir en la Semana Trágica de enero de 1919. Ni el
general mártir Juan José Valle, en cuya
proclama revolucionaria de junio de 1956 hablaba de restaurar la soberanía
popular y el imperio de la libertad y la justicia dentro de un orden legal.
El
militarismo pretende desviar las específicas, muy técnicas y por ciento patrióticas funciones de los
hombres de armas, a áreas ajenas a su competencia e incumbencia: como la
política activa. Lo que no implica
coartar el derecho a expresarse de aquéllos, ni de tener ideas políticas sean cuales fueren. Pero una cosa es eso y
otra muy distinta decidir por el resto de la comunidad a partir del poder de
las armas. El militarismo constituye una lacra del siglo XX y surgió en la
Argentina de la mente de civiles como Leopoldo Lugones, quien lo explicitó en
su conferencia de Ayacucho de 1924 cuando
promovió “La hora de la espada”,
un tanto anacrónico lapso detenido en el
arquetipo del soldado con conformación mental jerárquica, disciplinada y proveniente de la aristocracia
o la alta burguesía, sectores que nutrían mayormente por entonces el Colegio
Militar y la Escuela Naval. Un soldado que representara lo contrario de la
igualadora y plebeya democracia consumada en las multitudes de raíz
inmigratoria del yrigoyenismo. Lo peor es que el dogma lugoniano no fue
pura teoría: la Revolución del 6 de septiembre de 1930 lo puso en
acción.
“Cristiana y varonil y ensoñadora,/
Disciplinada en el marcial consenso,/ Tal os llegó del rumbo de la aurora”,
cantó en un terceto de su poema “Patria”, publicado en 1943 -año de otra
revolución militar- el escritor y académico de letras Carlos Obligado; y se
advierte que en estos recios y regios endecasílabos aparece clara la conjunción
de religión y disciplina marcial -con el
incorporado adjetivo “varonil” por cierto-, apuntando merced a esa añorada
simbiosis a una aurora de grandeza de la Nación. Era el signo de los tiempos y
era el espíritu de los autores
nacionalistas, convencidos que amar a la Patria implicaba hacerlo con “la espada
alerta, porque el mundo es mundo”, como finaliza la rimada epopeya de
Obligado.
“Militares en babia” llamó en 1960 a los
que posponían el golpe contra el gobierno constitucional de Arturo Frondizi,
Juan Carlos Goyeneche, ex Secretario de
Prensa y Actividades Culturales de Eduardo Lonardi, en cuyo desempeño trató de “ejemplo” a la
Marina de Guerra cuya aviación había masacrado al pueblo en la Plaza de Mayo,
el 16 de junio de 1955. No obstante esa suerte de integrismo militarista con
resabios franquistas proclamado sin rubores varias décadas atrás, cabe recordar que ya Platón en La República fijó y delimitó la
función de los guardianes guerreros de la ciudad pertrechados con la virtud de
la fortaleza: “que el guerrero sea
guerrero y no comerciante a la vez que guerrero.”
Sólo
que hoy sabemos que además de guerrear,
los militares tienen otras formas
de demostrar su valor cívico y su amor a
la Causa Nacional, sin quedar embretados únicamente en las hipótesis de
conflicto. O mejor, como lo demostró el general Savio y seguramente lo demostrarán
tantos otros oficiales, suboficiales y voluntarios en la actualidad, cuando al contar con tales
hipótesis de conflicto puedan tener en sus manos seguir desarrollando nuestra
industria, garantía de potencialidad, a través de Fabricaciones Militares por
ejemplo. En 1964, Jorge Abelardo Ramos en su libro “Historia política del
Ejército Argentino”, destacó la importancia de la institución en lo referente a
su influencia en materia de soberanía industrial. Algo que este gobierno no
tiene en agenda y más bien ha dado muestras de lo contrario al despedir en 2016
más de un centenar de empleados de
Fabricaciones Militares, recortar el plantel
y suspender la construcción de vagones para el trasporte de granos, buen
heredero ideológico del menemismo que por ley 24.045 de diciembre de 1991,
declaró sujetas a privatización las fábricas militares de Azul, Río Tercero,
Villa María y Fray Luis Beltrán, paralelamente al desmantelamiento de la
industria naval.
Qué
va a hablar ni conocer entonces este gobierno de CEO’s desindustrializadores y privatistas, del sentimiento castrense y de los roles a corresponder a
nuestras Fuerzas Armadas en un contexto de independencia política, justicia
social y respeto por los derechos humanos.
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