Latinoamérica y la zona del Caribe
constituyen la reserva “natural” de la geopolítica expansionista de la clase
dominante de Estados Unidos. Desde la tristemente célebre Doctrina Monroe,
formulada en 1823 (“América para los americanos”…, del Norte), la voracidad del
capitalismo estadounidense ha hecho de esta región del planeta su obligado patio
trasero.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
“El rol de las fuerzas armadas de Estados
Unidos será mantener la seguridad del mundo para nuestra economía y que se
mantenga abierta a nuestro ataque cultural. Con esos objetivos, mataremos una
cantidad considerable de gente.
Ralph Peters,
Armed Forces Journal, agosto de 2006
En todos los países de esta gran
zona geográfica, desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias
criollas, el proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas oligarquías y
“sus” países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio
Estados Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación
sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario,
volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para
mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su
historia está marcada por la dependencia, incluso por el malinchismo.
Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus
países los puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los
pueblos originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su
acumulación como clase explotadora-, toda su historia como segmento social, y
por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de
potencias externas (España o Portugal primero, luego Gran Bretaña, y desde la
doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos).
No queda ninguna duda que, en muy
buena medida, el atraso comparativo y el clima de represión que han vivido los
países de América Latina y del Caribe a lo largo del siglo XX y en lo que va
del presente, tiene como causa la política imperial de Washington. Ello podría
llevar a pensar, quizá con algo de ingenuidad, en la “perfidia” de ese país.
Sería, en tal caso, el imperio más sanguinario de la historia, con mayores
ansias de dominación, perverso por antonomasia.
Pero esa visión es corta, parcial,
incorrecta en términos de análisis político-social. La situación concreta de
Latinoamérica y su sujeción a los dictados de la Casa Blanca deben entenderse
en la lógica del sistema imperante: el capitalismo, y en la dinámica propia que
el mismo conlleva.
El capitalismo, desde sus albores,
mostró una tendencia irrefrenable: su expansión como sistema y la concentración
del capital. La necesidad de mercados, nuevos y cada vez más variados y
extendidos, le es intrínseca. “La tarea
específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado.
Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido”, anunciaba
Marx en 1858. Con el grito de “¡tierra!” proferido por Rodrigo de Triana desde
el palo mayor de la Santa María la madrugada del 12 de octubre de 1492, se
inicia la expansión del capitalismo y la verdadera globalización. Ahí la Tierra
efectivamente se hace redonda, y los capitales comienzan a esparcirse
planetariamente en búsqueda de 1) mercados (para realizar la plusvalía), y 2)
de materias primas para la producción de nuevas mercancías, inventando
interminablemente nuevas necesidades.
Todos los continentes se
interconectan comercialmente desde aquel momento, y tres siglos después ya
están totalmente definidas las tendencias: Estados Unidos aparece como la
potencia emergente, con una dinámica de crecimiento que supera al capitalismo
europeo. Sus ansias expansionistas se hacen insaciables ya a mediados del siglo
XIX (aparece la Doctrina Monroe), y los países latinoamericanos terminan siendo
su retaguardia.
Entrado el siglo XXI, la situación
se mantiene igual. Según expresara con total naturalidad
Colin Powell en el 2002, entonces Secretario de Estado de la administración
Bush cuando la potencia del norte intentaba poner en marcha un proyecto de
libre comercio panamericano, el ALCA -Área de Libre Comercio de las Américas-:
“Nuestro objetivo con el ALCA es
garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que va
del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o
dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el
hemisferio.” Dicho en otros
términos: un continente cautivo para la geoestrategia de dominación de
Washington basada en el saqueo institucionalizado de materias primas, recursos
naturales, mano de obra barata y precarizada e imposición de sus propias
mercaderías en una zona de reinado del dólar. Por supuesto que la dependencia
se asegura también con la injerencia en las políticas internas de cada país, y
en último término, en las armas (léase: sus bases militares que hoy atenazan
todo el subcontinente, desde Centroamérica a la Patagonia, en un número
desconocido pero no inferior a 70).
Lo que establecen los llamados
“tratados de libre comercio” impuestos por la Casa Blanca, firmados en forma
bilateral por Washington y distintos países de la región, no deja lugar a dudas
de quién manda y quién fija las reglas de juego: 1) Servicios: todos los
servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones: los
gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión
extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren a
las empresas transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se
comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la
producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de
subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual:
privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios:
compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas
en cualquier ámbito, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los
monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las
transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales
privados.
¿Por qué sucede esto? No por una maldad inmanente de
los halcones que gobiernan desde Washington; es el sistema socio-económico
imperante el que lleva a este estado de cosas. El capitalismo actual,
absolutamente globalizado y dominador completo de la escena política
internacional en estos momentos, tiene en Estados Unidos su principal
exponente. Los megacapitales que manejan el mundo siguen siendo, en fundamental
medida, estadounidenses, hablan en inglés y se rigen por el dólar. Ese
capitalismo desenfrenado necesita en forma creciente materias primas y energía.
La mundialización del “american way of
live” lleva a un consumo interminable de recursos. Poder asegurarse esos
recursos y las fuentes energéticas, otorga la posibilidad de manejar la
Humanidad. Henry Kissinger lo dijo sin ambages en 1973: “Controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y
controlarás las naciones, controla el dinero y controlarás el mundo”. Esa
es la consigna con la que la clase dominante de Estados Unidos maneja las
cosas. Si algo falla en ese cometido: ahí están sus poderosas fuerzas armadas
siempre listas para intervenir.
Latinoamérica entra en esa lógica de dominación
global, ante todo, como proveedora de materias y primas y fuentes energéticas.
El 25% de todos esos recursos que consume Estados Unidos provienen del
subcontinente latinoamericano. Es imprescindible saber que de las distintas
reservas planetarias, el 35% de la potencia hidroenergética, el 27% del carbón,
el 24% del petróleo, el 8 % del gas y el 5% del uranio se encuentran en esta
región. A lo que debe agregarse el 40% de la biodiversidad mundial y el 25% de
cubierta boscosa de todo el orbe, así como importantes yacimientos de minerales
estratégicos (bauxita, coltán, niobio, torio), además del hierro, fundamentales
para las tecnologías de punta (incluida la militar), impulsadas en gran medida
por el capitalismo estadounidense. Esa búsqueda insaciable de minerales
metálicos y no metálicos, imprescindibles para los nuevos procesos productivos,
ha traído como consecuencia una masiva entrada de explotaciones extractivas en
toda la región, con capitales de Estados Unidos básicamente, a veces
enmascarados en empresas canadienses, presuntamente más respetuosas en los
cuidados medioambientales, pero siempre en la lógica de acumulación por
desposesión (aniquilando biosfera, pueblos originarios y culturas ancestrales).
Debe agregarse que en esta nueva fiebre conquistadora
-como en pasadas épocas coloniales- vuelve a cobrar gran importancia el oro, no
tanto por su utilidad práctica en la industria, sino como posible reemplazo del
dólar, dada la tendencia a la baja en el concierto internacional que presenta
la moneda estadounidense. Para desgracia de sus habitantes, Latinoamérica es un
enorme reservorio de este metal precioso. La actual avalancha extractivista ha
disparado sus precios al alza, y su explotación intensiva no repara en daños a
la ecología. Por supuesto, el único beneficiado en todo esto es el gran capital
estadounidense.
La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente
el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales -en general
unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las grandes
mayorías populares, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de
vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya
sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las
casas matrices de las empresas que operan en la región.
Definitivamente, entonces, la gran potencia del norte
necesita de Latinoamérica. La noción de “patio trasero” es patéticamente
verídica: de aquí extrae cuantiosos recursos en la actualidad, es su reserva
estratégica (Venezuela, por ejemplo, almacena en su subsuelo 300.000 millones
de barriles de petróleo, suficientes para 341 años de producción al ritmo
actual, o el Acuífero Guaraní, en la triple frontera
argentino-brasileño-paraguaya incluyendo también a Uruguay, es una reserva de
agua dulce fabulosa -en la actualidad, solo en Brasil alrededor de 500 ciudades
se surten de él-), le posibilita mano de obra barata para su producción
transferida desde su territorio (maquilas, ensambladoras, call centers) y, pese a la actual política anti-migratoria de la
administración Trump, sigue proporcionándole recurso humano casi regalado para
la industria, el agro y servicios a través de los interminables ejércitos de
indocumentados que siguen llegando a su geografía. Sin contar con el mercado
cautivo que tiene para los productos que continúa elaborando en su propio país,
y que obliga a consumir en Latinoamérica (piénsese en Hollywood, por ejemplo:
el 85% de las películas que se ven en nuestros países provienen de Estados
Unidos; o la dependencia científico-técnica en que se encuentra la región,
virtual esclava institucionalizada de las “marcas registradas” de infinidad de
mercaderías que llegan del norte).
Todos estos intereses
-vitales sin dudas para el mantenimiento de sus privilegios- la clase dirigente
estadounidense se cuida muy bien de no perderlos. Para ello está su política exterior
latinoamericana, consistente básicamente en el papel que juegan sus gobiernos,
no importando si son demócratas o republicanos: la historia ya se muestra
escrita desde siempre. Desde la época de Simón Bolívar, quien en 1829 dijera
que “Los Estados Unidos parecen
destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la
libertad”, a nuestros días, la tendencia se mantienen similar. Para
graficarlo, se podría apelar a una humorada muy pertinente: “En Estados Unidos no hay golpes de Estado
porque no hay embajada americana”. Tal como lo expresa el Documento Santa
Fe IV, titulado “Latinoamérica hoy”, del año 2000: “El poder del país [Estados Unidos] se basó ante todo en este hemisferio [Latinoamérica], a veces llamado Fortaleza América”. En
otros términos: la región es vital para el proyecto hegemónico de Washington.
Dicho de otro modo: los intereses de los grandes
capitales estadounidenses necesitan de los países latinoamericanos y caribeños.
Para ello controlan la región al milímetro. La controlan con diversos medios:
con la manipulación injerencista en la política local, con la dependencia
tecnológica, con la impagable deuda externa, con la sujeción comercial. Y
cuando todo ello no alcanza, con las armas.
Tanto el Documento Santa Fe IV -clave ideológica de
los actuales halcones ligados al complejo militar-industrial, que son quienes
realmente fijan la política exterior- como el “Documento Estratégico para el
año 2020 del Ejército de los Estados Unidos” o el Informe “Tendencias Globales
2015” del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia
Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de conflicto social
desde una óptica de conflicto militar. La reducción de la pobreza y el combate
contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los
marcos del capitalismo) agenda de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible
2015-2030”, de Naciones Unidas, es algo que no entra en los planes
geoestratégicos del imperio. Al que proteste o intente ir contra sus intereses
hegemónicos: ¡mano dura! No hay otra respuesta.
Para eso están las alrededor de 70 bases militares
con alta tecnología resguardando toda Latinoamérica y el Caribe. En realidad,
dada la secretividad con que se mueve esta información, no hay seguridad del
número exacto de instalaciones militares estadounidenses en la región, pero es
sabido que están y no dejan de crecer, lo que se complementa con la Cuarta
Flota Naval, destinada a accionar en toda América Central y del Sur. Lo cierto
es que su alto poder de fuego, su rapidísima posibilidad de movilidad y sus
acciones de inteligencia a través de las más sofisticadas tecnologías de
monitoreo y espionaje, permiten a Washington un control total de la zona.
¿Por qué tanto control? Las excusas del combate al
narcotráfico o al terrorismo internacional quedan cortas. La instalación más
grande y poderosa se está construyendo en Honduras, muy cerca de las reservas
petrolíferas de Venezuela. ¿Coincidencia? En el Chaco paraguayo se localiza la
base Mariscal Estigarribia, pudiendo albergar 20.000 soldados, cerca del
Acuífero Guaraní y de las reservas de gas de Bolivia. ¿También coincidencia?
Cuando luego de décadas de inactividad se reactivó la Cuarta Flota Naval, el
entonces presidente brasileño Lula da Silva se preguntó: “Ahora que hemos descubierto
petróleo a 300 kilómetros de nuestras costas, nos gustaría que Estados Unidos
por favor nos explique lo que está en la lógica
de esta flota en una región tan pacífica como esta”.
Está claro que Latinoamérica es un
territorio ocupado por la geopolítica hemisférica de la Casa Blanca. Y no hay,
precisamente, fortuitas “coincidencias” entre su intervencionismo (político o
militar) y los intereses que defiende. Hay, para decirlo con exactitud, una
calculada agenda de dominación. “Con esos
objetivos”, tal como asevera el epígrafe: el de mantener la supremacía
mundial como potencia para asegurar un capitalismo consumista y depredador, “mataremos una cantidad considerable de gente”.
El despliegue de fuerzas militares en nuestros países no lo permite dudar.
Pero no está todo perdido. Si bien
Estados Unidos parece una potencia invencible, no lo es. La historia nos lo
demuestra. Aunque su control sobre nuestros territorios se muestra omnímodo,
siempre quedan resquicios. La historia de la Humanidad, en definitiva, es una
larga, interminable lucha entre opresores y oprimidos. Y la historia ¡no está
terminada!, como triunfalmente cantara el sistema hace unos años atrás, tras la
caída del Muro de Berlín. Si tanto se arma el imperio para controlar, es porque
sabe que en algún momento la olla de presión puede explotar. Por eso, para no
quedarnos con el amargo sabor que no hay salida ante tanta dominación,
recordemos a Neruda: “Podrán cortar todas
las flores, pero no detendrán la primavera”.
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