Hoy la democracia se encuentra más amenazada porque
la vía electoral no parece permitir cambios en las decisiones fundamentales de
la vida económica. Las cosas empeoraron al estallar la crisis de 2008.
Alejandro Nadal / LA JORNADA
La estabilidad social y económica bajo el
capitalismo afronta dos problemas esenciales. Por un lado, las continuas crisis
y la feroz competencia inter-capitalista hacen de la acumulación de capital un
proceso inseguro. Por el otro, el conflicto en la distribución del ingreso
constituye una permanente amenaza de ruptura social. La democracia está en el
corazón de estas dos fuentes de tensiones sistémicas.
Para introducir un par de definiciones operativas,
aquí entendemos por democracia un sistema en el que todos los ciudadanos
adultos tienen el derecho al voto (sufragio universal) ), hay elecciones libres
y se protegen los derechos humanos bajo el imperio del estado de derecho. El
capitalismo es un sistema en el que una clase dominante se apropia del
excedente del producto social ya no por la violencia, sino por medio del
mercado.
El surgimiento del capitalismo se llevó a cabo en un
entorno de estados monárquicos y autocráticos, por no decir dictatoriales. La
necesidad de preservar los derechos de propiedad de la clase capitalista era
una de las prioridades de esos estados. El movimiento de ideas comenzó a
cambiar con la sacudida de las revoluciones en Estados Unidos y en Francia. Aún
así, la constitución de Estados Unidos (1787) no menciona el sufragio universal
y en cambio otorgó a cada estado la facultad de regular el derecho al voto. La
mayoría sólo otorgó ese derecho a los propietarios. No fue sino hasta la décimo
quinta y décimo novena enmiendas (1870 y 1920 respectivamente) que se garantizó
el voto universal. En Francia la revolución terminó con la monarquía pero el
sufragio universal se otorgó hasta 1946.
La palabra democracia fue utilizada hasta principios
del siglo veinte en un sentido peyorativo o como sinónimo de un sistema caótico
en el que las clases desposeídas terminarían por expropiar a los propietarios
del capital. La clase capitalista pensaba que detrás del sufragio universal se
ocultaba el peligro de que la mayoría democrática pudiera abolir sus
privilegios. Pero gradualmente la presión de una masa que aunque no tenía
derecho al voto sí formaba parte de la economía de mercado se hizo
irresistible. También la perspectiva de la clase capitalista fue
transformándose: un régimen monárquico parecía ser cada vez menos adecuado para
garantizar el cumplimiento de los contratos y los derechos de propiedad. A
pesar de todo, capitalismo y democracia siguieron siendo vistos como procesos
antagónicos hasta bien entrado el siglo veinte.
Al finalizar la primera guerra mundial la
reconstrucción de las economías capitalistas en Europa no permitió consolidar
un orden social adecuado para el capitalismo y en varios países se abrió paso
al fascismo. La Gran Depresión debilitó al capital y generó un sistema
regulatorio en el que una adecuada distribución del producto se erigió en
prioridad del estado. Ese sistema permitió el crecimiento robusto y la
distribución de beneficios a través del estado de bienestar durante las tres
décadas de la posguerra. La clase capitalista aceptó a regañadientes la
regulación del proceso económico por el estado. La legitimidad del capitalismo
se fortaleció a través de una menor desigualdad y un mejor nivel de vida para
la mayor parte de la población. En ese período democracia y capitalismo
parecían marchar de la mano en sincronía.
Pero en la década de 1970 resurge la tensión por la
disminución en la rentabilidad del capital, una caída en la tasa de
crecimiento, nuevas presiones inflacionarias y otros desajustes
macroeconómicos. La política económica que había mantenido el estado de
bienestar fue desmantelada gradualmente, al mismo tiempo que se declaraba la
guerra contra sindicatos y las instituciones ligadas a la dinámica del mercado
laboral. En ese tiempo comenzó también el proceso de desregulación del sistema
financiero. Se acabó por destruir el régimen de acumulación basado en una
democracia que buscaba mayor igualdad y se reinició el ciclo natural de crisis
que siempre había marcado la historia del capitalismo. El neoliberalismo es la
culminación de todo este proceso.
Hoy la democracia se encuentra más amenazada porque
la vía electoral no parece permitir cambios en las decisiones fundamentales de
la vida económica. Las cosas empeoraron al estallar la crisis de 2008. Los
mitos sobre equilibrios macroeconómicos ayudaron a imponer políticas que frenan
el crecimiento e intensifican la desigualdad. La austeridad fiscal y la llamada
política monetaria no convencional son los ejemplos más sobresalientes. Si a
esto agregamos la incompetencia de los funcionarios públicos, su entrega a los
intereses corporativos y del capitalismo financiero, así como el tema de la
corrupción, tenemos una combinación realmente peligrosa.
El capitalista puede despedir a un obrero, pero no
al revés. Por eso capitalismo y democracia no son hermanitos gemelos. Más bien
son enemigos mortales. Por eso Hayek, uno de los ideólogos más importantes del
neoliberalismo, no titubea en recomendar la abolición de la democracia si se
trata de rescatar al capitalismo.
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