LA JORNADA
A un año y medio del bicentenario del inicio de la Independencia y del centenario de la Revolución, parece ser poco lo que tenemos para celebrar y desde luego mucho más lo que debiéramos reflexionar en torno a la situación que guarda el país, sumido en el estancamiento económico y en la inseguridad, gobernado por un grupo de cínicos e ineptos, que viven de la simulación y en la simulación, dirigidos por un presidente con legitimidad poco clara, un país con un nivel educativo deficiente, en el que una parte importante de sus jóvenes aspiran a encontrar en el extranjero las oportunidades que aquí parecen no existir. Todo ello, en el mismo territorio donde habitan algunos de los hombres más ricos del mundo, y donde los recursos petroleros están entre los mayores del planeta.
Algo en lo que quizás debiéramos pensar es qué tanto se parece en lo social el México de hoy, con el que alguna vez seguramente soñaron Hidalgo y Morelos, Matamoros, Guerrero, y todos aquellos hombres que lo dieron todo por lograr un país libre y soberano, gobernado de acuerdo con una Constitución que asegurara justicia, igualdad y fraternidad, de acuerdo con las ideas en boga en aquellos tiempos.
Tanto la Independencia como la Revolución significaron e implicaron en su tiempo la redefinición del país, buscando hacer a un lado todo lo que estaba mal, la servidumbre y la explotación de los muchos, la ignorancia dominante, las carcomidas estructuras del poder, los privilegios de los pocos, los discursos llamando a la conformidad, las condiciones de miseria, la dependencia estúpida y servil respecto de otras naciones, para sustituir todo ello por un nuevo orden de esperanza y progreso, de justicia social, de educación y conocimiento, de organización para producir más y mejor, de mejores niveles de vida, de rescate de nuestra cultura, a la vez milenaria y diversa.
En aquellas redefiniciones estuvieron presentes las mejores ideas y las visiones más avanzadas de su tiempo. La formación de una repúublica autónoma y soberana, la abolición de la esclavitud y de la nobleza en la Independencia, el establecimiento de los derechos sociales a la educación, al trabajo y a la salud, las responsabilidades del gobierno en la protección y cuidado de los habitantes, el derecho a la libre organización, pensamiento y expresión en el caso de la Revolución.
No tengo la menor duda que ante una consulta nacional, como la recientemente hecha en torno al petróleo, en la que se planteara la necesidad de una redefinición actual del país, una mayoría aplastante estaría de acuerdo con ella. Desde luego que no puedo abrogarme el derecho de proponer la dirección a tomar, pero algunas ideas me parecen sensatas. En primer lugar, como en los casos anteriores, hay mucho que rescatar para partir de allí y no sólo en términos de infraestructura, sino también de instituciones; la Constitución misma, si algo debemos hacer con ella es restablecerla, devolverle la vida y la autoridad que le ha sido sustraída y revisar los parches que se le han ido añadiendo, para servir a los caprichos y alucinaciones de quienes mareados por el poder la cambiaron; una excepción relevante debiera estar quizás en la transformación de los esquemas y estructuras de gobierno, para extirpar la corrupción que lo permea y para dotarlo de la capacidad para responder y adelantarse incluso a los grandes desafíos que el país enfrenta.
Algunos aspectos fundamentales del mundo actual debieran ser tomados en cuenta en la medida que nos afectan de manera directa en lo colectivo y en lo individual. Así, el tratado comercial que tenemos con Estados Unidos debiera ser revisado profundamente, no sólo porque sus términos son de dominación, a diferencia de los pactos que existen en otras regiones del planeta, que están diseñados para impulsar el desarrollo igualitario de los socios y especialmente el de los más débiles, sino porque Estados Unidos está dejando de ser un país hegemónico, ante el empuje de la Comunidad Europea y de los países asiáticos, tal como se evidenció en los últimos Juegos Olímpicos. Acaso sería conveniente seguir el ejemplo de los países latinoamericanos, que hoy unen sus empeños con una visión común de futuro.
La reforma que se pretende hacer en materia de energía debiera ser parte de esta redefinición del país, pues no puede hacerse ignorando las graves diferencias interregionales, la debilidad económica nacional, la dominación financiera de las empresas extranjeras, los vastos y sofisticados mecanismos de corrupción que padecemos y sobre todo los derechos patrimoniales del pueblo mexicano.
El fenómeno irracional de la violencia que hoy azota el país es seguramente el síntoma más crítico de la escasa salud colectiva de la sociedad mexicana. “Los demonios andan sueltos”, dijo hace algunos años un político entonces encumbrado; hoy a todas luces siguen sueltos, sólo que son más, muchos más y más diversos; no es con golpes mediáticos como los van a meter al orden, también aquí podemos decir que el tema debe ser parte fundamental de la redefinición de país para lograr la restitución del tejido social y los valores éticos de nuestros ancestros, donde los derechos y la vida de los demás deberían ser sagrados.
Las evaluaciones de conocimientos y competencias de los estudiantes apuntan también con claridad a la necesidad de redefinir el sistema educativo desde sus cimientos, sus esquemas de enseñanza y su organización misma, pasando en primer lugar por el desmembramiento del SNTE, en virtud de los riesgos que implica para el futuro nacional.
La redefinición del país debiera incluir igualmente esquemas para la reducción de la miseria que ha sido generada por un sistema redistributivo, que alienta la acumulación irracional de bie-nes en unas pocas familias y golpea a las mayorías. Que restituya la capacidad para producir alimentos que por siglos han tenido las zonas rurales. Sé que todo esto tiene sabor de utopía, pero las revoluciones que recordamos se originaron en situaciones que mucho se parecen a la actual; sería deseable que la próxima revolución se dé sin necesidad de sacrificios, de violencia, ni de los derramamientos de sangre que caracterizaron a las dos anteriores.
La historia moderna nos enseña que si bien las grandes transformaciones han requerido guerras y muertos por millares, hoy se pueden hacer mediante la discusión de las ideas y la aceptación de los consensos; el mejor ejemplo de ello es la actual Comunidad Europea.
Algo en lo que quizás debiéramos pensar es qué tanto se parece en lo social el México de hoy, con el que alguna vez seguramente soñaron Hidalgo y Morelos, Matamoros, Guerrero, y todos aquellos hombres que lo dieron todo por lograr un país libre y soberano, gobernado de acuerdo con una Constitución que asegurara justicia, igualdad y fraternidad, de acuerdo con las ideas en boga en aquellos tiempos.
Tanto la Independencia como la Revolución significaron e implicaron en su tiempo la redefinición del país, buscando hacer a un lado todo lo que estaba mal, la servidumbre y la explotación de los muchos, la ignorancia dominante, las carcomidas estructuras del poder, los privilegios de los pocos, los discursos llamando a la conformidad, las condiciones de miseria, la dependencia estúpida y servil respecto de otras naciones, para sustituir todo ello por un nuevo orden de esperanza y progreso, de justicia social, de educación y conocimiento, de organización para producir más y mejor, de mejores niveles de vida, de rescate de nuestra cultura, a la vez milenaria y diversa.
En aquellas redefiniciones estuvieron presentes las mejores ideas y las visiones más avanzadas de su tiempo. La formación de una repúublica autónoma y soberana, la abolición de la esclavitud y de la nobleza en la Independencia, el establecimiento de los derechos sociales a la educación, al trabajo y a la salud, las responsabilidades del gobierno en la protección y cuidado de los habitantes, el derecho a la libre organización, pensamiento y expresión en el caso de la Revolución.
No tengo la menor duda que ante una consulta nacional, como la recientemente hecha en torno al petróleo, en la que se planteara la necesidad de una redefinición actual del país, una mayoría aplastante estaría de acuerdo con ella. Desde luego que no puedo abrogarme el derecho de proponer la dirección a tomar, pero algunas ideas me parecen sensatas. En primer lugar, como en los casos anteriores, hay mucho que rescatar para partir de allí y no sólo en términos de infraestructura, sino también de instituciones; la Constitución misma, si algo debemos hacer con ella es restablecerla, devolverle la vida y la autoridad que le ha sido sustraída y revisar los parches que se le han ido añadiendo, para servir a los caprichos y alucinaciones de quienes mareados por el poder la cambiaron; una excepción relevante debiera estar quizás en la transformación de los esquemas y estructuras de gobierno, para extirpar la corrupción que lo permea y para dotarlo de la capacidad para responder y adelantarse incluso a los grandes desafíos que el país enfrenta.
Algunos aspectos fundamentales del mundo actual debieran ser tomados en cuenta en la medida que nos afectan de manera directa en lo colectivo y en lo individual. Así, el tratado comercial que tenemos con Estados Unidos debiera ser revisado profundamente, no sólo porque sus términos son de dominación, a diferencia de los pactos que existen en otras regiones del planeta, que están diseñados para impulsar el desarrollo igualitario de los socios y especialmente el de los más débiles, sino porque Estados Unidos está dejando de ser un país hegemónico, ante el empuje de la Comunidad Europea y de los países asiáticos, tal como se evidenció en los últimos Juegos Olímpicos. Acaso sería conveniente seguir el ejemplo de los países latinoamericanos, que hoy unen sus empeños con una visión común de futuro.
La reforma que se pretende hacer en materia de energía debiera ser parte de esta redefinición del país, pues no puede hacerse ignorando las graves diferencias interregionales, la debilidad económica nacional, la dominación financiera de las empresas extranjeras, los vastos y sofisticados mecanismos de corrupción que padecemos y sobre todo los derechos patrimoniales del pueblo mexicano.
El fenómeno irracional de la violencia que hoy azota el país es seguramente el síntoma más crítico de la escasa salud colectiva de la sociedad mexicana. “Los demonios andan sueltos”, dijo hace algunos años un político entonces encumbrado; hoy a todas luces siguen sueltos, sólo que son más, muchos más y más diversos; no es con golpes mediáticos como los van a meter al orden, también aquí podemos decir que el tema debe ser parte fundamental de la redefinición de país para lograr la restitución del tejido social y los valores éticos de nuestros ancestros, donde los derechos y la vida de los demás deberían ser sagrados.
Las evaluaciones de conocimientos y competencias de los estudiantes apuntan también con claridad a la necesidad de redefinir el sistema educativo desde sus cimientos, sus esquemas de enseñanza y su organización misma, pasando en primer lugar por el desmembramiento del SNTE, en virtud de los riesgos que implica para el futuro nacional.
La redefinición del país debiera incluir igualmente esquemas para la reducción de la miseria que ha sido generada por un sistema redistributivo, que alienta la acumulación irracional de bie-nes en unas pocas familias y golpea a las mayorías. Que restituya la capacidad para producir alimentos que por siglos han tenido las zonas rurales. Sé que todo esto tiene sabor de utopía, pero las revoluciones que recordamos se originaron en situaciones que mucho se parecen a la actual; sería deseable que la próxima revolución se dé sin necesidad de sacrificios, de violencia, ni de los derramamientos de sangre que caracterizaron a las dos anteriores.
La historia moderna nos enseña que si bien las grandes transformaciones han requerido guerras y muertos por millares, hoy se pueden hacer mediante la discusión de las ideas y la aceptación de los consensos; el mejor ejemplo de ello es la actual Comunidad Europea.
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